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¿Un haber y un debe…, como en los bancos?

XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Fecha: 21/10/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 421



Lucas 18, 9-14
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
- «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
"¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo."
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo:
¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. "
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»



¡Cómo nos sorprende esta palabra de Jesús! Una vez más, Señor, haces añicos nuestros esquemas mundanos –de precedencias, de órdenes, de status–, con la espada de tu palabra. Más todavía, porque hemos hecho un mundo profundamente hipócrita, donde a los hombres se les mide sólo por su capacidad de generar beneficios. Por los actos externos, por los records que uno ha batido. La moralidad secular sólo conoce una virtud: la del hombre que sacrifica su vida, su familia, su tiempo y su alegría para dar la talla ante las exigencias de productividad de la empresa. Las intenciones, bueno… Eso es una cosa privada. [Que, por cierto, eso de lo privado es un concepto importado en la Iglesia de las sociedades liberales, seculares, sin ninguna carta de ciudadanía en la tradición cristiana, y que introduce consigo en la vida de la Iglesia un montón de supuestos acerca del hombre que, si se analizan hasta el fondo, son, descaradamente, incompatibles con el Credo católico.]

Gracias a Dios, sabemos que el Señor mide los corazones más que las obras. Que quiere la libertad y la caridad –libera charitas, la libre caridad, que decía san Agustín–, más que la eficacia. Una obra que sale bien, exitosa, perfecta en su ejecución, puede ser una obra que Dios vomita. Sabemos que el buen ladrón –por mirar a Cristo y reconocerlo cuando lo tuvo delante– alcanzó la promesa más bella y grande que Jesús hizo a nadie (y él mismo reconocía que tenía motivos para estar en la cruz), promesa que no recibieron los muchos hombres cumplidores, justos y amantes de la ley que sin duda había en el Sanedrín. «Al que poco se le perdona, poco ama», le dijo Jesús a Simón el fariseo. Y es que, qué le vamos a hacer, ¡Dios es Dios! Y el Señor prefería cien mil veces el amor agradecido y las lágrimas de la pecadora perdonada, o los saltos de gozo del pequeño Zaqueo, o la oración del publicano, que la justicia del hermano mayor del hijo pródigo, o la del fariseo de la parábola de este domingo.

No se trata de hacer apología del pecado. Lo que sucede es que esa justicia siempre es mentira. Pensar que uno puede presentarse ante Dios pasando recibo, sin deberle nada, y que las relaciones con Dios pueden incluir un haber y un debe, como con los bancos, y que Dios tuviera alguna vez que debernos algo, es la mentira de las mentiras, es poner de manifiesto que uno no conoce a Dios. Que no se tiene relación con Él, sino sólo consigo mismo. Y que cuando uno dice Dios, no sabe lo que está diciendo. Y que muchas veces tenemos obras de publicanos, y alma de fariseos.

Llegados aquí, tengo que hacer una confidencia. Yo, por ejemplo, he tenido que hacer siempre la oración del publicano. Pero nunca la he hecho con alegría. Siempre –y mira que he leído veces el evangelio–, con una secreta envidia del fariseo, con el deseo de poder llegar un día ante el Señor diciendo algo parecido a lo que Él decía. ¡Si seré necio! Creo que nunca me he confesado de este pecado.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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