Homilía en la Misa en el II día del Septenario en honor al Santísimo Cristo de la Salud, en Santa Fe.
Fecha: 14/03/2021
Queridísima Iglesia del Señor (me dirijo no sólo a los que estáis aquí, sino a todos aquellos que se unen a nosotros mediante las cámaras de televisión);
muy querido D. Eduardo;
queridos hermanos y amigos:
Ayer era el primer día de este Septenario y yo subrayaba, como subrayan las Lecturas de este domingo, que somos hijos de una historia larga de pecado y de gracia, o de gracia y de pecado, porque todo empieza con la Gracia. Ya el hecho de que el Señor creara el mundo y nos creara a nosotros es una primera gracia, es un primer regalo. Y que nos hay creado a nosotros para participar de Su vida divina es una gracia tremenda, inimaginable. Y sin embargo, la historia humana es una historia de gracia y de infidelidad, de misericordia que no se deja rendir por la infidelidad del hombre, y eso es lo que nos recuerda la Primera Lectura de hoy: la misericordia de Dios no se ha dejado vencer. El Pueblo de Israel fue infiel muchas veces y, sin embargo, el amor de Dios no se dejó vencer. Y finalmente, en esta etapa final, cuando llega la plenitud de los tiempos, Dios mismo se hace carne, comparte nuestra condición humana e ilumina, fortalece, nos abre el horizonte de nuestro destino, el horizonte de nuestra meta. Nos descubre quiénes somos, cuál es nuestra vocación, la de ser hijos de Dios y cuál es nuestro destino.
Dios mismo, la vida misma de Dios, el Cielo. Y que todo eso, igual que la misericordia que había guiado todos los largos siglos desde Abrahán hasta la Anunciación de la Virgen y la Encarnación del Verbo, donde Dios había ido educando a Su pueblo, enseñándole a comprender un poquito la misericordia infinita de Dios; todo eso es una gran obra de amor que culmina justamente en la Encarnación. Y el Evangelio de hoy, lo mismo que la Carta de San Pablo, nos recuerda justamente eso. Por pura gracia hemos sido salvados. No en proporción a las obras que hayamos hecho, que son obras siempre mediocres, aunque hayan podido ser algunas heroicas, siempre pequeñas. No nos merecerían nunca a Dios como recompensa. Y Jesús mismo, cuando explica para qué ha venido: “No envió Dios a Su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”. Dios Santo, es lo que más nos cuesta creernos. Lo que más nos cuesta creernos es que somos amados de Dios.
Y yo os decía también ayer que la finalidad del amor de Dios, de la Encarnación, de la Pasión que estamos a punto de celebrar, y de Su triunfo sobre la muerte y de la del don del Espíritu Santo, todo lo que llamamos, el Misterio Pascual, es que podamos vivir contentos. Que podamos estar alegres. Que podamos vivir con alegría. Jesús lo dijo, aunque no nos acordemos mucho de ese pasaje, porque pensamos muchas más veces que Jesús ha venido para imponernos una nueva ley. Es verdad que esa ley es la ley del amor. Cuando a Jesús le preguntaron cuáles son los dos mandamientos más importantes: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con todas tus fuerzas (lo mejor que puedas) y a tu prójimo (a tu hermano, a tu vecino) como a ti mismo”. Y en eso se resume la ley y los profetas. Y luego Jesús dirá: “Amaos unos a otros como Yo os he amado”.
En estos días que siguen, yo quería hoy explicaros un poco lo de que Jesús ha venido para que estemos contentos y hacer una escala de los niveles de alegría, porque no todas las alegrías son iguales. Porque no todas las alegrías son iguales, no todos los gozos son iguales. No todas las cosas que nos dan gusto y nos ponen contentos son iguales. ¿Y cuál es la alegría que Jesucristo nos ha venido a traer? Para que nuestra alegría llegue a plenitud, es decir, para que podamos estar plenamente alegres. Y mañana explicaré algo parecido en relación con el afecto y el amor. Puesto que el amor aparece como el motivo fundamental de la obra de Dios con nosotros y como es lo que Dios espera de nosotros, mañana hablaremos de la relación que hay desde el afecto hasta el amor. Y luego, el tercer día quisiera yo explicar también el concepto de salud, que tiene esa misma gradación. Ya que nuestro Cristo se llama el Santísimo Cristo de la Salud, pues, ¿en qué consiste la salud? Es una palabra muy grande que abarca muchas cosas. Yo sé que todo está relacionado. Alguien escribió un artículo que decía “la salud consiste en la pertenencia”, en el pertenecer a Dios y unos a otros. Y lo cierto es que yo les preguntaba a unos niños de un colegio hace mucho que qué es lo que les hacía estar más contentos, e iban interviniendo unos y otros, y al final descubrimos que lo que nos hacía estar más contentos era cuando nos sentimos verdaderamente queridos.
Yo hablaba hace poco tiempo con una chica joven estudiante de la universidad hecha polvo, destrozada, y lo que le hacía sentirse destrozada verdaderamente era que no se sentía querida por nadie. Entonces, ella había terminado pensando que su vida no valía nada. Por lo tanto, no os parezca que hoy cojo lo de la alegría por capricho, mañana lo del amor por capricho y pasado lo de la salud por capricho. Son tres cosas que están muy profundamente relacionadas. Vamos con la alegría primero y los grados en esa alegría. Hay muchos y yo no puedo más que simplificarlo.
La forma más elemental de algo que nos da gusto y que nos parece que nos pone contentos es el placer. La palabra “placer” expresa algo que nos da gusto, ciertamente, y sin embargo es una forma muy basta, muy burda, de la alegría. Nos da placer la comida, nos da placer la relación íntima entre el hombre y la mujer, nos da placer el saciar nuestra sed. El placer tiene mucho que ver con nuestro cuerpo. No es que eso sea malo porque el cuerpo no es malo, porque lo material no es malo. Dios ha creado el mundo material y nosotros somos alma y cuerpo, pero no como dos cosas separadas, sino que nuestra alma está siempre en nuestro cuerpo y nuestro cuerpo está siempre penetrado por nuestra alma. Está tan unido nuestro alma y nuestro cuerpo que, si tenemos fiebre, que es una cosa que le pasa a nuestro cuerpo, no somos capaces de pensar. Nos cuesta mucho pensar. Lo mismo si tenemos un dolor muy agudo, no somos capaces de estar contentos. Nuestro cuerpo determina nuestra alma y nuestra alma determina nuestro cuerpo.
La Creación del mundo material y la creación del cuerpo son obra de Dios y Dios no ha hecho nada malo. El hombre moderno ha tendido a pensar que todo lo que tenía que ver con el cuerpo era malo. Mentira. Lo que tiene que ver con el cuerpo lo que tiene es que estar ordenado y, si no está ordenado, se vuelve contra nosotros. El que se diera tres banquetes en un mismo día, terminaba no sólo reventado, sino hastiado de la comida. Hay estudios sobre ello, sobre cómo el comer un dulce nos produce un determinado placer. Comer dos, nos sigue produciendo todavía un poco más de placer. Comer tres empieza ya a ser discutible y comer seis o siete, ya no nos produce placer. Y eso lo aprenden hasta las empresas para decir “no podemos anunciar muchas cosas, hay que anunciarlo diciendo que hay poquitas, porque si no, la gente no las valora”. Valoramos las cosas cuando son escasas. ¿Qué quiero decir con esto? Primero, el placer es bueno, lo que tiene es que estar ordenado a nuestra libertad, ordenado a nuestro destino. De hecho, el cuerpo es sagrado, ¿y sabéis lo que significa sagrado? Que una cosa se usa sólo para aquello para lo que está hecho. Un lugar es sagrado porque sólo se usa para rezar, para encontrarse con Dios. En la casa hay lugares sagrados: el lecho nupcial es un lugar sagrado, la mesa del comedor solía ser un lugar sagrado. Ahora mismo, con el lío de vida de que cada uno tiene que comer a una hora por los trabajos, hemos perdido un poco ese sentido, pero nos hace daño el haberlo perdido porque el que, al menos una vez a la semana, al menos el domingo, comamos todos juntos, y ese momento es un lugar precioso, como la mesa de la Eucaristía. Son tres mesas, son tres lechos, son tres lugares de amor. Tres lugares de entrega y de sacrificio. Tres lugares de alegría.
(…) Después, interviniendo el alma y el cuerpo, está la emoción. Hay emociones de muchos tipos. Hay emociones de pánico, de ansiedad, de miedo, de terror también, pero me refiero a la emoción bonita, a cuando algo nos emociona, cuando algo nos conmueve verdaderamente. Es más rica la emoción, la emoción tiene más profundidad que el placer, pero también las emociones son pasajeras. Una cosa puede emocionar mucho en un momento determinado y, después, uno se da cuenta, cuando lo ve con una cierta distancia, que le di demasiada importancia a aquello; que aquello que me produjo una emoción tan grande era algo pasajero.
La alegría está más arriba de la emoción. No es una mera emoción, no es un mero placer. Y la alegría tiene que ver con el amor. Alguien en el siglo XX, que reflexionó mucho sobre el amor humano, sobre todo sobre el amor esponsal del hombre y la mujer, decía que querer de verdad es poder decirle a alguien “qué alegría que existas, qué alegría que Dios te haya creado”. Porque en esa expresión no hay nada que uno quiera apoderarse de ello. Es sólo la gratitud del misterio grande que eres. Es sólo la gratitud por el misterio de la Presencia de Dios en ti. ¡Pero qué alegría que existes! Es una definición del amor muy bonita. Pues, hay una alegría en reconocer la Presencia de Dios en las cosas, en las personas. La alegría de reconocer el don, el don que es todo, cuando lo vemos desde Dios. “Todo es gracia”, decía Teresa de Lisieux, Doctora de la Iglesia casi por esa frase y por haberla vivido. “Todo es gracia”. También las dificultades, porque el amor lleva consigo sacrificios a veces, y a veces muy grandes.
Yo recuerdo la historia de una madre que se dejó morir de sed para dar de beber a su hijo en la hambruna de Etiopía. Recuerdo perfectamente quién me contó la historia. Eso sólo el hombre, porque es imagen de Dios, es capaz de amar de esa manera. ¿Cuál es la alegría verdadera? ¿Cuál es la alegría que Jesucristo nos viene a traer? Aquella alegría que da gracias a Dios por todo y no tiene que censurar nada. Hay alegrías que fabricamos: unas cuantas cervecitas nos ponen a todos muy contentos, pero es una alegría fabricada y esas alegrías a veces tienen resaca. Otras veces no. La alegría de estar los amigos juntos, de estar la familia y los amigos reunidos, es una alegría muy sana y muy verdadera. Quiera Dios que podamos recuperarla pronto y vivir esa alegría juntos de nuevo todos. Pero también es verdad y el ejemplo es obvio, porque nos viene a todos enseguida a la mente la Navidad. Hay personas que dicen: “la Navidad para mí no es una fiesta de alegría porque me falta mi madre, porque este año me falta un hermano”. Porque, en esa alegría de estar juntos, está siempre la presencia de la muerte, la presencia del paso del tiempo, la presencia de las heridas que nos hacemos unos a otros y que nos hemos hecho daño y que no son fáciles de curar. La alegría que el Señor nos viene a traer es una alegría que no necesita censurar nada; que no necesita olvidarme de que existe la muerte; que no necesita olvidarme del mal que me han hecho o del mal que he hecho yo y por el que pido perdón, si hace falta, cuando haga falta, a quien le haya hecho ese daño.
Esa es una alegría que es divina. Hay una escena en el Evangelio que tiene lugar cuando Jesús se da cuenta de que le abandonan casi todos y sólo se quedan los discípulos allí con él, y es cuando San Lucas dice “se llenó Jesús del Espíritu Santo y con gran alegría dijo, ‘Yo te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los grandes y a los entendidos y se las has revelado a la gente sencilla’”. Lleno de alegría dice Jesús esa frase, en un momento en que se nota que le están dejando casi solo, con unos pocos discípulos. La alegría que el Señor quiere para nosotros es una alegría que no necesita olvidarse de que existe la muerte, porque sabe que la palabra última no la tiene la muerte y que el destino del hombre es la vida eterna. Porque sabe que el amor de Dios es infinito y, aunque las personas hayan llegado a la muerte con heridas, con defectos, con pecados, la misericordia de Dios no les va a ser negada a nadie. Para condenarnos tenemos que empeñarnos en condenarnos. Tenemos que querer rechazar realmente a Dios ante la Presencia de su Gloria. Él no ha venido para condenar al mundo.
Hoy diréis que hay muchas personas que rechazan a Dios. ¡No!, si no lo conocen. Dicen que son ateos, pero no han conocido al Señor. Si conociéramos la Belleza, la Gloria del Señor y lo rechazáramos, y todo ser humano tendrá la posibilidad en el momento del encuentro con Dios, de contemplar esa Gloria, y seremos libres para rechazarlo. Pero también cuántos recursos tiene el amor de una madre para hacer que su hijo o su hija responda libremente a su cariño con todo el gozo del corazón. Muchísimos. Y el corazón de una madre, por muy grande que sea, es pequeñísimo comparado con el amor infinito de Dios. Cuántos recursos tendrá el amor infinito de Dios, para hacer que nos abramos a la Belleza y a la Gloria de Su Gracia.
Nosotros esperamos que el infierno esté vacío. Esperamos que el amor de Jesucristo no haya sido estéril, el amor de Jesucristo en la cruz, y que los brazos abiertos del Señor rompan las dificultades que puede haber en nuestro corazón. Por eso es posible una alegría que no se olvida de que existe el mal, que no se olvida de que existe el pecado, que no se olvida de que existe la muerte, que no se olvida pero que tiene delante el horizonte de la Gracia y del amor infinito de Dios. Esa alegría profunda también se puede llamar esperanza. Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. Y tenemos experiencia de ese amor. Y como tenemos experiencia de ese amor, confiamos en Él. Confiamos en que sabrá encontrar los caminos para que el más retorcido de los corazones humanos pueda, sencillamente, abrirse a Él y darLe gracias por su designio de amor.
Hablamos muchas veces de acercar a personas que están alejadas. Hablamos muchas veces de convertir a los que no tienen fe. Hablamos muchas veces de aproximar al Señor a las personas que viven en la increencia. Yo creo que lo que tenemos es que pedirLe al Señor que esa alegría que Él ha prometido darnos que podamos vivirla. Si la Iglesia no ha crecido a base de propaganda y a base de comer el coco o a base de operaciones de proselitismo. La Iglesia ha crecido siempre, cuando ha crecido de verdad, por envidia. ¿Y sabéis por qué da envidia? Pues, por la alegría y el amor que tenemos que vivir entre nosotros. Que la gente vea nuestra alegría. Que la gente vea nuestro amor. Y como la alegría, en este tiempo que estamos viviendo, nos danos cuenta más que antes de que es un bien más escaso que el oro. Más escaso que el oro, porque parece que es muy fácil y los anuncios todos son caras muy sonrientes, pero todos sabemos que eso es mentira y que la vida, las personas, cuando te hablan en su corazón, la alegría es un bien muy escaso. Esa alegría de la que hablamos, esa alegría verdadera que no necesita censurar nada, ni olvidarse del mal, ni olvidarse de nada.
Si la gente pudiera ver en nosotros esa alegría, la gente correría hacia el Señor. “Yo quiero vivir como ellos, yo quiero ser como ellos, yo quiero tener esa misma alegría”. Y sin necesidad de que hiciéramos ninguna propaganda, basta con que nos vean contentos en el trabajo, en la vida. Basta con que nos vean contentos y con que vean que nos queremos bien. Y hasta cuando somos torpes en el querernos, deseamos querernos bien. Queremos querernos mejor. Queremos aprender a querernos. Si hace falta aprender desde cero, pues desde cero; y si hace falta aprender desde bajo cero, pues desde bajo cero. Pero queremos querernos y queremos querer a las personas y quisiéramos que todo el mundo se quisiera bien, como el Señor nos quiere a nosotros.
Ser cristianos es algo tan sencillo como eso. Pero que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo vieran en la comunidad cristiana esa alegría, que brota de la experiencia del amor infinito de Dios, ese sería el mejor apostolado. Es el primero. Todos los demás pueden venir después, pero todos los demás pueden ser verdad o medio verdad, ese no se falsifica, porque si uno está contento, se le nota. Y si uno no está contento, por mucho que quiera hacerse que lo está, también se le termina notando. Así que, Señor, danos vivir en la alegría del don que Tú eres y de todo lo que nos das y de la certeza del don que nos aguarda en la vida eterna, para que podamos dar testimonio de Ti, porque el fruto de Tu amor es esa alegría que pedimos para nosotros.
Yo pido para los niños, que hoy nos acompañan de una manera especial, y que les queda mucha vida por delante: que tengan siempre esa alegría de saberse muy, muy queridos del Señor. Y la pido para todo el mundo. Para todos los hombres.
Palabras finales:
Me faltaba algo. Entre el placer, las emociones y la alegría que nace de Jesucristo, hay un montón de alegrías muy sanas, que son la alegría de tener un hijo, por ejemplo; la alegría de que tu hijo sea un chico estupendo, o de que tu hija sea muy guapa o muy lista; la alegría de que han sacado unas notas estupendas y de que has hecho un esfuerzo y te ha salido algo muy bien; la alegría de conseguir sacar una carrera o un trabajo que te ha costado mucho prepararte para él; la alegría de aprender algo. Son alegrías profundamente humanas y, sin embargo, muy verdaderas y muy buenas. “Son alegrías legítimas”, diréis. Sí, legítimas, pero parciales. Legítimas y verdaderas. Parciales, porque siempre está el veneno de la muerte amenazando.
Recuerdo el caso de alguien que me marcó mucho en el comienzo de mi vida sacerdotal. Era alguien que soñaba con tener un puesto científico. Había trabajado toda la vida para conseguir ese puesto, que consistía en haber consagrado toda su vida a una ciencia particular. Nada más conseguir el puesto, al mes siguiente, le diagnosticaron un alzheimer. Me decía su mujer, llorando: “Hemos sacrificado a toda la familia, hemos sacrificado toda la vida, él y todos nosotros, y ahora Dios mío…”.
¡O tenemos la alegría de Jesucristo o también esas otras alegrías están también como amenazadas!
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Ermita del Cristo de la Salud (Santa Fe)
14 de marzo de 2021-03-30