Homilía en la Misa del viernes de la V semana de Cuaresma, el 26 de marzo de 2021.
Fecha: 26/03/2021
Ayer, día de la Encarnación, celebraba la Iglesia en España, también simultáneamente, en mejor día imposible, la Jornada por la Vida. Pensando en voz alta ahora mismo, se me ocurre que igual se podría haber dicho que esa Jornada por la Vida es una jornada para la Evangelización. Es decir, o una Jornada para la construcción de ese pueblo que ha nacido del costado abierto de Cristo y que recibe el nombre de Iglesia, del Pueblo nuevo de los hijos de Dios. Porque la valoración de la vida humana tiene que ver con Jesucristo y si la perspectiva de Jesucristo se pierde, si la perspectiva de que somos hijos de Dios, de que nuestro destino es el de ser hijos de Dios, el destino de todo ser humano, o vivir de acuerdo a la medida de aquello que ya somos, que es hijos de Dios, y de que nuestro destino es la participación en el Reino del Hijo de Dios y en la vida del Hijo de Dios, la vida humana no vale. Vale lo mismo que la de las hormigas o la de un animal superior, pero, en definitiva, no tiene más horizonte ni más meta que esta vida. Entonces, sólo tiene el valor de la defensa que hagan de ellos quienes quieran defenderla. Ninguno más.
Se habla mucho del derecho a la vida. El derecho a la vida es una expresión que relaciona a la persona con el Estado. Entonces, frente al Estado, tenemos derecho a la vida. Pero el derecho a la vida es una expresión absurda si pensamos en la vida misma, que es un regalo, que todos hemos recibido sin haber firmado para recibirlo. Es decir, es un don que nos ha sido hecho por nuestro Padre. Y que reconocemos gracias a que el Hijo de Dios, Jesucristo, nos revela al Padre y, como decía ya el Concilio, al revelarnos al Padre y Su designio de amor, revela la sublimidad de nuestro destino, la sublimidad de nuestra vocación. Nos descubre quiénes somos y es, entonces -también lo decía Juan Pablo II de una manera poderosa- “el estupor ante la dignidad de la persona humana se llama Evangelio, se llama también cristianismo”.
Recuerdo esto esta mañana, al día siguiente del Día de la Encarnación, que es el fundamento de la valoración de la vida humana, porque el Evangelio de hoy nos habla de la relación tan íntima… Lo ha dicho ya también hace unos días: “Yo y el Padre somos uno”. Y hoy decía: “El Padre está en mí y yo en Él”. Es decir, Jesucristo es el Hijo de Dios, pero tiene la misma naturaleza del Padre, porque el Padre, que es Amor, cuando comunica Su vida, la comunica íntegra y totalmente; la única diferencia entre el Padre y el Hijo es que el Padre no es Hijo y que el Hijo no es Padre. Esa es la única. Pero, en conocimiento, en voluntad, en poder. Y es el Hijo el que, ante el amor del Padre por su criatura, se entrega a la Encarnación y a la cruz que no es mas que la culminación de la Encarnación.
Yo quisiera recordar otra frase de Jesús en estas frases de San Juan, en esta especie de discursos que se distribuyen un poquito a lo largo de su Evangelio, y que constituyen todos ellos como aspectos de lo que fue el juicio de Jesús ante el Sanedrín, y es cuando Jesús dice: “De la misma manera el que me ama, vivirá por mí”. Jesucristo, el Hijo de Dios, ha venido a entregarse por nosotros y para entregar su vida a nosotros, de tal manera que nosotros Le amemos y vivamos de la vida que Él nos da. Lo que celebramos en estos días de Semana Santa es justamente la grandeza del destino humano, gracias al don sin límites del amor de Jesucristo. Y son días para profundizar en ese don.
Yo sé que cuesta extraordinariamente cuando estamos acostumbrados a toda la tradición de nuestras procesiones el renunciar a ellas. Y se entiende, por la belleza que tienen. Por la belleza que tiene el sentirnos pueblo en torno a Cristo y en torno a Su Madre. Sin embargo, si el Señor permite estas circunstancias, es para que profundicemos en el Misterio de Dios, que es, a la vez, la luz que ilumina el misterio que cada uno somos y que es nuestra vida, y que es nuestra llamada a la comunión y a la vida eterna.
Que el Señor nos conceda vivir esto con toda la medida de Su Gracia y a la medida de nuestra capacidad, porque no hay cosa más capaz de llenar de luz y de alegría la vida humana que es sabernos que nuestras vidas se edifican sobre una roca más firme que ninguna roca de este mundo, que es la roca que es Jesucristo. Y la Tradición recuerda hoy, por último, la Virgen de los Dolores. Es una ocasión para felicitar a las que se llaman Dolores, María Dolores, Lola o Lolita, que son muchísimas en el ámbito de la lengua hispana. Pero no es la fiesta litúrgica de la Virgen de los Dolores. La fiesta litúrgica se trasladó en el Concilio, desde ponerla a las puertas de la Pasión, al 15 de septiembre junto a la Exaltación de la Santa Cruz, para poder celebrar a la Virgen adecuadamente, de una manera mejor y más adecuada también al sentido hondo de la Tradición.
Sin embargo, la Virgen está todo al lado de la Pasión, y hay pueblos donde la patrona es la Virgen de los Dolores y se celebra hoy. Yo voy a ir esta mañana a Alhama a celebrar a la Virgen de las Angustias, patrona del pueblo de Alhama, pero la Virgen está todos los días junto al Señor. Está la Virgen, que nos representa a todos, y la Iglesia está llamada a vivir estos días junto al Señor y recibiendo del Señor la vida que ilumina nuestras vidas. Y cuando digo “nuestras vidas”, ilumina nuestras alegrías, porque las hace anticipos del Cielo. Ilumina nuestros sufrimientos y nuestros dolores, porque los hace parte de la Pasión del Señor. Todos ellos, hasta el más pequeño, hasta aquel en el que nosotros tenemos incluso nuestra parte de culpa o de complicidad con ese dolor, o con esa herida que llevamos en nuestro corazón y en nuestra alma.
El Señor se ha unido a nosotros con tal fuerza y se ha dado a nosotros con tal verdad, que nada que nos suceda en nuestra vida le es indiferente. Sencillamente, Él es parte de nosotros para siempre y nosotros parte de Él para siempre y parte de su historia para siempre. Recordad: “El Padre vive en Mí y Yo en Él”. Del mismo modo, “el que me ama, vivirá por mí”.
Que seamos conscientes de esta vida que el Señor nos da y que podamos acogerla con sencillez de corazón. De esa manera, prolongamos en la historia el destino de María que acompañó al Señor, que fuera Esposa del Espíritu Santo, como estamos nosotros llamados a ser, como es la Iglesia, y vivificada por ese Espíritu del Hijo de Dios, que es Señor y dador de vida.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de marzo de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral