Homilía en la Misa del jueves de la V semana de Cuaresma, el 25 de marzo de 2021.
Fecha: 25/03/2021
La Fiesta de la Anunciación es, al mismo tiempo, una fiesta del Señor. Una Solemnidad del Señor y una Solemnidad de la Virgen, porque celebramos a los dos.
La Virgen (que nos representa a todos, porque es el comienzo de la nueva humanidad, de la nueva Eva) recibe el anuncio más grande y más inimaginable, la vocación más inaccesible al hombre que jamás nadie hubiera podido pensar, porque, incluso tal como está formulada en el Evangelio, no es simplemente el ser la Madre del Mesías: es anunciarle ser la Madre de Dios. Pero el que se encarna es el Hijo y, por lo tanto, son inseparables. Hijo y Madre hay en la Solemnidad de hoy, y para siempre ya en la historia de la humanidad. El Hijo y la Madre son siempre, representan de una manera perfecta y acabada la unidad de amor que Dios ha querido tener con su criatura, con la humanidad. Y en ese sentido son también espejo, modelo, referencia para la Iglesia.
Ella precede a la Iglesia y los Padres siempre lo subrayaban: es tipo, modelo, espejo de la vocación de la Iglesia. Por eso, todos nosotros podemos ver en la Virgen también nuestra propia vocación, porque, sea cual sea nuestra historia, nuestra condición de hombre o de mujer, nuestra vocación en la vida y en el seno de la comunidad cristiana, al final todo está contenido en que el designio de Dios es ser uno con nosotros y nuestra respuesta a ese designio. Le pedimos al Señor que sea tan sencilla, tan sin fisuras, tan auténtica como ha sido la Virgen.
La Encarnación del Hijo de Dios es el escándalo de la historia, porque, efectivamente, los hombres nos hemos imaginado a Dios de muchas maneras. Incluso el Pueblo judío, y, a través de toda la educación con que Dios le ha ido educando en el tiempo de la historia de Israel, desde Abrahán en adelante, nunca pudo concebir nada semejante que rompía por entero los esquemas. Aunque el Señor lo apuntaba de vez en cuando en el profeta Jeremías y en el profeta Ezequiel, hay a veces apuntes cuando el Señor dice: “Yo mismo tendré que bajar a pastorear mis ovejas”. Pero la idea de la Encarnación no es una idea. De hecho, ha costado siglos a la propia Iglesia. En el mundo helenista, si había algo que no podía concebirse, es que lo divino tuviese relación alguna con la materia. Entonces, se mezclaba, se hacían toda clase de intermediarios, de mediadores, de figuras intermedias y se describía siempre, hasta el alma. Quienes la concebían como una especie de partícula divina en el seno del cuerpo humano lo veían como una cárcel en la que el alma en la que había caído la materia. Costó siglos: las controversias gnósticas, arrianas, las llamadas controversias cristológicas en el siglo VII. Hasta la actitud del Islam, que, en el fondo, toma sus posiciones de las que tenían los cristianos de Oriente en ese momento con respecto a Jesús. Pone de manifiesto esa misma dificultad que alguien, nacido de la cultura helenística, tenía para poder afirmar la Encarnación.
Pero sigue siendo igual de escandalosa en nuestro tiempo. La Encarnación es la gran paradoja. El otro día os hablaba yo de que la paradoja es como un método que refleja el Ser mismo del Dios verdadero. Cómo Dios sale de Sí mismo para, sin dejar de ser él mismo, llenar de Sí mismo la Creación entera. Y esa es la gran paradoja. Y los Padres de la Iglesia, los grandes Doctores, tanto de Oriente como de Occidente: San Basilio, San Gregorio Magno, San Efrén…. La lectura de San León Magno en el Oficio de Lectura de hoy es una descripción total, una aproximación al gran Misterio, a la gran paradoja que es la Encarnación. Un San Efrén, que es el padre por excelencia de las Iglesias más orientales, las de Persia y las eslavas, que todas le veneran extraordinariamente, él no hace más que subrayar esa paradoja: “Estás en el seno de la Virgen y el seno de la Virgen no ardía, mientras que bajaste apenas a la cumbre del Sinaí y aquello eran todo expresiones y fuego, y sin embargo Tú te contrajiste de tal manera que no ardía el seno de la Virgen. Eras un bebé en el interior del seno y estabas formando a todos los bebés en el interior de todos los senos en el universo. La Virgen te daba de la leche de sus pechos, pero eras Tú quien le dabas a Tu madre al mismo tiempo, la leche que ella te daba”. Es una constante y permanente afirmación de una paradoja que nos hace saltar la imaginación y las capacidades de expresión del lenguaje humano. Que Dios, sin dejar de ser Dios, por amor a nosotros y sólo por amor a nosotros, asumiese la condición humana, toda ella. El hecho de tener un lenguaje y no tener todos los lenguajes. El Señor habló un idioma y habló de una manera que se comprendía en aquella cultura. No habló como un americano del siglo XX, no habló como un africano o como un japonés. Habló como un judío del siglo I, y en la lengua y con los significados que tenían las palabras, etc. Es verdad que a Jesús no se le podrá entender nunca sin toda esa historia de preparación del Antiguo Testamento, en la que Él mismo ha sido educado, pero aceptó ser educado y fue educado en una determinada manera, en un contexto histórico determinado; es decir: su condición humana no es una apariencia. Por eso hay gente que dice: “Pues, podría haberse encarnado en todos los siglos y también venir al nuestro”, pero no hubiera sido un hombre, hubiera sido una apariencia de hombre. Su humanidad no hubiera sido verdadera, porque nosotros nacimos en un tiempo, vivimos y morimos en un tiempo. Y el Hijo de Dios se hace hombre. Se ha quedado con nosotros toda la historia: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Está con nosotros.
De hecho, las palabras que el Ángel le dice a la Virgen las podemos entender, y no es entenderlas mal, como dichas a toda la Iglesia. No a todos nos dice “llena eres de Gracia”, evidentemente. Pero sí que nos dice, como decía San Pablo, “te basta mi Gracia”. Tenemos la gracia que necesitamos para poder cumplir plenamente nuestra vocación de hombres. Y lo que sí es verdad absolutamente y sin límites, y de una manera diferente pero idéntica en su verdad a como estuvo con la Virgen es “el Señor está contigo”. El Señor está con nosotros, el Señor está con la Iglesia. El Señor está con cada uno de nosotros, en todas las circunstancias de nuestra vida.
Es curioso, la Encarnación cae siempre en las proximidades. A veces puede caer después de la fiesta de la Pascua, pero con más frecuencia cae en las proximidades de la Semana Santa, y es como la otra cara de la moneda, porque la Semana Santa no es más que la culminación, por parte del Hijo de Dios, de la Encarnación. Porque se hizo verdaderamente hombre, se sometió a las cosas que suceden en la vida de los hombres hasta un extremo difícilmente deseable para nadie, que es el ser víctima del engaño, de la mentira, de los malos juicios, de las malas interpretaciones, del pecado, de la avaricia, de los hombres, de las luchas de poder, de su entorno, y ser condenado como un malhechor fuera de la ciudad.
Se vació a Sí mismo hasta la muerte y una muerte de cruz, y por eso el Señor lo levantó sobre todo y le ha hecho Señor, del Cielo, de la Tierra y del abismo. Que en la celebración de la Pasión no nos olvidemos de la Navidad, de la Encarnación. Y que en esa celebración no nos olvidemos que esa celebración de la Navidad no está hecha simplemente de dulces, sino que es el comienzo de la Pasión. Y que el Señor nos ayude a comprender el Misterio de amor que le lleva al Señor, que nos ayude a asomarnos, a asombrarnos, a adorar, a dejarnos calar, por así decir, por esta lluvia de amor que es todo lo que el Hijo de Dios hace por nosotros.
Y que, a la hora de recibir en la Eucaristía, seamos conscientes de que esa es la consumación de todo. Esa es la forma en que el Señor viene a nosotros hoy, esta mañana, en este día, en estas circunstancias, en este tiempo. Pero con la misma verdad con que vino a la Virgen y para lo mismo: para que podamos vivir en la acción de gracias, para que nuestra alma pueda “proclamar la grandeza del Señor y alegrarse nuestro espíritu en Dios nuestro Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su sierva”. La pequeñez de esta humanidad necesitada, tan necesitada de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral
25 de marzo de 2021