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“Somos sacramento de la ofrenda y del amor de Cristo en un mundo herido”

Homilía en la Misa en la Jornada de la Vida Consagrada, el 2 de febrero de 2021.

Fecha: 02/02/2021

Mis muy queridos hermanos y hermanas:

 

Todos los años, cuando celebramos este día, suelo expresar primero que es un día muy deseado para mí, porque es un día en el que nos reunimos la Iglesia de Dios de una manera que, por las circunstancias de los trabajos, los carismas, las dedicaciones, las mil razones que nos hacen estar en la vida cada uno donde tenemos que estar, no hacen fácil que estemos todos juntos celebrando la Eucaristía. Y, sin embargo, y lo digo con una conciencia cada vez más grande: sin vosotros, en las cien formas o docenas de formas que tiene vuestra consagración en la vida de la Iglesia, la Iglesia de Jesucristo no sería la Iglesia. Sería una organización humana, sería otra cosa, pero no sería la Iglesia. Vuestra vida consagrada en todas sus formas hace presente que Cristo está vivo y tan vivo que es alguien a quien le puede uno dar lo más precioso que uno tiene, que es la propia vida. La propia vida con lo que la vida lleva consigo, con sus cualidades, con el tiempo con el que el Señor nos da para vivir, con sus capacidades de trabajo y de tarea. Pero en la vida no se da nunca algo, no hay nada, que valga el regalo de la propia vida.

 

Yo creo que todos vosotros sabéis bien -y el Magisterio de la Iglesia nos lo ha recordado frecuentemente en las últimas décadas- la dimensión esponsal que tiene el Bautismo y cómo esa dimensión esponsal se hace plena, anticipando la vida del Cielo de algún modo, incluso en este mundo de pecado y de muerte, pero anticipando la vida del Cielo ya aquí. Creo que era Santa Clara que decía: “Todo el camino hasta el Cielo es Cielo”. Y vosotros hacéis presente esa realidad que anticipa el Cielo, que anticipa la plenitud de vida que Jesucristo nos da de una manera plena a través, primero de los compromisos y de los votos, y después en las mil formas que la vida consagrada tiene en la Iglesia de Dios.

 

Este año, como todas las cosas que hacemos, nuestra celebración está marcada por las dificultades propias de este tiempo de pandemia y de la fatiga que este tiempo trae consigo, y en las ausencias. Yo querría que, en la Eucaristía de hoy, tuviéramos particularmente presentes a todos los que el Señor ha llamado en este tiempo. En algunas comunidades, raro será el que, de los que estamos aquí, no tengamos a alguien conocido, cercano, compañero u hermano de comunidad que ha sido llamado por el Señor con este motivo. Sabéis perfectamente que han sido, no diezmadas, sino masacradas, por la pandemia. Y que, a lo mejor, ni siquiera pueden estar aquí. Y sin embargo, están. Pero, su ausencia, y el hecho de que no sea una celebración tan numerosa como ha podido ser otros años, no hace que sea ni menos verdadera ni menos intensa. Quizás eso es algo que también nos está enseñando el Señor en este tiempo. Las relaciones que físicamente se dificultan. Nos es difícil darnos la mano. Nos cuesta. La damos con temor cuando la damos. Estamos todos protegidos. Es verdad que no nos reconocemos fácilmente porque todo tiende a aislarnos. Y sin embargo, el Señor vino a reunir a los hijos de Dios dispersos. Por lo tanto, si algo hace el Señor es unirnos a unos con otros.

 

Hay algo que es más profundo que la diferencia de los carismas, la diferencia de modos de vida, de realización concreta de la vocación y eso más profundo es nuestra común pertenencia al Cuerpo de Cristo, mediante el cual todos somos miembros de Cristo y todos somos también miembros los unos de los otros, de tal manera que nadie podríamos decir “nosotros” refiriéndose sólo a la propia Comunidad. Yo no  podría decir “yo”, sin tener en cuenta nuestras comunidades; nadie podemos decir “yo”, sin tener en cuenta al conjunto de miembros del Cuerpo de Cristo, porque sólo en el Cuerpo de Cristo soy plenamente yo y soy libremente yo. Y se me da el don de poder realizar mi vida en una plenitud que jamás estaría a mi alcance sin la gracia de Cristo y sin la permanencia sacramental de Cristo. Por lo tanto, celebramos esta Eucaristía en las condiciones en las que el Señor nos permite celebrarla, pero con una tensión en el corazón. Yo sé que el lema de este día en este años es “La vida consagrada es parábola de fraternidad en medio de un mundo herido”.

 

No hace falta insistir en las heridas del mundo. Yo creo que todos las tenemos delante y a veces todas las tenemos en nosotros mismos y las conocemos. Más o menos, pero las conocemos. Pero es verdad que del mundo herido una de sus soledades más grandes es la del aislamiento, la soledad, el individualismo, la pérdida del sentido de la pertenencia. Un poco la conciencia, aunque quizás no consciente, de que en la realidad de la vida no pertenecemos a nada ni a nadie, entonces nos sentimos como tirados en la vida. Alguien escribió que la salud consiste en la pertenencia y no le falta razón. Hay mucho de verdad en una afirmación de ese tipo. Sólo perteneciendo a una familia, a una comunidad, a un pueblo, somos verdaderamente nosotros mismos. Y nosotros, por la Gracia de Dios, sin ningún mérito de nuestra parte, hemos sido llamados a pertenecer al mismo Pueblo de Dios, a la Iglesia. Y a ser, en medio del mundo, signo de la plenitud de la vocación humana. Nosotros no tenemos la misión de llenar el mundo de católicos. Tenemos la misión de que los hombres puedan vivir con esperanza y puedan dar sentido a su vida y a su muerte, al bien y al mal; que todo no sea un absurdo, sino que todo se inserte en el designio bueno de Dios, para cada uno de nosotros y para toda la historia humana. Que nosotros sabemos que tiene un final feliz en la ciudad que baja engalanada del Cielo como una esposa para su esposo, resplandeciente de belleza, la Nueva Jerusalén, donde no hay lágrimas, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque el Señor mismo es quien enjuga nuestras lágrimas. Donde no hace falta luz de día ni de noche, porque el Señor es nuestra luz. En esa ciudad ya vivimos, aunque vivamos aquí, aunque tengamos que hacernos PCR de vez en cuando y tengamos que pasar por la Seguridad Social y podamos contraer la enfermedad. Aunque veamos a hermanos nuestros morir casi todos los días o todos los días.

 

Un pensamiento muy sencillo sobre el Acontecimiento, el Misterio de la vida del Señor que celebramos en este día, la Presentación del Señor en el templo. Como en todo, en la vida de Jesús, hay como una doble dirección que para nosotros es doble, en el sentido de que parece que una va en un sentido y la otra va en el contrario, pero que en su vida no es doble. El Hijo de Dios va al templo para encontrarse con el Pueblo de Dios, para incorporarse de algún modo al Pueblo de Israel, y va el Niño Jesús para ofrecerse a Dios, porque a Dios pertenecían todos los israelitas y a Dios se ofrecían y estaban ofrecidos todos desde el nacimiento, y había de alguna manera que rescatarlos, especialmente los primogénitos. Entonces, el Señor va al templo, por una parte, para ofrecerse a Dios y, por otra parte, para ofrecerse a los hombres. Para Él es el mismo movimiento. En uno de sus libros, Péguy, uno de sus misterios, comenta que antes de la imitación de Cristo tendríamos que tener siempre presente la imitación que Cristo ha hecho de nosotros, de nuestra humanidad. Una imitación tan perfecta, menos en el pecado, pero hasta la experiencia de la mentira, de la traición, de la mediocridad, de las peleas entre los discípulos para saber quién es más, de la muerte. “El Hijo del hombre ha venido para ser entregado en manos de los hombres”, y un antiguo villancico de la Iglesia primitiva, una nana que la Virgen le canta a Jesús le dice: “¡Pero qué descarado eres! -le dice a Jesús. A todo el mundo que viene, te tiras, y no piensas si son ricos o son pobres, si son justos o injustos, si son puros o impuros. ¿Es eso un descaro tuyo o es ese tu amor por los hombres?”. Jesús es llevado por sus padres al templo y, sin embargo, es Él quien lleva a sus padres. En tanto que Hijo de Dios, sus padres son sólo un instrumento de esa obra de salvación, de esa obra de amor que Él quiere realizar en el mundo. Sus padres le llevan y Él lleva a sus padres. Él se ofrece a Dios y, en esa oferta a Dios, se ofrece para ser sacrificado sin rescate, como el Cordero de Dios, por nosotros y por nuestra vida. Y para derramar Su amor por el mundo, un amor que permanecerá.

 

Pasará esta pandemia y habrá otras. Otras circunstancias, otras culturas y otros regímenes en el mundo, y sin embargo “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. El Señor permanece con nosotros. Y podemos ser un pequeño rebaño y podemos tener, como nos ha dicho la Iglesia tantas veces en estos últimos 50 años: “hay que empezar de nuevo”. Eso es lo que significaba la nueva evangelización de san Juan Pablo II, que no era un eslogan bonito. Ya lo decía en realidad san Pablo VI también. Hay que empezar de nuevo, hay que salvar al hombre.

 

Si dentro de unos momentos renovaremos nuestra consagración al Señor, nosotros también nos ofrecemos al Señor. Pero nosotros, justo porque Cristo se ha unido a nosotros por la fe y el Bautismo, y luego por el don de la vida consagrada también, también se da ese doble movimiento: ofrecernos a Dios es ofrecernos a nuestros hermanos. Entregarnos a Dios con sencillez, con pobreza, con mucha conciencia de nuestros límites, de todo tipo y de nuestros pecados, pero presentarnos y ofrecernos a Él es, al mismo tiempo, ofrecernos también desde esa misma pobreza, pero para un mundo muy, muy herido en el que cualquier gesto de humanidad, hasta el más pequeño, hasta una sonrisa, un saludo, es portador del poder salvador del Señor. Porque es portador de humanidad. Por esa sencilla razón. Tiene una fuerza y un poder sobrenatural. Una mano tendida.

 

La alternativa detrás de las intervenciones que el Santo Padre ha tenido sobre la fraternidad, desde la que tuvo en Abu Dabi, es una guerra de todos contra todos. Es una muerte por tristeza y por soledad, y por aislamiento y por encapsulamiento de cada uno en nuestra propia vida. No hay otra. O aprendemos a ser hermanos, aprendemos a querernos como Dios nos quiere a nosotros, poniendo la vida en juego. Nuestra vida, la que yo tengo, con mi forma de ser, mi temperamento, mis límites… O yo pongo esa vida en juego para construir amistad, para construir fraternidad, una humanidad según el designio de Dios, una humanidad en la que mora el Espíritu y el Amor de Dios; o la alternativa en el mundo en el que estamos es un aislamiento que significa la muerte, la muerte en vida, que también uno la lee muchas veces en el rostro de las personas, que pueden estar haciendo lo que sea y te das cuenta de que la desesperanza, la falta de sentido, es tan grande… Y se vive muy mal en ese tipo de soledad. Se vive muy mal en el nihilismo. Se vive muy mal en la desesperanza y en una soledad radical donde nada tiene sentido, ni la historia tiene un sentido, ni mi vida. ¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué estoy aquí?

 

Hay personas que han contraído el covid y, dos días después, estaban muertas, sin ninguna transición, sin ninguna despedida. ¿Quién me aguarda al otro lado de la muerte? Los brazos abiertos de Cristo, de este “descarado” que no ha tenido vergüenza de dejar el ser igual a Dios para compartir nuestra miseria y nuestra pobreza, para venir a vivir “treinta años entre bárbaros”, como dijo un Padre de la Iglesia, y para quedarse con nosotros, sabiendo el uso que nosotros íbamos a hacer de Su amor y de Su fidelidad, sin avergonzarse de esa pobreza nuestra.

 

Mis queridos hermanos, que nos conceda el Señor, en primer lugar, ser cada vez mejores amigos entre nosotros. Seremos más lo que somos si somos mejores amigos y si reconocemos más Tu Presencia, no sólo en el carisma, en el don o en la forma de vida que yo tengo, sino en todas, porque todos somos miembros del mismo Cuerpo. No todos tenemos que ser ojos, ni todos tenemos que ser manos, ni todos tenemos que ser uñas o pelo, pero todos formamos parte del mismo Cuerpo. Todos somos miembros los unos de los otros y, cuando algo le cae al ojo y le molesta, la mano es la primera que acude.

 

Por lo tanto, que el Señor nos enseñe a ser miembros de su Cuerpo y que, siendo miembros de su Cuerpo, porque sabemos qué significa ser amigos y el bien que significa en la vida ser amigos y ser hermanos, y hermanos de verdad, que podamos ser creadores de hermandad y de amistad, de fraternidad verdadera, donde estemos. Hasta en la cola del supermercado o en el autobús. Donde sea. No hay que perder ni una sola ocasión de nuestra vida para hacer crecer esa fraternidad, que es la única medicina. Benditas vacunas. Si es que realmente hacen lo que dicen y anuncian que hacen, pero benditas sean. Pero la medicina que el mundo necesita más que nada se llama amor, se llama caridad divina, que no necesita obras grandes, basta una mirada, basta un gesto, basta una sonrisa, basta una mano tendida, tan pronto como nos las podamos dar. Basta una caricia, un abrazo.

 

Os confieso que a mí la palabra “parábola” me parece excesivamente suave. Somos más que una parábola de fraternidad en un mundo herido, creo que tenemos que ser signo de que la curación existe, signo de que la curación es posible, signo de que hemos sido curados por el Señor, a pesar de nuestra pobreza. Signos de que el Señor cura y esa curación se la ofrecemos.

 

Somos sacramento de la ofrenda y del amor de Cristo en un mundo herido, y herido sobre todo y más que nada de desesperanza y de soledad.  

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

2 de febrero de 2021

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