XXXII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C
Fecha: 04/11/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 423
Lucas 20, 27-38
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:
- «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.»
Jesús les contestó:
- «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección.
Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»
El ser humano está hecho a imagen de Dios. Puede amar. Quiero decir, puede amar como Dios ama. No sólo puede, sino que ésa es su vocación. La vida es para darla. Y la creación misma está llena de indicaciones que nos invitan delicadamente a ello. Hannah Arendt, en La condición humana, expresaba su horror por una concepción naturalista y secularizada del hombre, según la cual El Paraíso perdido, de Milton, habría salido de su autor como la seda sale del gusano.
Lo que vale para la poesía vale para el amor, y para todo lo genuinamente humano. El amor es natural y a la vez no es natural, es natural y a la vez siempre sucede sólo como un milagro, como fruto de una gracia. El mayor engaño de Hollywood, cuando las películas terminaban bien, ha sido el hacer creer a millones de personas que el atractivo entre un hombre y una mujer era amor, y que bastaba para sostener el amor. Es decir, hacerles olvidarse de que el amor es un milagro. Y como pasa en todos los milagros, también el del amor tiene todo que ver con Dios. Dios, tal como Cristo nos lo ha revelado, es Amor, y todo amor verdadero es una participación en el ser de Dios. La paradoja es que quien da la vida se arriesga a perderla, y por eso hacen falta la luz y la gracia de Dios para darse cuenta que ese perderla no es perderla, sino ganarla. Y hace falta la gracia de Dios para tener las energías para darla. Al final, y puesto que sólo quien ama sabe qué significa ser feliz, hace falta Dios para ser feliz.
La pregunta de los saduceos es cínica con respecto a la resurrección, y cínica con respecto al amor. Porque las dos cosas van parejas. Si la resurrección es el destino de la vida, la vida vale la pena. Amar vale la pena. Reconciliarse, volver a intentarlo vale siempre la pena. Pero si el destino de la vida es sólo la vida, entonces la vida no vale nada. Y tampoco el sacrificio del amor vale nada. Y al final todo es un asco. Jürgen Habermas, que no es creyente, al recibir el Premio de la Paz de los editores alemanes en octubre del año 2001, escribía: «La pérdida de la esperanza en la resurrección ha dejado un vacío palpable». Y Hannah Arendt, también en La condición humana: «El hombre moderno no ganó este mundo cuando perdió el otro, ni tampoco, estrictamente hablando, ganó la vida. Se vio tirado a ella, arrojado a la interioridad cerrada de la introspección, donde lo más que podía experimentar eran los procesos vacíos de los cálculos de la mente, su juego consigo misma». Terrible.
La respuesta de Jesús es toda belleza. Porque hay resurrección, también el amor permanece para siempre. También el de marido y mujer. Y el de los padres, y el de los hijos, y el de los hermanos, y el de los amigos. Todos. Lo que no hay en el cielo es pasión, dominio posesivo. Lo que no hay en el cielo es que amar a una persona signifique amar menos a otros. Lo que no hay en el cielo es lo que recorta el amor. En el cielo, sabremos amar como Dios nos ama.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada