Homilía en la Eucaristía del II Domingo de Pascua, el 11 de abril de 2021, en la S.I Catedral.
Fecha: 11/04/2021
Es verdad: ha resucitado el Señor. No se lo creían, no se lo podían creer. Cuando los hombres hacemos eso que se suele llamar “ciencia ficción”, que nos imaginamos un futuro o una cosa que no ha sucedido en nuestra historia, generalmente lo que hacemos es reproducir, de una manera más o menos exagerada, más o menos histriónica o abultada, ciertas características de nuestra cultura y de nuestro presente. Todas las películas de ciencia ficción, con alguna rarísima excepción, pueden meterse en ese marco y caben perfectamente. Son proyecciones de nuestra cultura. Proyecciones de nuestra manera de pensar. Si pensamos, por ejemplo, que la vida es una cuestión de luchas de poder, pues proyectamos eso también sobre cosas del pasado. Series como “Juegos de Tronos” no son más que una proyección del poder, y de la historia, como una mera lucha de poder que tenemos los hombres del siglo XXI. Lo decía ya C.S. Lewis, autor de las “Crónicas de Narnia” o de “Prelandia”, que trató de escribir algunos libros de ciencia ficción que se salieran del esquema. Pero es inevitable, nosotros tenemos una experiencia de la realidad y del mundo, y la proyectamos en lo que hacemos, en cómo vemos qué sería posible que pasara, o qué desearíamos que pasara, o qué temeríamos que pasara, que todo eso está presente en la ciencia ficción.
Yo el domingo pasado os decía que la Resurrección no era una interpretación, que era un Acontecimiento único en la historia. Y aunque no es ningún argumento a favor o que le vaya a permitir a nadie convertirse (porque no es así como uno entra en la fe, sino de otras formas), sí que respalda un poco la verdad de ese Acontecimiento el hecho de que no respondía para nada a ninguna categoría cultural de su tiempo, ni de los judíos, ni de los griegos, ni del mundo helenístico de nadie: que un hombre pueda vencer a la muerte. Entre los judíos, y entre la mayor parte de la población de aquel tiempo, que era una población muy en contacto con la dureza de la vida y de la realidad (pastores, agricultores), saben perfectamente que todos los seres mueren y que nadie ha vuelto después de la muerte. Es un Acontecimiento único. No hay otro Acontecimiento al que podamos acudir como analogía, o como parecido, al anuncio de la Resurrección de Jesucristo que se parezca a Él sino la Creación.
Los judíos no podían creer. Ellos esperaban la resurrección, pero hacían coincidir la resurrección de todos con el fin del mundo. Y se nota en los Hechos de los Apóstoles que a ellos mismos les costaba, a los mismos apóstoles les costaba –de alguna manera-, pensar que Cristo había resucitado, pero que el fin del mundo había sucedido. Les costaba mucho, no estaba en su manera de pensar. Por lo tanto, aunque lo insinúe o lo diga “Jesucristo Superstar”, no tiene nada que ver con una proyección del pensamiento de los discípulos. Ninguno de ellos esperaba encontrarse con Cristo vivo, vencedor de la muerte. Y los griegos, por supuesto, creían en la inmortalidad del alma, pero pensaban que los cuerpos eran algo tan desechable, miserable… Cuando San Pablo, a quien habían escuchado en el Areópago de Atenas con bastante interés mientras hablaba de Dios como Aquel “en quien vivimos, nos movemos y existimos”, al mencionar la resurrección de la carne no pensaron que eso mereciera la pena tomárselo en serio.
Nada en las categorías del mundo antiguo permitía un anuncio como el que los apóstoles hacen. Y siendo –antes de la Resurrección- unos hombres llenos de miedos y de todas las fragilidades humanas, sin embargo, experimentan el poder de la Resurrección, en sus propias relaciones, en lo que sucede alrededor de ellos. Ese es el espíritu que el Señor les había prometido.
Lo que yo quiero decir hoy es que ese Acontecimiento lo ilumina todo en la vida. Y la Primera Lectura de hoy nos lo hace ver un poco. Los apóstoles y discípulos de aquella primera comunidad vivían teniéndolo todo en común. Nunca, ningún comunismo de los que han dominado el mundo en los últimos siglos ha hablado (porque el comunismo es una cosa y la vida de comunión y de comunidad es otra) han puesto de manifiesto un sentido del compartir, del ser todos uno, del ser todos una sola familia, un solo cuerpo, como viene implícito y nace por así decir de la luz de la Resurrección entre los cristianos.
Yo sé que eso es fácil de vivir cuando son cien personas, quinientas, unos pocos miles. Cuando se vive en un mundo con la historia que tiene nuestro mundo, y su cultura propia, que es una cultura basada en una propiedad privada concebida como señorío absoluto sobre aquello de lo que soy dueño. Señorío absoluto, esa es la diferencia, no como administradores de unos bienes que Dios nos da para que sean útiles a nuestra vida y nosotros compartamos con los hermanos.
Pues, aquello era un fruto de la Resurrección. Yo sé que los frutos de la Resurrección en nuestro mundo deberían expresarse de formas diferentes a como se expresaban en aquel momento. Pero sí que tendrían que cambiar todas las dimensiones de nuestra vida, nuestro modo de vivir el amor y la familia, nuestro modo de vivir el trabajo, la propiedad, la vida económica, nuestro modo de concebir la vida política como un cooperar todos al bien común. Me diréis, “pero eso sí que es ciencia ficción”. Pues sí, sí que es ciencia ficción. Pero también os digo que es la única esperanza para un mundo que, precisamente porque no vive eso, se muere a chorros. Justamente porque no le pide al Señor y no empieza el vivir de otra manera, nos morimos a chorros, inevitablemente, aunque salgamos de la pandemia, aunque un día pueda… Si lo que se va a renovar es la economía que teníamos antes es como curarse de la cocaína con la metadona. No. Volvemos a donde estábamos. Volvemos a donde nos ha conducido donde estamos ahora mismo. Con vacunas y sin vacunas.
Si hay una posibilidad de novedad esa posibilidad de novedad está en acoger a Cristo. De una verdadera novedad, de una verdadera alternativa al mundo en el que vivimos. Y que tenemos que humildemente, pobremente –probablemente, en pequeñas unidades de pueblo, de barrio, de familias en el sentido más amplio-, tratar de construir redes humanas de cooperación mutua donde busquemos el bien de los demás. Donde amemos tanto el amor de los demás que no tengamos miedo a arriesgar nuestra vida por su bien. No porque seas alguien a quien quiero más que los demás, sino porque eres tú, un hijo o hija de Dios, y eso te hace lo suficientemente amable para que puedas ser amada con un amor que se parece –si eres amado por un cristiano- al amor con el que Dios nos ama.
Podéis pensar lo que queráis, pero, o encaminamos nuestras vidas, y las vidas de nuestras pequeñas comunidades (…) en nuestros pequeños grupos, comunidades de relaciones humanas, empezamos a proponer y a vivir de otra manera, con otras categorías que nacen de la Resurrección. Estaremos contribuyendo al nacimiento de esa nueva cultura que el mundo necesita. Que la necesita como el aire para respirar, tanto como el aire para respirar. Porque si no tenemos esa cultura y seguimos con la cultura del poder y de la acumulación, destruiremos también el aire, el agua, tantas cosas.
Leía yo hace pocos días que el agua de beber, al menos en el mundo desarrollado, cuesta ya más que los combustibles fósiles. Dios hizo el agua para que todos bebiéramos. Si seguimos con el ritmo de contaminación con el que seguimos, dentro de poco nos venderían botellas de aire para poder respirar, y cada uno tendría que llevar su botella de aire para seguir respirando y seguir contribuyendo a eso que se llama “el desarrollo de la economía”. Dios nos ampare.
Mis queridos hermanos, sólo quiero deciros que el Acontecimiento de la Resurrección cambia la vida. Y que si nos decimos cristianos y queremos acoger a Jesucristo, tenemos que pedirLe que realmente nuestra vida cambie; que nuestras categorías cambien. Empezando por el amor, porque hasta la concepción del amor humano, el amor entre un hombre y una mujer, el amor familiar de la vida de familia, todo está afectado. Si Cristo ha vencido a la muerte, Su enseñanza es verdadera, sus mandamientos son nuestra vida, no son capricho (…), eso es una imagen de Dios pagana, terrible, tan poco concorde con el Dios de la revelación. Los mandamientos de Dios que se reducen a dos: “Amar a Dios con todas tus fuerzas” y “Amaros unos a otros como Dios nos ama” (o lo más parecido posible a como Dios nos ama).
Eso es la única esperanza para este mundo en el que estamos. La verdadera esperanza de lo que nosotros podemos ofrecer: anunciar, más que con nuestras palabras, con un modo de vivir sencillo, humilde. No tenemos que tener la pretensión de cambiar el mundo. Con que el Señor nos conceda la gracia de que podamos cambiar cuatro, cinco metros cuadrados alrededor nuestro, quince, veinte, cien, lo que podamos, a donde llegue nuestro afecto, nuestras manos, nuestra mirada, nuestras relaciones humanas. Y eso significa que cambie nuestro corazón y, entonces, también nosotros habremos metido los dedos en las llagas de Jesús, porque habremos comprobado que Cristo está vivo. Porque esa vida humana, esa forma de vida humana no la construimos nosotros a base de propósitos o de fuerza de voluntad, de empeños, como nos empeñamos en ser un número uno en nuestro curso o cosas así. No. Nos damos cuenta de que ese tipo de amor, de novedad en la vida, no es una invención nuestra, no es algo que nosotros con nuestro ingenio hemos fabricado. Es algo que recibimos como un don, como una gracia. Y entonces, también nosotros caeremos y diremos “Señor mío y Dios mío”.
La Resurrección de Jesucristo lo ilumina todo en la vida, todas las dimensiones, todos los gestos humanos. No hay gestos humanos que no tengan que ver con que Cristo ha resucitado. No hay acción, no hay nada que quede fuera del alcance de la luz de Jesucristo.
Y al mismo tiempo, que Cristo haya resucitado y que creamos en la Resurrección de Jesucristo nos descubre que tenemos que tener nuestra esperanza puesta en las cosas de arriba. El único que no nos va a fallar es Jesucristo. Todo lo demás nos va a fallar. Que nuestra juventud pasará, que los regímenes políticos pasan, se acaban, mueren, que la historia, en ese sentido, no es muy diferente nunca. Que nosotros mismos tenemos un espacio de vida limitad. Un día moriremos con pandemia o sin pandemia. Que somos seres mortales y que sólo gracias a Jesucristo cada uno de nuestros gestos tiene conexión con la eternidad, tiene conexión con el Cielo. Está traspasado por la luz de Cielo, por la vida de Dios. Tiene un significado eterno que proviene de Dios.
Y por lo tanto, nuestras vidas tienen un valor claro, eterno. Y tienen una trascendencia, porque permanecen para siempre. Nuestro destino no es el olvido del sepulcro, de la tumba o del tanatorio, o de las cenizas. Nuestro destino eres Tú, Señor. “Señor mío, Dios mío”. El Señor dijo: “Dichosos los que crean sin haber visto”. También nosotros vemos, no nos engañemos. Es verdad que no hemos metido la mano, físicamente, en las llagas del Señor, pero es verdad que podemos ver qué queda del mundo, cuando ese mundo es un mundo sin Dios. Qué queda de la vida humana y de la vida humana, cuando el mundo es un mundo sin Dios. Y qué crea, al contrario, cómo se llena la vida, cuando nosotros acogemos a Cristo de una manera que nosotros no somos capaces de llenarla, ni de darnos esa alegría, ni de cumplir los anhelos profundos de nuestro corazón.
Vamos a profesar nuestra fe y a pedirLe humildemente al Señor que participemos de esa dicha de quienes creen, habiendo visto lo que nos es posible ver, que son los frutos de la Resurrección de Cristo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
11 de abril de 2021
S.I Catedral (Granada)