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La lluvia y la tierra seca

I Domingo de Adviento. Ciclo A

Fecha: 25/11/2004. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 426



Mateo 24, 37-44
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé.
Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre:
Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa.
Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.»



Alguien que conozco suele decir que el ángel no le envió a la Virgen una carta diciéndole a la hora que iba a llegar. Aunque el homo faber es el hombre de la fe ingenua en la planificación, el patético Prometeo del todo está bajo control, y sueña con una vida (por llamarla de algún modo) en que no habría lugar para lo imprevisto, lo cierto es que eso es vivir en las nubes. Es cada vez más evidente, por ejemplo, a pesar de toda la mitología que las rodea, que las llamadas ciencias sociales no tienen verdadera capacidad de previsión, y ninguna de las terribles catástrofes causadas por los hombres durante el siglo XX había sido anunciada por ellas.

Mucho más que las desgracias (en parte previsibles a la inteligencia, aunque no al cálculo), el bien acontece por sorpresa, como una bella mañana vista con ojos de niño. «El arte sucede», decía un escritor contemporáneo cuyo nombre no puedo recordar. El amor sucede, porque cuando no sucede, cuando se obtiene consiguiéndolo, no es amor. Y la vida sucede, como un don absoluto, como un acontecimiento del todo inesperado, para quien lo recibe, por supuesto, pero también inesperado y desbordante incluso para los padres que más han esperado y deseado el hijo. «El mundo –escribía Wittgenstein– no está hecho de cosas, sino de acontecimientos».

El Evangelio de este domingo quiere dirigir nuestros ojos al acontecimiento que hace que la Historia sea Historia, y no una aburrida sucesión de pasiones humanas, y de mitos al servicio de los poderosos: el acontecimiento de Cristo. ¡Cristo viene! Y con Él viene la misericordia, viene la paz y la reconciliación.

En realidad, Cristo está en todas las cosas. Toda la creación y todo en la creación es signo de Él. Más aún, la creación, podríamos decir, está hecha de Él. Él es su causa, su plenitud, su contenido más verdadero: «Todo ha sido creado por Él y para Él, y todo tiene en Él su consistencia». Sólo que una espesa historia de pecado, desde los orígenes, no nos hace nada fácil reconocerle, y el mundo se ha vuelto un lugar cerrado de desolación, de lucha y de violencia. Cristo viene a liberarnos de la cárcel y a devolvernos a la libertad y a la vida.

Por eso, el Evangelio quiere también despertar nuestra mente, distraída como en los días del diluvio. Lo hace con pasión, provocadoramente, como suele hacerlo el Señor, porque lo que está en juego es nuestra vida. Mientras nosotros censuramos nuestros deseos para que se reduzcan a lo que se puede comprar en el mercado del mundo, Cristo viene. Vino un día al seno de la Virgen, donde amaneció la gracia. Viene, en esa preciosa y humanísima pedagogía que es la liturgia de la Iglesia, en la Navidad. Viene también, claro, al final de la Historia, y al final de mi peregrinación por ella. Pero viene siempre, está siempre viniendo, como un ladrón en la noche, en todas las cosas, en todas las personas, en todas las circunstancia.

Poder reconocerle, eso es la libertad. «Mi alma está sedienta de Ti, como tierra reseca, agostada, sin agua».

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada 

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