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Gratitud y gratuidad

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Fecha: 07/10/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 419



Lucas 17, 11-19
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
- «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
Al verlos, les dijo:
- «Id a presentaros a los sacerdotes.»
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo:
- «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
Y le dijo o:
- «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»



Una de las protagonistas de esa película tremenda que es Las Horas le dice, en un momento, a otra de ellas: «¿De qué sirve arrepentirse cuando eso es lo único que uno puede hacer? Y además… Si hubiera alguien a quien pedirle perdón… Pero no lo hay». Cuando no hay a quién pedirle perdón, tampoco hay nadie a quien darle las gracias. Y nadie a quien amar y darle la vida, porque tampoco hay nadie por quien uno sea verdaderamente amado.

¡Una sociedad en la que nadie deba nada a nadie! ¡En la que no sea necesario dar gracias, porque todo el mundo recibe lo que le es debido, la totalidad de sus derechos! Tal vez, incluso, en la que nadie conozca a nadie, como en los aeropuertos… Una sociedad en la que lo único sagrado son los intereses de cada uno, y en la que no hay sitio para la gratuidad ni para la gratitud. Es una utopía de carnaval, lo comprendo. Pero también es una descripción expresionista, grotesca, de ciertos ideales o tendencias de la sociedad en que vivimos, y de ciertas formas de vida y de relación, que son cada vez más frecuentes, que cada vez ocupan más tiempo y más espacio de nuestra experiencia de la vida. Sobre esos falsos ideales se construye la soledad sin límites del hombre contemporáneo, que es su miseria más grande. Nadie que cure nuestras heridas. Nadie a quien pedirle perdón. Nadie a quien darle las gracias. Vale.

Una sociedad así sería, es de hecho, en la medida en que existe, la antesala del infierno. Porque, al contrario de lo que escribió Sartre, el infierno no son los otros, sino que el infierno es la soledad: la soledad absoluta, la incapacidad de amar nada.

La vida, sin embargo, en su experiencia más elemental, no es así. Pues, por una parte, si esa especie de paraíso al revés pudiera identificarse con la condición humana, ¿por qué esta sed de una amistad verdadera, y por qué lloramos cuando no somos amados? Y los sucedáneos, sean del tipo que sean, no bastan. Pueden distraer, puede uno engañarse, pueden sacarnos de la realidad por un tiempo. Pero la realidad sigue ahí, y esa distracción es inconfundiblemente distinta de la alegría.

Y, por otra parte, si cualquiera de nosotros estamos vivos, es porque alguien, alguna vez, y durante mucho tiempo, nos ha dado gratuitamente su tiempo, su sangre, su preocupación, su vida. Aunque hubiéramos sido concebidos en un momento de borrachera, alguna vez alguien nos ha mirado con ternura, nos ha sonreído y limpiado y cuidado gratuitamente, reconociendo el infinito misterio de que éramos (y somos) portadores. Por mucho que nos digan que nadie da nada gratis, y que la Historia la mueven los intereses, es mentira. El mundo, la vida, no es más que un inmenso derroche de gratuidad. De la infinita gratuidad de Dios. Y la Historia la mueve la gratuidad, y si se quiere, esa forma suprema de la gratuidad que se llama misericordia. Basta con abrir los ojos. Y por eso, el acto humano por excelencia, la cumbre de la razón, es la acción de gracias. Cristo está en medio de nosotros para sacarnos del infierno: para curar nuestras heridas y hacer posible la acción de gracias. Para que podamos vivir en la alegría.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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