Homilía en la Misa del miércoles de la IV semana de Pascua, el 28 de abril de 2021.
Fecha: 28/04/2021
Terminaba diciendo: “Yo y el Padre somos uno”. Y hoy Jesús sigue dando vuelvas a esa relación Suya con el Padre, que es tan decisiva para asomarnos al Misterio grande de quién es Jesús. Él es, por así decirlo, lo visible de Dios. Dios, “a quien nadie ha visto jamás”, como dirá el prólogo de San Juan, se ha hecho carne y en el Hijo hecho carne nosotros hemos tenido acceso a Dios y hemos recibido gracia tras gracia.
En una especie de palabra que comenta una de las Lecturas del Oficio de lecturas de hoy dice: “Jesucristo ha resucitado de entre los muertos y por eso hemos puesto nuestra esperanza en Dios”. La Resurrección de Jesucristo nos abre este horizonte insondable de Dios, nos abre el Misterio de Cristo y en el Misterio de Cristo se nos abre el horizonte de la vida eterna para nosotros. Y de la vida eterna como participación en la intimidad y en la vida de Dios.
Es curioso: al hombre moderno -a nosotros- nos cuesta, realmente, tomarnos en serio que Jesucristo sea Dios. Nos es más fácil entenderle como un maestro de moral, como ha habido tantos, que nos ha enseñado a vivir bien, que nos ha enseñado el camino de la verdad, hasta a veces se oye decir “que murió por sus ideas” (hay tantos que han muerto por ideas equivocadas a lo largo de la historia… pero, quizás, especialmente, en el siglo XX, donde las ideologías han arrastrado la vida de tantas personas que han muerto con buena intención, con ideas totalmente erróneas). Pero tendemos a entender a Jesús como alguien que nos ha enseñado el camino del bien, donde el énfasis está en Su palabra, más que en Su persona, y también en nosotros, en lo que podemos aprender de Él para vivir mejor. Es curioso, en la Antigüedad, el escándalo de la Encarnación (la Encarnación ha sido siempre un escándalo para la mente humana) se tenía más tentación de dudar de la humanidad de Jesús que de Su divinidad. Y si se dudaba de Su divinidad, era porque se pensaba imposible que Dios, el Dios único, pudiera tener mezcla con la carne. Y entonces, se le pensaba a Jesús. Cuando se negaba Su divinidad, no es que se le hiciera un hombre, o un maestro, sino se le hacía como un “demiurgo”, un mediador, un ser intermedio, un ángel, lo que queráis, pero había más tentación de dudar de Su humanidad plena. De hecho, hasta en el Corán, cuando se habla de Jesús lo que se pone en duda es que muriera, que pudiera morir siendo Jesús, y no es que el Corán confiese que Jesús es Dios en absoluto, pero han recibido también esa Tradición y provenía de una secta cristiana que afirmaba que el Verbo de Dios, siendo inefable y siendo divino, no podía morir y que, entonces, la muerte de Jesús tenía que ser una muerte aparente. No podía ser una muerte de verdad, no podía ser verdad lo que decimos en el Credo: “Descendió a los Infiernos, descendió al lugar de los muertos”. Murió verdaderamente, compartió nuestra condición humana hasta en la muerte.
El Evangelio de Juan pone de manifiesto en un lenguaje mucho más explícito (como veíamos ayer y como vemos hoy, que “el que me ve a Mi, ve al que me ha enviado”), pone algo mucho más explícito que está en los demás Evangelios, cuando Jesús compara el hecho de que uno de Sus discípulos arranquen unas espigas para abrirle un camino con el trabajo que los sacerdotes hacen en el templo. Él no va diciendo por ahí “Yo soy Dios”, pero los sacerdotes sirven en el templo y no pecan, estos están haciendo esto y no pecan. ¿Por qué? Porque aquí hay más que el templo. “Más que el Templo”: no hay más que Dios. Jesús habló de Su persona de manera que el que quería oír en su tiempo, los judíos se dieron perfectamente cuenta: “Este merece morir porque se ha hecho Hijo de Dios”.
El Señor Jesús nos ha invitado a participar de esa relación Suya con el Padre. “Me voy a Mi Padre y a vuestro Padre, Mi Dios y vuestro Dios”. “Cuando oréis, orad así: Padre nuestro”, es decir, nos está haciendo partícipes de Su vida de Hijo de Dios. Y luego, que en la Eucaristía, ese Jesús en quien, como decía San Pablo, “habitaba corporalmente la plenitud de la divinidad”. Cuando comulgamos el Cuerpo de Cristo es Dios mismo quien viene a nosotros. La Encarnación vuelve a suceder, pero sucede en cada uno de nosotros. Si nos diéramos cuenta hasta el fondo, o un poquito más, pero con más profundidad, de lo que sucede en cada Eucaristía tendríamos que salir de Misa dando saltos de alegría, porque nos llevamos al Señor con nosotros. Mejor dicho, nos lleva el Señor con Él. Porque a quién recibimos es al mismo Hijo de Dios, que se encarga en nuestra pobre humanidad, tan frágil, tan llena de debilidades, tan pequeña a veces, tan mezquina, tan herida.
Esté como esté, el Señor viene a nosotros y no se avergüenza de venir a nosotros. Y esa es la razón de ser de todo lo que nos recuerda la Escritura acerca de Jesucristo, de los comienzos de la Iglesia, acerca de quién nos ha revelado Jesús que es Dios para nosotros y cómo nos ha revelado también lo que nosotros somos para Dios.
Que Él nos ayude a vivirlo con paz, con alegría, rebosantes de gozo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de granada
28 de abril de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral