Homilía en la Eucaristía del XII Domingo del Tiempo Ordinario, el 20 de junio de 2021.
Fecha: 20/06/2021
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo;
queridos miembros de los Pueri cantores y de la escuela cordobesa;
queridos hermanos y amigos todos:
El Evangelio de hoy es, en el fondo, muy sencillo y, sin embargo, está lleno de riquezas y de tesoros. En nuestros libros de texto sobre la Historia de España, cuando se habla de la historia muy antigua se dice que España estaba poblada por íberos y luego vinieron los fenicios, luego los cartagineses. ¿Os suena eso, no?
Los fenicios y los cartagineses eran prácticamente los mismos, porque los fenicios habían hecho un puerto en el Mediterráneo occidental, en Cartago, y luego se extendieron también aquí hasta Cartagena, que era la nueva Cartago, y en realidad estaban por todo el Mediterráneo, pero no eran diferentes de los fenicios; de hecho, hablaban la misma lengua con unas pequeñas variantes dialectales. ¿Y qué tiene que ver esto con el Evangelio? Pues, que la costa del Líbano, que era el lugar donde vivían los fenicios, era una costa un poco parecida a la costa gallega y a ciertas partes de la cornisa cantábrica, muy accidentada, muy de montañas que llegan casi hasta el mar, de puertos que se podían proteger fácilmente en calas, desde los acantilados de alrededor. El pueblo fenicio fue siempre un pueblo marinero, que vivió del comercio en el mar y el mar les resultaba familiar, pero cuando se acaba la costa fenicia y empieza la costa de lo que se llama Israel hoy, de Palestina, en realidad se acaban los puertos.
Aquello es una playa y el pueblo de Israel nunca fue un pueblo navegante, nunca, porque los enemigos venían siempre del interior, del desierto y los males venían siempre del desierto. Pero la playa era el lugar donde uno moría y, para Israel, desde la antigüedad más remota que nos llega de las tradiciones del Antiguo Testamento, el mar era el símbolo de la muerte. El lugar donde habita el monstruo marino. Ellos no fueron nunca marineros ni navegantes, más bien les daba mucho miedo el mar.
Creo que son datos importantes para entender las dos Lecturas de hoy. En primer lugar, la de Job. Conocéis la historia. Yo no sé por qué se le considera el patrono de la paciencia, porque no es que en el libro de Job se ponga de manifiesto mucha paciencia. Job se enfadaba mucho. Se enfadó con el Señor. Maldijo el día en que había sido concebido y en que había nacido, por lo tanto, si eso es paciencia, no es lo que nosotros solemos entender por paciencia. Se peleó verdaderamente con Dios y, al principio, a lo que apelaba en su discusión con Dios era a que se había portado bien. ¿Por qué le tenían que pasar todas estas desgracias? En el Antiguo Testamento no hay una verdadera respuesta a ese problema que –veréis- no le causaba a Job ni a nadie en su época (de hecho, no le ha causado a nadie hasta el siglo XVIII de nuestra época) el perder la fe. Lo que sucede es que no lo entendían, pero no perdían la fe. El argumento de que el silencio de Dios o la realidad del mal en el mundo físico, o en la vida o la historia, pero sobre todo en la naturaleza, exista, sólo se ha convertido en objeción para la existencia de Dios después de que hemos pensado que Dios era como un ingeniero que había organizado, creado y puesto en orden el mundo. Esa no es la imagen cristiana de Dios. Entonces, a partir del momento en que Dios es el ingeniero que lo crea, este mundo no funciona bien: hay tormentas, tempestades, inundaciones, terremotos y dices “pues el ingeniero no ha hecho bien esto”. “Una de dos -decía un filósofo inglés del siglo XVIII-, o no es bueno y no quiere arreglarlo, o no tiene el poder de arreglarlo”. Y el mal empieza entonces a convertirse en una especie de objeción para la existencia de Dios. La pregunta más aguda de eso es cuando entraron, al final de la Guerra Mundial, las tropas americanas en Auschwitz y vieron todo aquello. Muchos se preguntaron: ¿dónde estaba Dios en Auschwitz? Pues, Dios estaba en Auschwitz, en los niños con los que se había hecho jabón, en las víctimas que habían muerto en las duchas envenenadas, en las cámaras de gas, en los difuntos… Porque Dios no es ese ingeniero que el pensamiento, desde el Renacimiento hasta acá ha pensado, sino que es Aquel que nos da participación en su Ser y que está en todas las cosas. Sólo hay un lugar donde Dios no está y es en el mal, en el pecado. Pero en los que sufren el mal, sí. Todo lo que existe participa del Ser de Dios y la criatura humana, creada a imagen y semejanza de Dios, es particularmente amada.
San Juan Pablo II decía que el ser humano es la única criatura que Dios ama, no en función de otra cosa, como las plantas con las que nos alimentamos, los animales con los que muchas personas nos alimentamos, las piedras, que están en función del bienestar y el ser del hombre; el hombre ha sido creado y amado por sí mismo. Tú, quien seas (y digo “tú” para personalizar a cada uno de nosotros), somos (y no digo hemos sido o fuimos) amados por Dios con un amor gratuito, infinito, incondicional, eterno. Y con el deseo somos creados por Dios y somos creados también en este mismo momento. Somos sostenidos para que podamos participar de la vida del Hijo de Dios y ser hijos de Dios, y participar de la vida divina.
Tomar conciencia de ese hecho hace posibles dos cosas. Una, lo que dice San Pablo también en la Lectura de hoy que “no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros ha muerto y ha resucitado”. Esa es la primera cosa. Y la segunda, el poder vivir sin temor y con esperanza, con la certeza grande de que la muerte no es nuestro destino. Nuestro destino es la vida divina. Nuestro destino es el Paraíso que es la participación, ya sin velos, de la Gloria de Dios. La muerte es sólo nuestro último paso en nuestra peregrinación por la tierra, pero es el momento del retorno a casa. Los primeros cristianos le decían a la muerte “el día del nacimiento”, y no lo decían por hacerse los graciosos o porque no sentían el dolor o la angustia o las ansiedades del hecho de la muerte, sino por la conciencia clara de que nuestro destino es la vida eterna y que nuestra vida es un peregrinar. Comparaban la vida del hombre en la tierra como la vida del feto en el seno de la madre, que siente cosas, oye voces, aunque no sepa interpretarlas, siente un maltrato si lo hay o una caricia si la hay, pero vive a oscuras. Vive, de alguna manera, como en una cierta oscuridad. Las primeras generaciones cristianas decían: “Así vivimos nosotros en la tierra”, en una cierta oscuridad, en una cierta niebla. No vemos a Dios, no podemos aferrarLe, no podemos ver la inmensidad de Su belleza. Sólo vemos las obras bellas que Él ha hecho en la Creación o que ha permitido que los hombres hagamos en la Creación, pero no Le vemos a Él, y la muerte nos permite acceder a la Gloria de Dios. Acceder a la vida eterna, donde podemos gozar de su amor infinito, ya sin los velos, sin la oscuridad de esta vida. Esa es la razón por la que, al día de la muerte, le llamaban el “día del nacimiento”. Es el día en que nacemos a la vida definitiva y verdadera mientras que aquí somos peregrinos, haciendo el camino de Santiago, sólo que es un camino más largo, con más dificultades, más parecido al mar donde hay toda clase de situaciones difíciles.
Aún hoy, pero, en la antigüedad, era muy evidente el poder enorme del mar y de las aguas enfurecidas. Pero eso, en la tradición israelita y judía se identificaba con las fuerzas del mal, el lugar del monstruo marino, y le tenían miedo. Y Dios le responde a Job diciendo: “¿Pero, tú qué sabes si no entiendes este mundo siquiera? Ni siquiera sabes cuáles son los límites del mar y quién ha puesto al mar”. Esa es la respuesta del Antiguo Testamento ante el sufrimiento. Fíate de Dios. Dios que te ha dado todos los bienes que tienes; que ha creado el mundo, ¿y quieres tú saberlo todo?
Es una respuesta que vale, pero que es imperfecta. La verdadera respuesta al problema del mal sólo se encuentra en la cruz de Jesucristo. Y que no es una respuesta teórica. Es Dios mismo abrazando nuestra existencia marcada por el mal y ese es el modo en el que el Señor manda a las olas. En su ministerio público hacía signos que mostraban quién era Él y esos signos eran especiales. Pero el Señor no rompe las leyes de la naturaleza, no rompe los ritmos de la tierra y de la vida humana tal como están inscritos en nuestro ser. Pero sí que se abraza a nosotros. Sí que se da a nosotros, con un amor tan grande, con una unión tan grande que con un grano de mostaza nos hace posible pasar por todas las circunstancias, no sin dolor. Sí que tendría entonces razón Marx cuando decía que la religión era el opio del pueblo. No, Jesucristo no ha prometido nunca quitarnos el dolor o la ansiedad o la angustia por la soledad, o el miedo, pero sí la certeza de que nunca estamos solos. Sí la certeza de que podemos ser plenamente nosotros mismos, porque el mal no tiene nunca la última palabra en nuestra vida como no lo tiene la muerte. La última palabra la tiene sólo el amor infinito; el amor infinito que nos crea y nos redime.
Señor, Tú, que eres más fuerte que el mal, ayúdanos en este tiempo también singularmente difícil y nuevo en la historia de los hombres que estamos viviendo y del que parece que estamos saliendo, pero que todavía se prolonga de muchas maneras. Danos la certeza de Tu amor. La certeza de Tu poder sobre el mal; que no nos venza llenándonos de tristeza. La fuerza que vemos en el mundo del mal, que la vemos incluso en tu propia Iglesia, que no nos venza esa visión del mal, con la certeza de que Tú eres más fuerte que todo el mal y de que Tú, aunque parezca que estás dormido, estás siempre con nosotros.
Sólo pides de nosotros que confiemos en Ti y Tú nos rescatas sobre todo del miedo que produce el enorme poder del mal, y nos das la libertad con respecto a ese miedo, la libertad con respecto a las apreciaciones del mundo, la libertad con respecto a nuestros propios juicios y pensamientos en los que nos enredamos tantas veces. Danos la libertad. “Para ser libres nos ha liberado Cristo”. Ser de Cristo no es perder nada. Ser de Cristo es ganarnos a nosotros mismos, disponer de nosotros mismos, poder dar nuestra vida, poder amar, poder hasta entregar la vida por la vida de otros, como el Señor hace con nosotros.
Que el Señor nos conceda algo de esta sabiduría y que podamos experimentarla. Que no sean unas palabras que hemos oído. Que podamos experimentarla en nuestra vida para vivir todas las circunstancias de nuestra vida sin que decaiga nuestra esperanza. Y de modo que permanezca, hasta en medio de las dificultades, nuestra alegría, la alegría que Cristo quería que floreciese en nosotros en plenitud.
Que así sea para todos los que estamos aquí y, Dios quiera, para todos los hombres.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
20 de junio de 2021
S.I Catedral de Granada