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“Ser sacramento de Cristo”

Homilía en la Eucaristía de las Ordenaciones diaconales de cuatro seminaristas (3 del diocesano San Cecilio y uno del misionero Redemptoris Mater), celebrada en la Catedral el 27 de junio de 2021.

Fecha: 27/06/2021

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada, hasta la muerte, de Jesucristo;

muy queridos sacerdotes concelebrantes;

queridos diáconos, ordenandos;

familiares, amigos, hermanos:

 

Decir que vuestra ordenación es una fiesta para la Iglesia es una obviedad y una perogrullada, pero no está de más recordarlo, porque la Iglesia intuye que la vida de un ministro, de un diácono, de un presbítero, de un obispo o un pastor, es un bien inmenso para ella y para el mundo. Es un regalo que trasciende las relaciones humanas que tenemos de amistad, incluso las de familia. Es un don.

 

La verdad es que cualquier “sí”, hasta el más pequeño, hasta el más humilde, hasta el más silencioso que le decimos al designio bueno de Dios transforma el mundo entero. Tiene una repercusión en todo el cosmos. Pero el “sí” que hoy dais vosotros, el “sí” que le dais al Señor de poner vuestra vida en Sus Manos para ser instrumento Suyo en medio del pueblo cristiano y en medio del mundo, y además de este mundo, en el 2021, posterior a la pandemia o todavía medio saliendo de la pandemia; todos lo percibimos como un don muy grande de Dios. A quien damos gracias es a Dios, no especialmente a vosotros por vuestro “sí”. Lo único que demuestra ese “sí” es que sois inteligentes, pero el que os ha llamado y el que os ha elegido es el Señor. Y os ha elegido, además, para bien nuestro, con lo cual, a quien Le damos gracias es a Dios.

 

Subrayo esto porque no penséis, al estar reunidos por tanta gente (…), subrayar, que lo que celebramos no es un don que vosotros le hacéis a Dios. Lo que celebramos es un regalo y un don que el Señor os hace a vosotros. Primero, porque todos los sacramentos son regalos que Dios nos hace. Tenemos el error grande de concebir que son cosas que nosotros hacemos por Dios: que si nos confesamos o vamos a Misa y a comulgar, que son dones que nosotros le hacemos a Dios. Es mentira. Son regalos que el Señor nos hace a nosotros siempre, todos. Los siete Sacramentos. Lo que pasa es que el vuestro, y en eso sólo se parece un poquito, porque es de manera muy diferente, al del matrimonio, no es un don que está en una realidad creada como el agua, el pan, el vino o el crisma. El don que el Señor os hace es Él mismo. Pero eso es en todos los Sacramentos. Pero es un don que se hace Sacramento en vuestras personas. Y son vuestras personas las que se convierten, por la unción y la imposición de las manos, en un don de Dios para el mundo en Cristo. Se convierten en Cristo.

 

Todo cristiano es miembro del Cuerpo. Por lo tanto, puede decir con verdad “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Pero todo el don especial de vuestra vida significa que Cristo asume vuestra humanidad completa, tal como es, en plenitud, para que cualquiera que os vea, en cualquier circunstancia de vuestra vida, pueda sentir el deseo de amar a Cristo; pueda sentirse amado como Cristo nos ama y sienta el deseo de amar a Cristo. No necesariamente de quereros mucho a vosotros, sino de querer al Señor, que nos hace tales regalos, tales dones. No son separables y vuestra vida no es separable del Señor. Si el día que os ordenáis sacerdotes y digáis “tomad y comed todos porque este es mi Cuerpo”, no estáis repitiendo unas palabras que ha dicho otro. Si no lo hacéis vosotros vuestra propia carne, como se nos pide y se nos da el poder hacerlo. (…) En el don de vuestra vida para la vida del pueblo cristiano.

 

Y hay una penúltima cosa que yo quisiera deciros y es que, en el mundo en el que estamos, no se trata sólo de hacer unas funciones sagradas, bien hechas, que forman parte de la vida, pero que no son toda la vida. Eso es bueno y, además, vuestras funciones sagradas ahora mismo, si es proclamar la Palabra de Dios, es hacer vuestra esa Palabra, asimilarla, hacerla sangre de vuestra sangre, parte de vuestro ADN, por así decir. Y si es la Eucaristía y servir a la Eucaristía, no hay escuela mejor, pero veréis, lo que quiero subrayar para vosotros y para todos es que la Eucaristía no es una escuela de buenos católicos. Es una escuela de vida, de vida-vida. O sea, de cómo vivir todo lo que constituye la vida humana: el trabajo, la familia, las relaciones comerciales, la vida política. La Eucaristía es la realidad plena que nos revela quién es Dios y quiénes somos nosotros. Entonces, si vosotros no estáis llamados a ser unos funcionarios de funciones religiosas, sino a ser presencia de Cristo, sacramento de Cristo en vuestra vida, la gente tendrá que poder reconocer en vuestra vida, en vuestro modo de reaccionar ante la enfermedad, ante las cosas del mundo, ante el dinero, ante los conflictos humanos, ante las dificultades de un tipo o de otro que surgen en la vida, los malentendidos, los pecados. ¿Cómo reacciona el Señor? Porque el Sacramento no es sólo lo que sucede en este momento. En eso se parece también al matrimonio. El Sacramento del matrimonio no es la ceremonia de la Iglesia. Es el amor de los esposos.

 

Vuestro ser sacramento de Cristo no se limita al momento en que recibís la imposición de las manos o la unción. Vuestro Sacramento es vuestra vida: vosotros sois ese sacramento. Vuestras vidas tienen que proclamar a voz en grito que el amor de Dios es un amor gratuito; que en vuestras vidas hay algo más que vuestras cualidades, vuestros temperamentos, vuestros límites; que de algún modo está el Señor. Y hasta en los límites. Si hay que pedir perdón, se pide. Pero es que el perdón sólo existe en el mundo en el que reina Cristo. La misericordia sólo existe en el mundo en el que reina Cristo.

 

Entonces, damos gracias a Dios. Cuatro diáconos más son un lujo en nuestra Iglesia y todos somos conscientes de ello. Al mismo tiempo, Le pedimos que el Señor cumpla su promesa en vosotros, es decir, que vuestras vidas, la de cada uno, florezcan en plenitud. Como decía en aquella famosa homilía del Papa Benedicto XVI en la inauguración de su ministerio petrino: “Cristo no viene nunca a quitarnos nada. Cristo viene a nosotros a permitirnos ser nosotros mismos en plenitud”. Que vuestra vida, humana, limitada, con una forma de ser, con un temperamento, con una historia, con unos límites, como todas las criaturas, sin embargo, hasta en los mismos límites se puede hacer presente, se hace Él presente. De mil maneras. Eso es lo que pedimos para vosotros. Vale también para todo cristiano: “Ya comáis, ya bebáis, ya durmáis, hacedlo todo en el nombre del Señor”. Que uno pueda reconocer en lo que hagáis, siempre, la Presencia de Cristo y no porque uno está todo el día haciendo discursos sobre Jesucristo a la gente, sino porque hoy en nuestro mundo se ha puesto mucho más de manifiesto -yo creo que esto es algo que viene ya sucediendo más y más al menos desde el siglo XIX, o quizás de manera muy radical, desde la I Guerra Mundial- como una conciencia de que Dios está ausente de nuestra vida, de la Creación, del mundo, de la Historia, y no hace falta que sea un discurso, pero vuestras vidas tienen que mostrar que el Señor está presente. Que está y está con la gente. Que estando vosotros con ellos, es Cristo quien está con ellos. Que acompañándolos en el camino de la vida, ayudándoles en sus dificultades, iluminando sus oscuridades o simplemente sujetándoles la mano en las perplejidades, esperando que pase la tormenta, que ahí está el Señor.

 

Esa es vuestra misión. A mí me parece una misión preciosa, la más grande, inimaginable, para un varón. En cierto sentido, es ser padres de familia. En un sentido muy verdadero, misterioso, pero muy verdadero, de la familia de Dios por la que tenemos que pedirLe al Señor, como nos pide el pueblo cristiano, que estemos dispuestos a dar nuestra vida y derramar nuestra sangre si fuera preciso, por la vida de esa familia. Eso es lo que hace un padre y eso es lo que vosotros estáis llamados a hacer.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

27 de junio de 2021

S.I Catedral de Granada

 

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