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“Que el Señor haga renacer en nosotros la vida nueva de la Pascua”

Homilía en la celebración de la Pasión del Señor (Oficios) del Viernes Santo, el 2 de abril de 2021.

Fecha: 02/04/2021

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios; muy querido Sr. Nuncio, que nos hace el honor de acompañarnos y de presidir nuestras celebraciones, tanto ayer como hoy;

queridos sacerdotes concelebrantes;

amigos todos:

 

Lo que acabamos de oír no necesita tanta glosa, ni comentario, ni palabras que empobrezcan lo que la sobriedad y la esencialidad de este relato comunica. Es el centro de la historia humana, y el centro de la Creación, porque en el Gólgota Dios ha cumplido su designio de unirse a la creatura humana. Y a través de ella, al cosmos entero. Con un amor que no somos nosotros capaces ni de representarnos ni de imaginar. Cuántas veces dice el Evangelio que acabamos de escuchar, en el relato de la Pasión de San Juan: “Está cumplido para que se cumpla la Escritura”. Viendo que ya estaba todo cumplido. Se ha cumplido el designio de Dios. El designio de Dios al crear el mundo, al crear a nuestros padres, al crearnos a nosotros, a cada uno de nosotros. Porque la Voluntad y el designio de Dios es, justamente, unirse a nosotros, de tal manera que nosotros, creaturas hechas a imagen y semejanza de Dios, podamos participar de la vida divina. Y el Hijo de Dios, que se encarnó en el seno de la Virgen, ha consumado hoy eso que Él ayer decía en Sus propias palabras: “Es una Alianza nueva y eterna”.

 

Los judíos que habían leído a Jeremías sabían lo que eso quería decir, pero también nosotros, aunque no seamos expertos en el Antiguo Testamento. Entendemos lo que significa una “Alianza nueva” porque nadie podríamos imaginarnos  a Dios, o nadie podríamos imaginarnos –mejor- la grandeza de Dios en un hecho como el que acabamos de proclamar. Y, sin embargo, es esta humillación suprema de Dios, es este querer compartir la condición humana, y beber el cáliz de la condición humana hasta el fondo, hasta que el último gesto de Jesús en su ministerio mortal, en su ministerio terreno, haya sido beber un poco de vinagre para saciar su sed. Él, que le había dicho a la samaritana: “Yo tengo un agua que quien bebe de ella no vuelve nunca a tener sed”. Diciéndole así que Él era el portador de la vida eterna. Pues, el portador de la vida eterna nos ama hasta tal punto que quiere darse por entero a nosotros y de una forma especialmente humillante, especialmente dolorosa y cruel. Para que ningún hombre pueda decir jamás, en su miseria, o en su dolor, en su angustias, “Dios no está conmigo”, “Dios no puede entender por lo que yo estoy pasando”, “Dios no puede entender este dolor”, “Dios no puede sentir la soledad, la angustia o la ansiedad que yo tengo”. Él ha querido beber hasta el fondo la condición humana, sembrándose a Sí en nuestra historia, en nuestra humanidad, en nuestra tierra. Para que en esa tierra el grano de trigo muerto pueda hacer florecer una espiga de alabanza. Millones de espigas de alabanza que brotan del amor infinito de Dios entregado en Cristo. Todo está cumplido.  

 

En estos días leíamos un texto en la Liturgia de las Horas que se ha repetido muchas veces: “La prueba de que Dios nos ama es que siendo nosotros todavía pecadores –(es decir, no por nuestros méritos, no porque nosotros lo hayamos merecido, no porque nosotros hayamos ganado con nuestro esfuerzo el amor de Dios, sino siendo pecadores, siendo blasfemos, siendo egoístas, siendo mezquinos, siendo avariciosos, lujuriosos, siendo nosotros, viviendo de espaldas a Dios de tantas maneras)-, el Señor no se ha echado para atrás”. El Señor no se ha rendido. No se ha dejado rendir por el mal, sino que ha derrochado Su amor hasta el extremo. No hay amor mayor que el de dar la vida por aquellos a los que uno ama. En ese abrazo de Cristo en la cruz, quiero decir que estábamos cada uno de nosotros; que no es un gesto que Jesús hace una vez y agota su significado en el momento en que lo hace y pertenece al pasado, y entonces nosotros ahora lo recordamos y lo recordamos con piedad, con ternura, con veneración. No. Es un gesto que por ser Dios quien lo hace, por ser el Hijo de Dios quien lo hace, abraza a la humanidad entera y a la Creación entera.

 

Yo sé que en nuestro tiempo, especialmente en este tiempo de tanta inestabilidad, de la pandemia, de tantas dificultades también en la vida personal, en la vida de las familias, en los trabajos, en todas las cosas, en las relaciones humanas en general, con tanta multiplicación de la violencia (de una forma o de otra), nos parece que el poder del mal es tremendo. Nos asusta ese poder del mal. Yo no sería sacerdote de Jesucristo si no quisiera anunciaros, con todas mis pobres fuerzas, que el poder del mal no es nada al lado del poder del amor con el que Dios nos ama a cada uno. Y nos ama a todos.

 

Si no, estaríamos confesando que nuestro verdadero Dios es el mal. No. El mal lo ha vencido Cristo y lo ha vencido en la cruz. Lo ha vencido de la manera que el mal jamás se imaginaría que podría ser vencido. Porque cuando nosotros nos imaginamos el poder, nos lo imaginamos siempre con grandes manifestaciones de poder. La demostración de poder que tienen los tres sinópticos en la palabra de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, al comienzo del Salmo. “Todo está cumplido”. Y dice el Evangelista San Juan: “Entregó Su espíritu”. Efectivamente. En ese momento, es una manera humana de decir “murió”. Entregó Su aliento, sólo que el aliento del Hijo de Dios es la vida divina, y a partir de ese momento el aliento de Dios está suelto por la tierra, para que si Le abrimos nuestros corazón, Él pueda darse a nosotros, y hacer nacer en nosotros la vida grande y bella de los hijos de Dios, el mundo nuevo, la Creación nueva, que nace de la mañana de Pascua. Pero que nace también del Gólgota, donde el Hijo de Dios se ha entregado por entero. Le quedaba una misión por hacer: anunciar a los muertos que la muerte había sido vencida. Su unión con nuestra naturaleza, con nuestra condición humana ha sido una unión hasta la muerte. El descenso a los infiernos que proclamamos en el Credo no quiere decir que Dios ha bajado a lo que los cristianos llamamos “el infierno” o ha ido. No. Era el lugar de los muertos. Y Cristo va al lugar de los muertos y rescata. Cuántas veces ese icono de Cristo rescatando a Adán y Eva, rescatando a la humanidad con el poder salvador de Su amor.

 

Mis queridos hermanos, la única actitud posible cuando uno se asoma a esta realidad grande que es la Revelación suprema de Dios -repito, Dios se revela como grande, no a la manera de los poderes del mundo, con sus símbolos de poder, sino precisamente en Su capacidad de darSe por entero. En su capacidad de entregarSe, donde se revela precisamente como amor. No como alguien que tiene sentimientos de amor, sino como el Amor, con mayúscula. Y ese Amor es el comienzo de nuestra vida y la única esperanza del mundo. Y la única esperanza, también, para nosotros. Acoger ese Amor, adorar ese Amor es lo que vamos a hacer ahora adorando la cruz. Adorar ese Amor. Y dejar que ese Amor cale, por así decir, en nuestra tierra y produzca semilla. Es el sembrador quien Se ha sembrado en nosotros. Y produzca fruto esa semilla al treinta, al sesenta, al ciento por uno, para Gloria de Dios, y para vida nuestra, y para alegría nuestra. No lo olvidéis, Jesús dijo “Yo he venido para que Mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”.

 

Que el Señor, abriendo nuestro corazón al poder salvador de Su amor revelado en la Pasión y en la Muerte de Cristo, haga renacer en nosotros la vida nueva de la Pascua, la nueva Creación. Esa nueva primavera que es, justamente, como recuerda la vigilia pascual, un nuevo comienzo de la Creación y de la historia. Un nuevo comienzo en nuestras vidas. Una alegría que sacia nuestra sed de plenitud y que salta hasta la vida eterna.

 

Que así sea.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

2 de abril de 2021

S.I Catedral de Granada

 

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