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“Nuestro sacerdocio es un don para el mundo”

Homilía en la Eucaristía celebrada el 14 de diciembre de 2020, en el retiro de Adviento con sacerdotes. En este retiro, el clero diocesano renovó sus promesas sacerdotales y festejaron su patrón, san Juan de la Cruz, que tuvo que posponerse debido a la pa

Fecha: 14/12/2020

Muy queridos hermanos sacerdotes:

 

Yo Le pedía al Señor esta mañana que esta homilía fuese menos una homilía, en el sentido formal del término, que una conversación humana, un compartir sentimientos que pienso que muchos de vosotros tenéis, y tratar de iluminarnos con esos sentimientos, como yo le pido al Señor que ilumine también los míos.

 

Yo recuerdo hace ya muchos años, debió ser por los años 70 o así, alguien había escrito un artículo que se titulaba “Notas desde el desierto moral” y aquel artículo parecía entonces una exageración tremenda o exorbitada. Y sin embargo, más y más se ha ido poniendo de manifiesto, con el paso del tiempo, una diferencia más profunda de lo que nosotros inicialmente habíamos pensado, viniendo de un pueblo de raíces y de tradición cristiana, entre la cultura que rige nuestro mundo y la vida de la Iglesia, y la cultura que nace a su vez de la vida de la Iglesia, la cultura de amistad, de fraternidad, de comunión, de gratuidad. Y la pandemia ha venido como a sellar este hecho en medio de un dolor muy grande.

 

Tengo aquí delante a Daniel, y la congregación a la que él sirve como capellán ha perdido once miembros en las últimas semanas. Y Oasis, en la primera ola de la pandemia, tuvo también un montón de bajas, no sé si llegaron a veinte. Y luego todos conocemos personas, familiares, personas cercanas, fieles a los que hemos servido, y eso hace que se mezclen un montón de sentimientos en nuestros corazones. Por una parte, el dolor de ver a las personas partir. Por otra parte, una especie de superficialidad muy grande en el deseo de decir “esto, que pase cuanto antes”. Ahora, hay una histeria acerca de las vacunas, como si las vacunas fueran a resolver nuestra condición mortal. Y cuando se oye hablar de la Navidad, da la impresión de que el objeto de la Navidad no es más que una excusa en el fondo para las cenas de familias o para las cenas de empresa, o para los festejos que sólo tienen sentido si hay algo que celebrar, y si lo que se celebra es algo que afecta tan radicalmente a nuestra condición humana que cambia, cambia objetivamente la realidad del mundo. No en el sentido de que los hombres no muramos, o no en el sentido de que los hombres seamos hechos mecánica y automáticamente, convertidos en ángeles o en santos. En absoluto. Sino, en el sentido de que dice la noche de Navidad: “Se ha manifestado la bondad de Dios y de Su amor al hombre”.

 

Y uno percibe el cansancio, incluso de los fieles. En algunas personas se pone de manifiesto –diríamos- su cultura pagana, aunque se hable de la celebración de la Navidad. En muchos fieles se pone de manifiesto la fragilidad de la fe, de la esperanza y de la caridad, del amor que brota de Jesucristo. Y en nosotros mismos se puede poner de manifiesto el cansancio de sostener constantemente una realidad que, en cierto sentido, no es sostenible, porque la fe no se puede fabricar ni inventar. La vida moral de las personas sí que se puede sostener. Pero la fe tiene caminos propios para el anuncio y para la proclamación de esa fe y para el nacimiento de esa fe, sobre todo si nos preguntamos en serio qué es lo que hace que una persona que no tiene fe, o cuya fe es un barniz formal nada más, de repente pueda encontrarse con el Señor. Pues, vale todo. Vale una muerte, sin duda, o vale la proximidad de la muerte o una enfermedad seria, o cualquier hecho a veces insignificante, o a veces grandioso de heroísmo o de caridad, que toca el corazón, lo conmueve y  de repente pone en juego toda nuestra humanidad. Pero lo cierto es que la fe –permitidme la expresión, que yo sé que es inadecuada–, pero no se transmite institucionalmente, no se transmite en masa. Se transmite en masa cuando hay un pueblo que vive de esa fe.

 

La pandemia pone en cuestión la realidad de ese pueblo. Es sorprendente oír comentarios a veces de personas religiosas y que les falta la perspectiva de la vida eterna y el horizonte de la Resurrección en el planteamiento de su vida, de su enfermedad, del covid, de la muerte. No merece la pena ahondar en ese contexto del que todos formamos parte y que todos vemos. Se han abierto las Iglesias y viene menos gente. Viene menos gente por miedo, pero todo ese miedo pone de manifiesto el papel que la fe ocupa en nuestras sociedades que hemos considerado católicas.

 

En ese contexto, yo quiero afirmar con mucha fuerza, con toda la fuerza de que soy capaz, que nuestro sacerdocio es un don para el mundo. Un don inmenso, un don incalculable. Y da lo mismo como el mundo lo considere, pero sois portadores de Cristo, que ha asumido vuestras vidas de una manera singular. Ha asumido las de todos los cristianos en el Bautismo y es precioso ver cuando hay cristianos que tienen conciencia de lo que son, cómo eso resplandece y genera un halo de luz alrededor de ellos en la sociedad y en el mundo. Pero es verdad que nuestra condición sacerdotal, vuestro presbiterado, mi ministerio sacerdotal también, significa una ocupación de Cristo de nuestras personas, una apropiación de Cristo de nuestras personas, singular y única, en medio de la Iglesia y en medio del mundo.

 

Vosotros sois una Navidad prolongada. Cada uno de vosotros, sois una Navidad personal. Celebramos que Cristo nació, pero no podemos olvidarnos que nuestro sacerdocio está vinculado –esta Eucaristía la debíamos de haber celebrado el Jueves Santo– al Misterio Pascual de Cristo, donde Cristo, a través de sus Sacramentos, hace realidad Su promesa de “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y esa realización en el Bautismo, en la Unción de los Enfermos, en la Eucaristía, está vinculada a esa otra presencia personal, que es la Presencia personal de Cristo en cada uno de vosotros. En cada uno de nosotros, a la medida de las gracias que el Señor nos da y de nuestras pobrezas particulares de cada uno. Pero yo quisiera que os sintierais como un regalo del Señor, un regalo del Señor para vosotros mismos, para que podáis vivir con una alegría grande, con el gozo. Y en medio de estas circunstancias es más necesario ese gozo.

 

Cristo viene. Cristo ha venido. Cristo es el horizonte de nuestra vida. El ser hijos de Dios. Y ese horizonte no nos lo puede arrebatar nadie, ni nos lo arrebata una pandemia, ni nos lo arrebata las administraciones públicas, ni las leyes. Cuántas veces la Iglesia ha vivido perseguida y nosotros hoy no estamos perseguidos. No, no hinchemos el perro. Pero no le podemos pedir al Estado de una sociedad que es pagana, pedirle que produzca leyes cristianas. Tenemos que mostrar nosotros la belleza del cristianismo de una forma que pueda atraer, justo por esa belleza, a las personas. Y la belleza del cristianismo no es la belleza de unas creencias, o la belleza de unos principios morales; es la belleza de unas relaciones, de una comunión. Es significativo que el Señor pusiera la comunión como gesto que condiciona la fe del mundo: “Padre, que sean uno, para que el mundo crea que Tú me has enviado”.

 

Le pido al Señor que todos vivamos nuestro sacerdocio como un don. Un don para nosotros mismos, pero un don para el mundo. Y en ese sentido, y las promesas que hacemos (la promesa del celibato, la promesa de la obediencia, la fidelidad a nuestros deberes sacerdotales que conocemos), Dios mío, son un regalo que Dios nos hace para bien de los hombres, para bien nuestro y de los hombres. No son una carga. No son un peso. A veces lo son, pero porque el Enemigo nos puede. Pero si todo en nuestra vida está llamado a ser testimonio del amor de Cristo, esas promesas nos liberan de ataduras humanas, mundanas, del espíritu del mundo que todos tenemos de manera más o menos honda o más o menos residual, y nos liberan. Siendo enteramente de Cristo, somos enteramente de los hombres y somos enteramente de la persona que tenemos delante.

 

(…) hay que poder mirar a la persona a los ojos. A lo mejor, no tienes otra cosa que decirle que “estoy contigo” y que “el Señor está cerca, aunque no lo veas”, y que nuestro horizonte es la vida eterna. Yo creo que hay dos cosas en lo que la pandemia pone de manifiesto una flojera de nuestra fe: la percepción del problema del mal y el hacer responsable a Dios del problema del mal, el problema de preguntarse por qué Dios permite esto. Esos son las preguntas propias del deísmo. Son las preguntas propias del dios de la masonería, que no es el Dios cristiano. Porque, cuando uno tiene experiencia del Dios Trino, por muy poquita que sea, dónde está Dios en este sufrimiento o en esta persona que se va de esta manera tan repentina, tan brusca o inesperada. ¿Dónde está? Pues, está en su cuerpo, en él o en ella. Y después de su muerte, está en sus restos, porque todo su ser participa de la realidad de Dios, del Dios Trino. Y Dios no está ausente en ningún lugar de la Creación, en ninguno. Y menos que en ninguno, en el sufrimiento humano, que es probablemente el templo más auténtico y más verdadero del Hijo de Dios. Y la otra carencia es la de la vida eterna, el horizonte de la vida eterna. Si se pierde al Dios Trino, estamos abocados al ateísmo. Hablar también de Dios en general, hablar de Dios como llevan hablando los deístas desde hace siglos, hace tan frágil esa relación de Dios con lo humano -y tan falsa-, porque sitúa a Dios fuera de la Creación, fuera de lo humano, fuera de la Alianza, fuera de nuestra vida, fuera del hombre. Ese es al Dios que acusamos, porque debe de haber hecho el mundo muy mal y, si no lo ha hecho mal, pues permite que este mal que se extiende no lo frena, no usa su poder para frenarlo. Todo ese tipo de preguntas que no se hacían los hombres antes del siglo XVII. El mismo Job se las hacía de otra manera. Se preguntaba el por qué de las acciones o de los designios de Dios, pero no le servía eso para dudar de Dios.

 

Por muy llena de heridas, de llagas, de torpezas, de miserias que esté esta realidad humana, en ella habita fielmente el Espíritu de Dios que nos une a Jesucristo. Nos permite decir “Jesús es Señor” y nos permite vivir como hijos de Dios Padre. Repito, el horizonte de la vida eterna, hay que poder decirlLe a la gente a la cara: “Estamos hechos para el Cielo, no estamos hechos para la muerte”. Y si estamos hechos para la muerte, sobramos todos, pero, además, sobra la vida, sobran las fatigas. Yo se lo decía hace unos días en el tanatorio a una familia sin fe, pero que lloraba. Lloraba por la muerte de su padre, de su esposo, y yo les decía: “Si no hay nada, ¿por qué lloramos?”. Es natural morirse, una cosa natural como se mueren las cosas, como envejecen las cosas, decaen y se pudren. Nuestro llanto, que manifiesta una cierta rebelión si queréis, es un vocero del Dios vivo. Anuncia al Dios vivo, reclama la Presencia de Dios. Dije: “Estad seguros de que, a vuestro familia, lo primero que le ha recibido cuando vosotros no habéis podido acompañarles, son los brazos abiertos del Hijo de Dios. Eso es lo que expresa la cruz en la que creemos”. Sé que se quedaron conmovidos. Sé que les afectó el darse cuenta de que su llorar sólo tenía sentido si su llanto habla de Dios, y que es una forma de fe, humana, creada, no tocada por el Evangelio quizá, o tal vez con una nostalgia del Evangelio, pero nada más. De la misma manera que nuestra risa es una oración de acción de gracias. Siempre, una forma creada de la acción de gracias.

 

Vamos a renovar nuestras promesas sacerdotales. No contamos más que con nuestra humanidad, Señor, y contigo, que estás en nosotros de una manera misteriosa. Que sepamos acogerTe, recibirTe, vivirTe. Que seamos esa Navidad que la gente anhela, sin saber que la anhela muchas veces, porque lo que anhela es poder cenar juntos o poder encontrarse con los primos que están en otra parte de España o en el extranjero, pero que en el fondo de todos los deseos humanos estás Tú.

 

Que nosotros podamos ser el humilde Evangelio vivo con el que quien se encuentre con nosotros pueda encontrarse. Lo pido para mí y para cada uno de nosotros.

 

Con mucha vergüenza, porque Señor, son tantos años ya de servicio y me doy cuenta de que estoy empezando en realidad. Como todos. Empezando de nuevo. Pero con mucho deseo de empezar. Con mucho deseo de que, efectivamente, Tú ocupes tu sitio en mi vida y en mis relaciones humanas. En todas ellas.

 

Palabras finales en la homilía

 

Me doy cuenta de que, el día de san Juan de la Cruz, no he hecho ninguna referencia al santo, siendo un santo tan grande. Recuerdo la lectura del Oficio de Lectura de hoy. Habla de la riqueza insondable de Cristo, de cómo Cristo está llena de cavidades que nuestra imaginación y nuestra mente son minas y vetas del mineral precioso de la vida divina, donde nunca terminaremos de profundizar y de ahondar.

 

Con eso me quedo, puesto que al principio del Adviento Le pedíamos al Señor que nos ayudase a profundizar o a crecer en el conocimiento de Cristo. Detrás de la ruina económica, lo más temible no es la ruina económica, sino la ruina de la esperanza humana. Pero que lo que yo quería deciros, y me gustaría decíroslo ahora a gritos: “Que cada uno de vosotros sois una Navidad viva para quien se encuentre con vosotros”. Sois un anuncio vivo de Cristo para quien se acerque a vosotros. Que lo podáis ser, que lo podamos ser. Que el Señor nos dé la gracia de ser.

 

Y hay otro punto que tiene que ver, no con la epidemia actual sólo, sino con la situación económica que van a vivir tantas personas. Que el Señor ensanche nuestro corazón mediante la caridad, que alimentemos la caridad y no sólo la organizativa. Vamos a fortalecer Cáritas. Claro que sí vamos a fortalecer Cáritas, pero ser impulsores de una caridad también de persona a persona. De que, cuando alguien sepa que hay un vecino necesitado, que hay personas que nunca van a ir a Cáritas, que nunca van a ir a la parroquia a pedir… Hay una caridad institucional que bendito sea Dios, pero que hay una caridad personal. Alentar a esa gente a la caridad personal de quienes ellos conocen.

 

Me hablaban ayer todavía de una mujer que vivía la borde de la miseria, en el centro de Granada y en una zona no pobre de Granada, y que decía que tiene cuatro hijos, y le preguntaron “¿pero vienen a verte?, ¿te cuidan?”. “No, pobrecillos, viven lejos. Tienen sus ocupaciones”. Sencillamente, no cuidaban de su madre. Esas situaciones se están dando constantemente. Estar atentos a ellas, poder dar una palabra de aliento, un poco de comida, una caricia a veces o un escuchar a la persona que necesita desahogarse, y esa es, en estos momentos, nuestra misión especial. Y esa es la Navidad. No sólo eso, porque sin esperanza la comida no sirve de nada…, pero por ahí pasa. Y mi súplica, contad con ella, para que seamos cada uno portadores de la Navidad del Hecho, del Acontecimiento de Cristo, de la Salvación de Cristo, del amor infinito de Dios.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

14 de diciembre de 2020

Granada

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