XXXI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Fecha: 28/10/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 422
Lucas 19, 1-10
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad.
Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí.
Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo:
«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.»
Él bajó en seguida y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo:
«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.»
Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor:
«Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.»
Jesús le contestó:
- «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán.
Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»
Entrar en la casa de un publicano, en el entorno de Jesús, era un escándalo, más incluso que entrar en la casa de un pagano. Ningún judío de bien lo hacía. Lo que llamamos publicanos en el evangelio es una figura social que hoy no existe. Pues no eran propiamente los recaudadores de impuestos de las sociedades modernas, que son funcionarios, sino una especie de empresarios especializados, que tenían arrendado por el imperio los impuestos indirectos, los que grababan las mercancías. Zaqueo era un hombre rico, sin duda, porque era el jefe de los publicanos de Jericó, y éstos cobraban los impuestos indirectos de una ciudad rica e importante. Él pagaba al imperio una vez al año la cantidad estipulada, y luego, durante el año, a las puertas de la ciudad, cargaba las tasas a las mercancías que entraban o salían de ella, de forma que pudiera recuperar lo pagado y hacer sus beneficios. Por eso tenían fama de ladrones, de cargar las tasas más de lo justo. Y, al igual que los pastores, y los jugadores de dados, y algunos otros oficios, en los que era prácticamente imposible devolver a sus dueños lo que se les hubiese robado, quien se hacía publicano era considerado, en realidad, un renegado, un apóstata. Nunca podría recibir el perdón de Dios, nunca podría reincorporarse a la comunidad judía.
«Zaqueo, baja, porque hoy quiero hospedarme en tu casa». Zaqueo era pequeño, y por eso se había subido a una higuera para ver a Jesús, de quien había oído hablar. Pero eso, eso sí que no se lo esperaba. Y sin embargo, como escribía un autor cristiano del siglo IV, «todo el motivo por el que el Hijo de Dios había descendido de aquella altura a la que el hombre no alcanza, es para que llegasen hasta Él pequeños publicanos como Zaqueo; y toda la razón por la que esa Naturaleza que no puede ser aprehendida se había revestido de un cuerpo, es para que pudiesen besar sus pies todos los labios, como hizo la pecadora». ¡Todo el motivo de la creación y de la redención, de la existencia del cosmos y de la cruz de Cristo, toda la razón de ser del mundo y de la libertad y de la Historia –también de tu historia y de mi historia, de tu ser y de mi ser– es para darse Dios a nosotros, y que nosotros podamos acogerle en nuestra casa, y ser acogidos por Él cuando nosotros le acogemos!
Porque ésa es la paradoja. «Quiero hospedarme en tu casa».
¿Cómo podría, Señor, dejar de alabarte? ¿Cómo podría dejar de darte gracias? Sin haberlo pedido, sin merecerlo, me has llamado a la vida, me has dado el ser. Sin buscarlo, en la Iglesia, me has hecho hijo tuyo, para comunicarte y darte a mí, y hacerme partícipe de tu vida, de tu mesa, y de la herencia de tu reino. Y luego, cuando me extravié, cuando me fui de casa, me has esperado siempre, con los brazos abiertos, con la música lista y el ternero cebado. «Deberías alegrarte, porque este hijo mío estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y lo hemos encontrado».
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada