Homilía en la Misa del sábado de la III semana de Adviento, el 19 de diciembre de 2020.
Fecha: 19/12/2020
Mis queridos hermanos:
Estamos preparándonos para celebrar el Nacimiento de Jesús. Un hecho único en la historia humana, como será única Su Resurrección, Su triunfo sobre la muerte y, como será único, Su triunfo sobre el pecado en la cruz.
Estamos preparándonos a la Venida, a la gracia inmensa de la Venida de la vida que da sentido –“sentido” es la palabra mejor que se me ocurre– a toda vida humana. Y hacemos esto en el contexto en el que se aprueba en España una ley que bendice la muerte. Una ley criminal, inicua, que permite a los médicos matar, contra todo el sentido profundo de su profesión, de aquello para lo que se han preparado.
Nuestra primera reacción ante ello, el primer movimiento de nuestro espíritu, aparte de una indignación profunda, de un dolor tremendo por las muertes que se van a infligir y que se van a suceder de esta ley, es el orar a Dios por nosotros, por nuestro pueblo, por nuestra conversión. No se puede esperar que un pueblo pagano haga surgir unos gobernantes que hagan leyes cristianas. Es una ingenuidad profunda y hemos dejado paganizarse a nuestra sociedad, y no la ha paganizado ningún agente exterior. Nos hemos dejado paganizar nosotros. Cuando se da culto al dinero, cuando se da culto al poder, es inevitable que la vida humana pierda valor. No es un fenómeno reciente. La Segunda Guerra Mundial terminó con un par de bombas que dejaron morir a cientos de miles de personas y dejaron heridos para toda la vida a otros cientos de miles, aparte de destruir el alma de un pueblo entero, de uno de los pueblos, en cierto sentido, más nobles que han existido en la Historia –en cierto sentido. Lo que quiero decir es que no tenemos que escandalizarnos, rasgarnos las vestiduras y pensar que ya con eso hemos hecho todo lo que teníamos que hacer o quejarnos de nuestros gobernantes.
No se le puede pedir a una sociedad que no es cristiana que produzca unas leyes cristianas. ¿Qué significa eso? Significa que, ante todo, la verdadera tarea –ya nos lo dijo san Juan Pablo II hace casi 50 años– es la nueva evangelización. Es, sencillamente, volver a anunciar la verdadera belleza y el gozo del Evangelio, de tal manera que nazca “un pueblo bien dispuesto”. Es lo que le dice el Ángel Gabriel a Zacarías: “Tu hijo va a ir delante del Señor a preparar un pueblo bien dispuesto”. También os doy un consejo: no recurráis, para defender o para criticar la ley, al lenguaje de “los derechos”, en plural. Ese lenguaje es posterior a la Ilustración y es un lenguaje perdedor. Necesariamente perdedor. De hecho, quienes defienden la ley, y quienes defienden otras cosas que han preparado el camino a la ley, siempre han pensado que lo que estaban haciendo era “ampliar derechos”. Por lo tanto, ese lenguaje no es cristiano. La palabra “derechos” en plural no existe en ninguna lengua del mundo y sólo empieza a existir en las lenguas occidentales antes de la Ilustración, antes del siglo XVIII. No es un lenguaje cristiano, porque no sirve de nada hablar de derechos si no hay una conciencia de cuáles son los fines de la vida humana. Y decir que el primer derecho es la vida, no deja de ser una gran mentira, porque nadie hemos recibido la vida porque tuviéramos derecho a ella; la hemos recibido como un regalo, no como un derecho, y podemos vivirla bien si sabemos para qué sirve la vida.
La Iglesia habla de los fines de la vida, del significado de la vida, que es lo que nos revela la Navidad. Y a la luz de esos fines, surge la conciencia de los deberes que tiene uno para con la vida. Pero el lenguaje de los derechos –repito-, ese lenguaje es como jugar a un juego en un tablero que no es el tuyo. Jugar al ajedrez en el tablero de alguien que no sabe jugar a la ajedrez y tú no sabes jugar al ajedrez. En ese lenguaje somos perdedores siempre. Nosotros decimos que el primero es la vida y otros dicen que el primero es la libertad. ¿Quién zanja esa cuestión? Luego, si el primer derecho fuera la libertad, no sólo la eutanasia, el terrorismo, el asesinato, el hacer una guerra por motivos económicos, el eliminar a una población… San Juan Pablo II, que habló mucho del tema de los derechos, y explicó en qué sentido se puede usar, que no tiene nada que ver con el sentido con que lo usan no sólo los políticos nuestros sino en general las administraciones públicas de los Estados modernos, dijo, en su primera Carta Encíclica algo mucho más importante: “El estupor, el profundo estupor ante la vida humana, se llama Evangelio, se llama también cristianismo”. El amor a toda vida humana y especialmente a la más débil. El poner la vida humana por encima de los intereses económicos, políticos o de otros tipo, que entra en juego muchísimo en la ley de la eutanasia, mucho más de lo que nos creemos, mucho más de lo que pensamos habitualmente, como en todos los conflictos del mundo contemporáneo. Incluso las grandes guerras, como las del Medio Oriente, tienen mucho más que ver con intereses económicos que con la defensa de un grupo de oposición a ‘nosequé’ gobierno y cosas de ese tipo. Todo eso son discursos vacíos, para la propaganda. En el fondo, la verdad grande es la de san Juan Pablo II. El profundo estupor, o sea, el aprecio, el afecto a la vida humana. El afecto a las personas, y especialmente a las más débiles, es un producto cristiano.
Vuelvo a lo de antes. No se le puede pedir a un pueblo que ha dejado de ser cristiano, culturalmente hablando… (no quiero decir que no haya cientos de miles de personas que vivan la fe con mucha más sencillez y mucha más humildad que la vivo yo, personas que viven en su familia, que sólo Dios sabe de sus corazones y de sus vidas, pero, culturalmente, nuestro pueblo ha dejado de ser cristiano); no se puede pedir a un pueblo que no es cristiano que produzca leyes que son exquisitamente cristianas. Eso pasaba ya con el divorcio y la ley del divorcio. El matrimonio que conocemos, tal como lo hemos conocido en la Tradición cristiana, no es un fenómeno natural. ¿Qué el matrimonio existe desde el comienzo de la Creación? Por supuesto. Pero que la forma del matrimonio que hemos conocido, indisoluble, para siempre, monógamo, eso brota de lo más profundo de la Redención de Cristo. Y pensar que eso es algo universal que todo el mundo conoce y que todo el mundo piensa, es una ingenuidad muy grande, muy grande, y por lo tanto, un motivo de burla para los que quieren burlarse de la fe; cuando no, una hipocresía, que con que nos quejemos hemos cumplido y, por lo tanto, de nuevo, terreno perdedor.
Lo primero que tenemos que hacer los cristianos es que sabemos que no cedemos a eso; que en nuestra vida tenemos otra concepción del hombre, otra concepción de la vida, otra concepción de la muerte y otra concepción del matrimonio. Y eso vale tanto para el principio de la vida como para el final de la vida. Una concepción de la gracia infinita que es un ser humano; del don de Dios infinito que es un ser humano. Ese es nuestro vocabulario. Del don infinito que soy yo para mí mismo, que no soy el dueño de mi vida, porque –repito-, en cuanto uno empieza a pensar que es el dueño de su vida y que su libertad le hace dueño de su vida, no hay límite. Si me hace dueño de mi vida también soy dueño de los demás, en cuanto me estorben lo suficiente. Si me estorban de una manera muy fuerte, estoy legitimado. Si estoy legitimado para destruir mi vida, que es lo más precioso que tengo, ¿cómo no voy a estar legitimado para destruir la vida de alguien que me molesta, que me estorba, que me hace daño o que quiere quitarme mis bienes?, por ejemplo.
La nueva evangelización es empezar de nuevo y se empiezan las casas por el principio, no por el tejado. Y llevamos muchos años, el pueblo, los cristianos y los pastores incluso, queriendo construir una casa por el tejado cuando casi no hay muros y casi no hay cimientos.
Mis queridos hermanos, una de las cosas que nos ponen de manifiesto las Lecturas de hoy es, sencillamente, que Dios escoge a los pequeños. No penséis: nosotros, tan pobres, los que estamos aquí, y muchos mayores. ¿Qué podemos nosotros hacer? Dios ha elegido siempre. Eligió a Jacob en lugar de Esaú, eligió a David, que era el más pequeño, y San Pablo decía “no hay entre vosotros muchos doctores, pero no temáis”. Una beata preciosa, la beata Victoria Díez, de la Institución Teresiana, que murió en la persecución religiosa y que se hizo maestra, jovencísima, solía decir (y luego es una frase que se ha repetido muchas veces): “Cristo y yo, mayoría absoluta”. Es decir, si yo amo la vida, podré dar testimonio de lo bella que es la vida. Si amo la vida como un don de Dios, sabré acariciar al enfermo que sufre, sabré repartir ternura a las puertas de la muerte. Y eso tiene una belleza que atraerá a otros. Y así se construye un pueblo cristiano y tal vez un pueblo cristiano será capaz, a pesar de todas nuestras debilidades, de generar leyes cristianas. Pero lo otro es querer construir la casa por el tejado y esos tejados se caen siempre.
Que el Señor nos prepare bien a celebrar la Navidad, que es el Nacimiento que da sentido a toda vida, que da sentido a toda actividad, que da sentido también a nuestro mal, porque el abrazo de Dios es capaz de acoger nuestras debilidades y nuestros males.
Que el Señor reciba nuestra ofrenda, la ofrenda de nuestra pobre vida, con su generosidad infinita, y que nos dé la fortaleza y la sabiduría para resistir en nosotros mismos, sin juzgar a un hermano nuestro que, roto de dolor, pide que se le ayude a morir. No le voy a juzgar. Aunque sé que el suicidio es un mal y pedirle a otro que cometa un asesinato conmigo, evidentemente también es un mal, pero, ¿cómo me defiendo de eso? En primer lugar, siendo testigo del bien. Del bien que es el amor, del bien que es la ternura, del bien que es la acogida, del bien que es la misericordia, del bien que es la paciencia, del bien que es la vejez. Esa es la revolución cristiana y es una revolución pendiente, mis queridos hermanos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de diciembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral