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“El Señor permanece con nosotros y nos sostiene”

Homilía en la Misa del viernes de la XXXIV semana del Tiempo Ordinario, el 27 de noviembre de 2020.

Fecha: 27/11/2020

Muy queridos hermanos y amigos;

 

Ya nos acercamos al final del Apocalipsis. Después de todos los avatares, plagas, recovecos, angustias y opresiones de la Historia humana, al final, el antiguo Enemigo, Satanás, será vencido y arrojado al abismo y será creado un “cielo nuevo y una tierra nueva”. El mar, que para el mundo judío y para una buena parte del mundo del Medio Oriente era como el lugar del abismo y el lugar terrible sobre el cual estaba edificada la tierra, ha dejado de existir, y baja la Jerusalén del Cielo ataviada como una novia que se adorna para su Esposo, resplandeciente de belleza.

 

Ese es el sentido final de la historia. Ese es el Reino de Dios que viene. Vino en humildad a Belén, a Nazaret y a Judea. Allí se sembró, en nuestra tierra, como grano de trigo que muere para dar mucho fruto. Y allí triunfó sobre el pecado y sobre la muerte de tal manera que, vivo para siempre, Se nos ofrece, Se nos comunica, Se nos da a nosotros día tras día, todos los días hasta el fin del mundo. Esa Venida del Señor es eso, es cada día. Luego, habrá una Venida gloriosa cuando todos los enemigos hayan sido derrotados; cuando todo el mal y el pecado hayan sido verdaderamente, plenamente aniquilados. Pero, mientras no se cumpla, el número de los elegidos de Dios, Cristo nos acompaña en el camino de la vida y este cierre del Año Litúrgico es también la clave de nuestra existencia, la clave de nuestra vida, diariamente.

 

Nosotros sabemos que el Señor -que vive, el Dios vivo, que nos ha comunicado gracias a Jesucristo su Espíritu- permanece con nosotros y nos sostiene. Yo quisiera que este anuncio llegase mucho más lejos que a las poquitas personas que estamos aquí. También quisiera que perdiéramos un poco el miedo, en el sentido de que yo entiendo que no hay mucha gente que viva en el centro de Granada tampoco, pero también sé que tenemos que, de alguna manera, liberarnos del miedo que nos atenaza. En las iglesias somos respetuosos con las distancias, con las normas y no hay noticia de que haya habido ningún contagio. Si algún sitio se cuida y se limpia, igual que los colegios, son las iglesias. Y tenemos necesidad, no sólo de saber en nuestro corazón que Dios es bueno, que Dios nos quiere, que Dios es misericordia, sino de sentirnos juntos unos a otros, de sentirnos cerca unos de otros.

 

Yo sé que ha habido montones de épocas en la Iglesia en la que eso no ha podido ser y la comunión de los santos no ha dejado de ser vivida profundamente en situaciones de mucha dificultad donde era imposible reunirse. Pensad en toda la Unión Soviética durante una buena parte del siglo XX. Y yo recuerdo, cuando cayó el telón de acero y tuve la ocasión de conocer, porque me envió la Santa Sede a estar con ellos una semana, a los obispos clandestinos que habían vivido en la Unión Soviética; y uno de ellos, que era un joven en Kazajistán, era de una familia alemana que habían sido deportados por Stalin a Siberia. Yo le preguntaba, ¿y usted cómo celebraba la Misa? “Me la había enseñado mi abuela alemana y yo la repetía todos los días. Era siempre la misma Misa, pero yo la repetía, y la repetía a diario, y así he estado muchos años”. Dios mío, uno se hace idea de qué situaciones han tenido a veces que vivir los cristianos y la fe ha permanecido, y la certeza del Señor ha permanecido. Y ese hombre, que había aprendido de niño la Misa de su abuela, no tenían libros, ni siquiera para leer los textos de la plegaria eucarística o del ordinario de la Misa, que recordaba siempre el mismo Evangelio y la misma epístola durante años y años y años. Con 45 o 47 años, fue hecho obispo de Siberia, nada menos. Una parte de su diócesis era de día y otra de noche, y le preguntaba el cardenal de Madrid, que estaba conmigo, “¿y cómo se las arregla usted?”, y decía “pues mire, hago lo que puedo y rezo mucho”. Pero imaginaros lo que es tener una diócesis que es más grande, cuarenta veces más grande que España, donde, sin embargo, a pesar de todas las deportaciones de Stalin, la prohibición del cristianismo, había dos millones de católicos, entre polacos y alemanes católicos que habían sido deportados por Stalin. Repartidos, eso sí, sobre una superficie inmensa. Hoy son varios los obispos que hay allí, pero era un territorio al que nunca había llegado el cristianismo, y ha llegado en el siglo XX. Y uno tiene que decir que gracias a la persecución.

 

Vuelvo a exponeros que no tengamos miedo, en definitiva. Quería sólo explicaros la palabra “creo”, ya que estamos con el Credo. La palabra “creo” lleva siendo tan mal usada durante tanto tiempo, durante varios siglos ya, porque se distingue la razón y la fe. Y a lo más que se llega es a decir “la fe no está en contra de la razón, pero desde luego que la fe está fuera de la razón”, y que, de alguna manera, se contrapone a la razón. Entonces, la palabra “creo”, en el español contemporáneo, significa poco más que “opino”, “a mí me parece”. “Yo creo que va a dejar de llover a lo largo del día”. “Me da la impresión”… y no significa más que eso. Eso es tremendo, porque es una devaluación tremenda, y yo diría monstruosa, del vocabulario cristiano.

 

Cuando un cristiano dice “creo” es “pongo mi vida en la fidelidad de Dios, pongo mi vida en las manos de Dios”. “Conozco quién eres y sé que puedo fiarme de Ti, sé que eres fiable”. Pero lo sé y lo sé con mi razón. La Iglesia Católica ha defendido siempre (aunque ha entendido perfectamente paradojas, luchas y combates, que se han dado más en el siglo XIX que ahora en nuestro tiempo, pero, por ejemplo, de Unamuno o de Kierkegaard, para quienes la tensión entre la fe y la razón era muy fuerte, como si fueran muy contradictorias, como si para creer había que olvidarse de la razón); la Iglesia Católica ha defendido siempre que la fe es un acto de la razón, un acto de la inteligencia. Que yo no puedo demostrar, pero hay tantas cosas en la vida…. Yo no puedo demostrar que mis padres me quieren. Nunca lo podré demostrar. Yo no puedo demostrar que quiero con un amor verdadero a una persona. Nunca. Lo puedo mostrar pero no demostrar, en el sentido en que se entiende “demostración”, en el lenguaje de la ciencia. Incluso la forma de la ciencia supone unos conceptos de razón que son universales y que valen para todos los hombres, y que todos los hombres los usamos igual. No es verdad. El Apocalipsis, su forma de contar las cosas, es una forma bien diferente de una forma occidental que cuenta las cosas de manera lineal. El Apocalipsis va diciendo cosas, va diciendo frases como sueltas, de otra forma. Cuando uno ve las películas, por ejemplo, de Miyazaki, un autor de anime japonés muy conocido y muy bueno, que los niños adoran, uno se da cuenta de cómo transmite los mensajes en una forma de razonar que no es la forma del razonamiento lineal occidental. Y, por lo tanto, pensar que la razón es una cosa universal que sirve para todos y que tiene poder de convicción para todos es una especie de mito de la modernidad occidental.

 

Creer es poner la vida en las manos de Dios. La Iglesia Católica ha defendido siempre que la fe es un acto de la inteligencia, que mediante toda una serie de indicios deduce razonablemente. Yo tampoco puedo demostrar que Napoleón existió. Tampoco lo podría demostrar. De hecho, hubo una tesis en la universidad de Berlín, no mucho después de la muerte de Napoleón, tratando de demostrar que Napoleón no había existido. Las realidades de la Historia son realidades en las que uno, según la fidelidad, la fiabilidad de los testigos, etc., deduce, concluye. Y nuestra vida está llena de actos de fe. Nos subimos a un autobús y hacemos un acto de fe. Pedimos un taxi y hacemos un acto de fe. Cuando se podía entrar en los bares y pedíamos un café, hacemos un acto de fe de que lo que nos van a dar es un café más bueno o menos bueno. Vivimos constantemente de actos de fe razonables. El acto supremo de fe razonable es la fe en Dios.

 

Que el Señor nos conceda redescubrir la profundidad de ese gesto, de ese acto, y poder hacerlo con toda nuestra conciencia, con toda nuestra humanidad, implicando nuestra razón, nuestra inteligencia sobre todo, que es más que la razón. Implicando nuestro corazón. Implicando nuestra vida entera.

 

Señor, ponemos nuestra vida en Tus manos, porque nada hay tan sólido, tan verdadero, tan fiel y tan digno de fe y de esperanza, como Tú mismo. Que así sea.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

27 de noviembre de 2020

Iglesia parroquial Sagrario Catedral

 

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