Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo C
Fecha: 18/11/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 425
Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo:
- «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.»
Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.»
Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.»
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:
- «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
Pero el otro lo increpaba:
- «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada. »
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.»
Jesús le respondió:
«Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»
Decir que Jesucristo es Rey es recordar simplemente, de forma diferente, el Credo cristiano más antiguo: Jesús es Señor. Lo que pasa es que, como con tantas otras palabras del vocabulario cristiano, ni el término Señor ni el término Rey sugieren, en el contexto de nuestra cultura, lo que realmente implican. Es verdad que hoy el riesgo de la tiranía no suele estar en los palacios de los reyes, pero aun así la imagen de la realeza, como la del señorío, está vinculada en nuestra imaginación a la idea de poder. Y la idea de poder, en el mundo moderno, está inextricablemente ligada a la experiencia del absolutismo moderno. Eso, además de otros factores, provocó también que la imagen dominante de Dios en la modernidad haya sido la del Señor absoluto, que decide arbitrariamente el bien y el mal, y que domina también así la creación, imaginada como un artefacto hecho a la manera como un relojero fabrica un reloj. Es esa imagen del poder la que ha hecho que, para la modernidad, la existencia del mal sea una objeción insoluble a la existencia o a la bondad de Dios.
La imagen de Cristo Rey habla de poder, pero a la idea de poder habría que quitarle, si nos fuera posible, todas las connotaciones que se derivan del absolutismo moderno. En el Antiguo Oriente era tradicional, por ejemplo, la imagen del rey como pastor de su pueblo. El pastor tiene poder. Es el poder de evitar que el rebaño se extravíe en el desierto y muera. Un padre y una madre tienen poder: el de ayudar a crecer a sus hijos, cuidarlos y evitar que mueran; el de amarles, y gastar y dar la propia vida por la vida de sus hijos. Uno agradece inmensamente que unos buenos padres hayan ejercido ese poder.
La realeza de Cristo se sitúa ahí. Por eso la realeza de Cristo se revela sobre todo en su anonadamiento hasta la forma de siervo, y hasta la muerte. Afirmarla es afirmar que en Él, por la Encarnación, Dios se ha unido a su criatura, a la creación, de una manera absolutamente única, apenas imaginable para el hombre a partir de la experiencia de las uniones y del amor posibles en este mundo. Dios se revela en Cristo como Amor absoluto, infinito, incondicional. Y así, Dios se revela como Dios verdadero, y Cristo se revela como Señor y como Rey. Decir que Cristo es Rey es decir que Cristo es el centro del cosmos y de la Historia. O, de otro modo, que Cristo pertenece, ya para siempre, a la definición de lo humano: a mi definición como persona, a la de mi destino, a la de mi felicidad. Y a la definición de la Historia, y del significado de toda la creación. Para quien ha encontrado a Jesucristo, no es posible hablar, ni de uno mismo, ni del hombre, ni del mundo, sin hablar de Cristo, que es la clave de todo.
Estas afirmaciones son política e intelectualmente incorrectas en el contexto de la cultura secular, en cualquiera de sus formas. Pero estas afirmaciones son el corazón mismo de la experiencia cristiana. Y no sólo son verdaderas, sino que contienen dentro de sí el secreto de la humanidad del mundo.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada