Homilía en la Misa del viernes de la I semana de Adviento, el 4 de diciembre de 2020.
Fecha: 04/12/2020
Desde el relato de la expulsión del Paraíso en el Génesis, es una tendencia humana muy profunda, muy profunda, el que, cuando hay una dificultad, un problema, un pecado, echar la culpa o cargar la responsabilidad sobre alguien que no somos nosotros.
Y con frecuencia, el Kemis decía que eso es una de las principales causas de los males del mundo el que siempre echamos la culpa a los demás de cosas de las que tenemos… Nos cuesta el afrontar o el ver que somos nosotros mismos la raíz de esos males. Chesterton decía que el peor enemigo de Alemania era Prusia; que Alemania era una nación cristiana que tenía una región pagana que era Prusia y que el peor enemigo de Alemania era Prusia, y sin embargo, toda la política de Hitler, por ejemplo, estaba basada en acusar a los judíos que afrontaba Europa en los comienzos del siglo XX.
Algo parecido con frecuencia nos pasa a los cristianos (…) Tendemos, desde hace siglos, a echar la responsabilidad de nuestro vaciamiento espiritual sobre causas externas a nuestra vida como Iglesia, a nuestra vida como cristianos. Y se la echamos normalmente a unos políticos o a otros, o a circunstancias de la Historia, o al mundo de hoy, que es así, y damos por supuesto que el mundo tiene que ser así y pocas veces pensamos que, con frecuencia, con mucha frecuencia, los peores enemigos de la Iglesia somos nosotros mismos. Los peores enemigos de nuestra propia fe somos nosotros mismos. Dejadme subrayar dos modos que tienen que ver con el Evangelio de hoy en los que nos cuesta creer, nos cuesta creer en el poder de Dios. En realidad, nos cuesta creer en que Jesucristo sea nuestro Salvador. Nos parece que hay algo de irreal en la historia que llamamos Sagrada, en la Historia de la salvación, y que la realidad real está en las cosas tangibles y sólidas de este mundo; y que el mundo cristiano es un mundo que puede servirnos un poco para guardar unas ciertas virtudes elementales. Pero pocas veces pensamos que en nosotros mismos están las causas de nuestro deterioro y también del deterioro del mundo, porque “si la sal se vuelve insípida”, ¡pierde!, no sólo la sal, sino la carne, que tenía que ser salada. Como decía un escritor cristiano, “vosotros sois la sal de la tierra, si el mundo se pudre, ¿a quién voy a echar las culpas?, ¿adónde queréis que mire?”.
Hay dos maneras por las cuales nosotros manifestamos o ponemos de manifiesto en nuestras propias vidas esa falta de fe. Una, pensando que el cristianismo y los episodios del Evangelio y la Encarnación del Hijo de Dios son como metáforas, que hay que reinterpretar a la luz de las cosas de este mundo y que, en el fondo, lo que tiene es que vivir la cultura de este mundo, espolvoreándola un poquito, como se espolvorea con azúcar glasé un bizcocho o así, de unos toques más o menos cristianos. Es la disolución, con un tipo de modernismo, del cristianismo y de la fe cristiana. Hay otro que parece contrario al anterior y es mantener perfectamente separados el mundo humano del mundo de Dios, el mundo humano del mundo cristiano, lo natural de lo sobrenatural. Esa separación, a la que estamos muy acostumbrados, y especialmente quizás el catolicismo español, es una de las causas de nuestra esterilidad. Porque si el mundo humano es lo de “dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”; si al César lo que le corresponde son las cosas humanas, a Dios sólo le corresponde el mundo invisible y el mundo invisible termina no siendo nada, termina siendo valores o cosas así… ¡humo!, en definitiva. Cuando la realidad es más bien lo contrario, es decir, que a Dios le pertenece todo porque todo ha sido creado por Él, porque todo nos es dado por Él, esa separación de lo natural y lo sobrenatural hace paralítica a la Iglesia ante las realidades del mundo, cuando esa separación no existía, porque eso se crea en torno a los siglos XV-XVI, o así. Cuando esa separación se crea, se empieza a representar el mundo de lo divino como una copia de este mundo y se pinta incluso a Dios de una manera, como si fueran figuras humanas. El Padre o el Espíritu Santo con la paloma, etc. Esa separación mata el cristianismo. Las dos cosas. Uno es falta de fe. Lo otro parece que no es falta de fe y la protege, pero la protege tan separada de la realidad que es algo que no incide para nada en la vida, que no incide para nada sustantivo en la vida.
Me diréis, “¿y esta perorata a qué viene?”. Viene a una cosa muy sencilla: que el Señor curó a dos ciegos y que nosotros tenemos que pedirLe al Señor “Señor, que veamos”. Hasta las preces que hacemos en la liturgia están influidas por esa mentalidad. Os digo de qué manera. Qué pocas veces pedimos en ellas por nuestra conversión. Qué pocas veces pedimos en ellas para que el Señor nos perdone los pecados a los que estamos aquí, a los que estamos celebrando la Eucaristía aquí o sea donde sea. Pedimos por que cese el hambre en el mundo, por que haya paz en los pueblos, para que reine la justicia, por que el Señor nos dé la salud o nos la devuelva, pero qué pocas veces pedimos ser dignos del Reino de los Cielos, acoger la Gracia de Dios, convertirnos. Eso pone de manifiesto que si el mundo funcionase bien, todos seríamos felices y esto sería el Reino de los Cielos. Eso era una idea marxista del Paraíso… Bueno, es una idea liberal, en el fondo, de la modernidad: que el hombre, con sus fuerzas, es capaz de hacer el paraíso en la tierra. No somos capaces. Esa es la mentira más grande de todas las mentiras del mundo moderno. El paraíso en la tierra no lo hacemos nosotros. ¿Significa eso que hay que despreocuparse de la salud y da lo mismo y descentrarnos en adquirir virtudes o en cosas así? ¡Pues, no! No. Esas cosas tienen su puesto y tienen su puesto en relación con Dios. Lo mismo que el que desaparezcan las injusticias. Lo mismo que el que las personas después de la catástrofe que viene, después de la pandemia en el mundo laboral… claro que hay que afrontar eso. Pero, ¿y si la mejor manera de afrontarlo fuese que quienes nos decimos cristianos fuésemos santos? ¿Y si la mejor manera de ayudar realmente a este mundo, en sus circunstancias concretas de hoy, en su autodestrucción, en su mentira, en su búsqueda cínica y desvergonzada del poder nada más, sólo pudiese ser resistida desde personas para quienes Dios es lo primero en la vida y lo único importante en la vida? Y si nosotros, si fuéramos hombres de fe, lucharíamos mucho más, y contribuiríamos mucho más, sobre todo, a veces sin necesidad si quiera de luchar; contribuiríamos mucho más al bien y la paz de este mundo que preocupándonos como si nuestro único horizonte de preocupación fueran las cosas de este mundo.
Señor, que veamos y que creamos que eres Tú quien nos puede dar la visión, quien nos puede devolver la vista, quien nos puede permitir ver el mundo y a nosotros mismos y nuestra historia y la historia de nuestra sociedad, y la historia de nuestra cultura, desde los ojos de Tu designio de amor por los hombres. ¿Y qué es eso? Es ese designio de amor lo único que cambia el mundo. Pero decía Benedicto XVI, y algunos de sus maestros antes que él, que los monjes habían hecho Europa (los benedictinos), pero que ellos no se habían preocupado de hacer Europa. Los benedictinos tienen una norma en su Regla que dice “que el monje no anteponga nada a Cristo”. Lo dice por tres veces en la Regla de San Benito, a pesar de lo corta que es. No anteponiendo nada a Cristo, el fruto es Europa. Si los monjes se habrían preocupado de hacer Europa, sabe Dios lo que hubiera salido. Preocupémonos de ver y de que el Señor cambie nuestro corazón y estaremos contribuyendo de la manera más eficaz, más plena, más viva, también al bien de este mundo.
¿Creéis que puedo hacerlo? “¡Sí, Señor!”. Que os suceda conforme a vuestra fe. Que así sea para todos nosotros y para toda la Iglesia. Eso es lo que el Santo Padre llama “conversión pastoral”, que es la necesidad primera que tenemos hoy los cristianos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de diciembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral