Imprimir Documento PDF
 

“El amor infinito de Dios, nuestra única, verdadera, esperanza”

Homilía en la Misa del lunes de la II semana el Tiempo Ordinario, el 18 de enero de 2021.

Fecha: 18/01/2021

Las dos Lecturas de hoy tienen mucho jugo, como suele suceder casi todos los días. Yo he dicho que una de las designaciones que Jesús hizo de Sí mismo, de las que podemos tener mayor certeza, porque a nadie se le habrían ocurrido, es la de Esposo: el Esposo de Israel en el Antiguo Testamento. Y es una de las formas más explícitas, siempre indirectas. Porque si Jesús hubiera dicho “Yo soy Dios”, lo hubieran dilapidado a pedradas inmediatamente, y no hubiera podido decir nada más. Pero es una de las formas más explícitas en las que Jesús se presenta a Sí mismo. Como en el lenguaje de San Pablo: “Aquel en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad”. Como el Dios del Antiguo Testamento, como el Dios que había dado la Ley a Moisés y que le permitía también decir: “Habéis oído que se dijo –que Dios dijo a los antiguos–, pero yo os digo…”, corrigiendo la formulación de la misma Ley de Dios, o el perdonando los pecados. ¿Quién puede perdonar los pecados mas que Dios?

 

Que Jesús se presente como Esposo. La figura de los amigos del Esposo son los acompañantes del novio en la celebración de la boda en Palestina. Y entonces, Jesús dice: “Si estamos celebrando la boda, ¿cómo van a ayunar mis discípulos?”. Ya les quitarán al novio, ya les quitarán al Esposo, y entonces ayunarán. Como todas las palabras del Evangelio, lo que Jesús dice ilumina su relación con nosotros y, por lo tanto, nos da la posibilidad de una relación verdadera con Él. ¿Qué es lo que espera una mujer de su esposo? Que la haga feliz; que la quiera lo suficiente y lo suficientemente bien como para poder apoyarse en él y caminar juntos el camino de la vida hasta la vejez y hasta la muerte. Jesús es el verdadero Esposo, el único Esposo en plenitud. El matrimonio creado por Dios desde el comienzo es simplemente una imagen para poner de manifiesto quién es Dios para nosotros y quiénes somos nosotros para Dios.

 

En cuanto a la Carta a los Hebreos, dice hoy una cosa preciosa, aunque tiene un problema de traducción: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, -y dice la traducción española- siendo escuchado por su piedad filial”. Si esas súplicas al que podía librarlo de la muerte se refieren a las de Getsemaní o a unas oraciones parecidas a las de Getsemaní, Jesús no fue escuchado. La verdad es que el texto griego de la Carta a los Hebreos, que es el más elegante del Nuevo Testamento, tiene aquí en esta frase justo un problema, y un problema que hace que sea un texto griego contaminado de arameo, probablemente porque era un canto que cantaba la Iglesia primitiva y que era más arameo que griego. Entonces, la frase esa de que fue escuchado por su “piedad filial”, la palabra griega que usa aquí es “reverencia”, y la traducción española lo entiende como que fue escuchado; pero es que no fue escuchado, porque pasó por la muerte. ¿Cuál sería una traducción fiel al texto original que daría cuenta también de ese colorido arameo que tiene esa frase singular? Cristo, en su vida mortal, elevó, en Getsemaní, oraciones y súplicas al que podía librarlo de la muerte, pero, aunque era digno de ser escuchado por su dignidad de Hijo, aprendió, siendo Hijo, a obedecer; aprendió, sufriendo, a obedecer. No cambia nada el sentido. Es decir, el Señor, Dios, purificó a Su Hijo y lo llevó a plenitud y le ha hecho sacerdote para siempre.

 

Os decía que en la Misa de hoy Le presentamos al Señor la vida y el alma de María Eugenia, pero presentamos al Señor también todas las vidas que el Señor ha llamado de cerca de nosotros, y de no tan cerca. Como en todas las Eucaristías, pedimos siempre por todos los difuntos, incluso por aquellos que no han conocido al Señor. Pero es que ese don que Jesucristo hace –a diferencia de los sacerdotes antiguos que ofrecían terneros, y cabras, y palomas, y animales diversos como para aplacar a Dios-, Cristo se ofrece a Sí mismo. Se hace a la vez sacerdote, víctima, altar. Se entrega a Sí mismo por nuestra vida. Y siendo Hijo, como era siendo Dios mismo el que se entrega, entonces es un sacerdote para siempre.

 

Nosotros no repetimos los sacrificios como hacían los sacerdotes del Antiguo Testamento en el templo. Nosotros renovamos el sacrificio eterno de Cristo para nuestro bien. Es Cristo quien se ofrece en nuestro altar. Se ofrece por nosotros. Se ofrece por todos. Y digo el pensamiento al que yo quería venir al final: la unión que Cristo ha establecido, mediante la Encarnación, la Pasión y la muerte con cada uno de nosotros y con todos los hombres, no la rompe la muerte. El Cuerpo de Cristo no lo rompe la muerte. La Comunión de los Santos no la destruye la muerte. Cuando mencionamos en cada plegaria eucarística, en todas las Eucaristías, a los santos y mencionamos a los difuntos, no es por obtener una consolación nosotros; es porque sabemos que estamos unidos como miembros del Cuerpo de Cristo, más allá de la muerte. Estamos unidos a los santos que participan ya del triunfo de Cristo y estamos unidos a todos los que no son santos y que han muerto en la misericordia del Señor. Seguimos unidos a nuestros parientes, incluso a aquellos que no nos han querido demasiado bien o que no nos han querido bien. Seguimos unidos a todos porque el Hijo de Dios vino a reunir a los hijos de Dios dispersos, y Su entrega, la entrega de Su vida por la salvación del mundo, no es un fracaso, no ha sido ineficaz, aunque nosotros sigamos siendo tan pobres como éramos antes de Cristo, desde Adán, desde el comienzo del mundo. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones y la situación objetiva nosotros sabemos que no es la misma, porque el amor de Dios no tiene marcha atrás. Porque el amor de Dios es fiel. Porque el amor de Dios es incondicional y eterno.

 

¿Qué es lo que hace Jesús en el Cielo? Ofrecerse constantemente por nosotros. Señor, si mil vidas tuviera, si un millón de vidas tuviera, un millón de veces me encarnaría y un millón de veces mostraría a los hombres, en un lenguaje humano, en un cuerpo humano, en un corazón humano, mi amor infinito por ellos. A ese amor infinito confiamos a María Eugenia, confiamos a todos los difuntos y nos confiamos a nosotros mismos. Porque ese amor infinito es nuestra única, verdadera, esperanza.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

18 de enero de 2021

Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

 

Escuchar homilía

 

arriba ⇑