Homilía de D. Javier, arzobispo de Granada, en la Misa del sábado de la III semana del Tiempo Ordinario, el 30 de enero de 2021.
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Las dos Lecturas de hoy giran en torno a la fe. En la Primera Lectura, el autor de la Carta, después de haber expuesto cómo el sacerdocio de Cristo es superior al de la Antigua Alianza, y es un sacerdocio eterno por el cual, en virtud del único sacrificio de la cruz, de su propia inmolación como víctima, es fuente de salvación para cuantos creen en Él, se dirige directamente a los lectores de su Carta, alentándoles a la fe con el ejemplo de fe de los antiguos, empezando por el ejemplo de Abraham.
Y el Evangelio claramente dice “¿por qué tenéis miedo?, ¿aún no tenéis fe?”. Yo quisiera subrayar que en nuestra cultura la fe se concibe muy fácilmente como una colección de creencias, y creencias que se contraponen constantemente a lo que parece, o se nos ofrece siempre como el único terreno sólido que es el de la ciencia. El conocimiento humano de la Creación tiene su solidez, pero esa solidez también tiene sus límites. En cuanto a la fe, no son creencias que cada uno pudiera adherirse a ellas y como colgarse a ellas, diciendo “yo ya tengo fe”.
La fe es la pertenencia a una historia. Una historia que empieza con la Creación o, si queréis, con Abraham, porque en la Creación hay indicios constantes, permanentes en todo, que nos orientan hacia el Misterio. No digo hacia Jesucristo… Quien conoce ya a Jesucristo lee ya en esos indicios un signo de Jesucristo, pero quien no lo conoce no los puede leer. Pero todo en la Creación, todo, desde una hoja de árbol, por poner un ejemplo, hasta el animalito más pequeño, hasta la inmensidad de nuestro corazón, nos orienta hacia un Misterio. Misterio que se ha desvelado sin dejar de ser Misterio; desvelado sin eliminar de nosotros ni la razón ni la libertad, pero se ha desvelado en Jesucristo. Jesucristo es la Luz del mundo que brilla y que orienta; que orienta nuestras vidas en medio de las tormentas de este mundo.
Yo sé que es muy fácil aplicar el Evangelio e ir diciendo “Señor, estamos viviendo una tormenta, pues que pase la tormenta”. Y los signos del Evangelio pasa lo mismo: Señor, Tú curaste al ciego de nacimiento, cúrame a mí. Y esa oración, que es legítima, no puede ser nuestra última oración. Nuestra última oración tiene que ser siempre la de Getsemaní: “Señor, si es posible, que pase este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la Tuya”, porque, paradójicamente, en el cáliz de la tribulación, del sufrimiento, de la prueba, el conocimiento de Dios crece, la experiencia de Dios crece. Y uno conoce más al Señor. Y uno aprende a no confiar simplemente en la seguridad que nos dan las cosas de este mundo y a no utilizar a Dios, para garantizarnos esa seguridad, porque, en ese mismo momento, estamos dejando de reconocer a Dios. Queremos nosotros ser dioses. Dioses de nuestra vida, dueños de la Creación, dueños de la Tierra, dueños de la Historia y no lo somos. Y a veces, son las pruebas, casi siempre son las pruebas, son las dificultades por las que pasa nuestra fe las que nos provocan a la fe más verdadera. Pero eso no es una operación mental, eso es lo que yo quiero subrayar. No es una operación mental que nosotros hacemos con nosotros mismos para convencernos. Seguiríamos en la visión que tiene nuestra sociedad de lo que es creer, de lo que es la fe.
La fe es adherirse a Jesús que va en la barca, aunque parezca que está dormido. La fe es adherirse al Cuerpo de Jesús y al pueblo de Jesús, y en esa adherencia, incluso en los momentos de prueba, uno ve crecer la propia vida. Y ese crecimiento de la propia vida, de la propia humanidad, es la verdadera prueba de la fe. En el siglo II había un cristiano al que le preguntaban los paganos “dinos cómo es tu Dios y quién es el Dios en que crees tú”, y él decía “mostradme vosotros qué tipo de hombre sois vosotros y yo os mostraré, por el tipo de hombres que somos, quién es nuestro Dios”. Es decir, es la pertenencia, los frutos que produce la fe en la vida, la que habla con más elocuencia que ninguna otra cosa de quién es nuestro Dios, de un Dios que es Amor, que no sólo tiene sentimientos de amor, sino que es Amor, y del cual participa todo amor verdadero que pueda darse en nuestra vida y que nos enseña que el secreto de esta vida es justamente ese Amor.
En estos días, yo sé que se incita mucho a una cosa que se llama la “resiliencia”, que es a ser duros, a resistir cueste lo que cueste, a una especie de fortaleza a veces sin humanidad, como si fuéramos de acero. Es verdad que la fortaleza hace falta, pero la fortaleza tiene también su origen en la certeza del suelo que uno pisa que, repito, es el Señor que va en nuestra barca. Esa es nuestra roca, es nuestra firmeza. Y apoyados en ese suelo, también el reconocimiento, tan importante o más que la resiliencia o que la fortaleza, es el reconocimiento de nuestra debilidad. Mi fe me permite darme cuenta de que soy frágil, de que soy débil. Reconocerlo sin pasar vergüenza por ello, y buscar ayuda, y pedir ayuda. Y en esa petición de ayuda estamos más cerca de Dios y más cerca de la Verdad de lo que somos que si pretendemos, sencillamente, a toda costa, situarnos por encima de las dificultades, por encima del mundo, por encima de la historia.
Alguien a quien yo aprecio mucho como pensador tiene un artículo escrito hace 20 o 30 años que decía “la salud está en la pertenencia”, es decir, no hay nada más insalubre que no pertenecer. No hay nada más desgraciado que la soledad. No hay nada más contrario y más afín al Enemigo de la naturaleza humana, más afín a Satán, que el cocernos nosotros mismos en nuestra soledad. Y es paradójico, porque en la soledad nosotros queremos a veces sentirnos seguros, porque las cosas no protestan a diferencia de las personas, o no se quejan, o no son difíciles, y queremos un mundo seguro alrededor nuestro, y al final ahí nos perdemos, y perdiéndonos… Lo dijo el Señor en el Evangelio: el que quiera proteger su vida, la perderá, y el que, de alguna manera, dé su vida y la derroche, la encontrará. Esa es la misma paradoja de la fe. Nos fiamos del Señor y eso produce frutos de humanidad bellos, buenos. Produce alegría, produce sencillez, verdad. Queremos asegurarnos en nosotros mismos y el resultado es una soledad muy triste.
Que el Señor nos conceda crecer en la fe, como el centurión. Decimos: “Señor, creemos, pero aumenta nuestra fe y especialmente en este tiempo. Y aumenta nuestra capacidad de salir de nosotros mismos para ir en busca del otro, de los otros, de quienes nos pueden tender la mano y ayudarnos, porque nos necesitamos”. Y necesitamos sobre todo Tu Presencia. Pero Tu Presencia está en las personas que Tú pones a nuestro lado.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
30 de enero de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)