Homilía en la Eucaristía de la Solemnidad de la Sagrada Familia, el 27 de diciembre de 2020, en la que un grupo de matrimonios festejaron sus bodas de oro y plata matrimoniales durante el año 2020.
Fecha: 27/12/2020
Con ese instinto que la liturgia de la Iglesia tiene para la verdad, para expresar la verdad de las cosas y la verdad de lo que somos, de nuestras vidas y de nuestras relaciones, y para comunicárnosla y enseñarnos, los antiguos cristianos decían que la liturgia era la regla de la fe. Con ese instinto que tiene la liturgia para manifestarnos la verdad, la Iglesia propone, inmediatamente el primer domingo después de la Natividad del Señor, la Sagrada Familia. El Hijo de Dios no se hubiera encarnado, no sería verdaderamente hombre, si no hubiera nacido en una familia humana.
Ayer oía yo un villancico que me conmovió y, al parecer, es un villancico que habla de Granada pero comienza hablando de la abuela del Niño Jesús, “señora Santa Ana”, y me pareció una preciosidad. No lo había oído en mi vida, pero, para que Jesús fuera verdaderamente Hijo de Dios, y plenamente humano -si queréis, tal como han entendido la expresión “Hijo del hombre”-, tenía que ser cuidado en una familia. Y ese es el sentido profundo del pasaje que, a veces, da a la gente muchos quebraderos de cabeza, de una manera un poco innecesaria: el de las dudas de San José. San José no tiene duda de la maternidad de la Virgen. Ninguna. San José lo que hace es
-porque sabe que lo que hay en Ella es del Espíritu Santo- querer retirarse sin que diera ocasión a difamación. Y lo que el Ángel le dice a San José es justamente “no, no te retires, que aquí tienes una misión que cumplir”. Y esa misión es justamente acompañar, hacer posible, la Encarnación, de una manera distinta a como la hizo posible María con su “sí” y con llevar a Su Hijo en Su seno nueve meses, y con criarlo como una madre cría a un niño. Él tenía la obligación de velar a ese Misterio, de cuidarlo, de protegerlo, de defenderlo si fuera necesario y de trabajar para que el niño pudiera comer, lo mismo que su madre.
Fijaros, ahí hay muchas cosas. Ahí hay una teología del trabajo. Solemos pensar que la obligación del trabajo humano, el interés o la visión que Dios tiene del trabajo humano es por eso, porque nos creó para dominar la Tierra y someterla. Bien, pero luego vino el pecado y mil cosas… Bueno, la verdadera teología del trabajo nace del Hogar de Nazaret, porque el trabajo fue necesario para que el Hijo de Dios nos revelase Su amor. El trabajo de José fue necesario para que el Hijo de Dios nos revelase Su amor. Esa es la verdadera teología cristiana del trabajo. Y es verdad que eso fue posible porque todo es gracia de Dios. Todo lo que hacemos, todo lo que somos… cuando es bueno. Igual que la Virgen no pudo concebir al Hijo de Dios de no ser porque previamente había sido preparada por la Gracia desde su concepción Inmaculada, de la misma manera San José no puede trabajar para cuidar al Hijo de Dios y a Su madre, si la Gracia no le prepara para ello y no le previene para ello. Y lo mismo a nosotros. Porque no hacemos nada que sea bueno, que sea bello, que sea verdadero. No hacemos nada que no nazca de una Gracia que primero nos ha sido dada. Es justo que, después de la Navidad, junto a la Navidad, después de la Navidad… porque la Navidad es como la Pascua, una fiesta que dura 8 días, porque un día no basta para entenderlo, para celebrarla, para vivirla y estamos en el corazón de la Navidad, donde en medio está esta fiesta de la Sagrada Familia; y eso, no por un capricho arbitrario de Dios que, al querer que su Hijo naciera en una familia humana, quería enseñarnos ciertas cosas acerca de la familia. La experiencia y la realidad de la familia están en el corazón mismo del Hecho cristiano. Por esto, claro, pero abarca muchas más cosas. ¿No habéis pensado nunca que todas las categorías con que Dios ha querido describir nuestra relación, describir su relación con nosotros, y nuestra relación de unos con otros, y nuestra relación con Dios también, son categorías familiares? Somos hijos de Dios. Jesucristo es el Esposo de la Iglesia y de cada uno de los miembros de la Iglesia. Trascendiendo, evidentemente, las distinciones y separaciones que los seres humanos, que la Creación, que el Señor ha querido que haya en la Creación, por ejemplo, entre los sexos. Sí, es el Esposo de la Iglesia y de cada uno de nosotros. Y yo, delante de Dios y delante de Cristo, la imagen que mejor me corresponde es la imagen de Esposa. ¿Entre nosotros? Somos hermanos y estamos llamados a vivir como hermanos. Todas, todas las categorías cristianas son categorías familiares y en la vida de la Iglesia, cuando la vida de la Iglesia no se deteriora, especialmente en la liturgia, aprendemos a llamarnos así. Aprendemos que somos hijos de Dios, aprendemos a tratar a Dios como Padre, como el mejor, infinitamente mejor que ningún Padre de este mundo. Aprendemos a mirarnos como se miran los hermanos y a tratarse como se tratan los hermanos. Aprendemos a ser un pueblo de hermanos. Cuánto ha insistido el Santo Padre este año…
Yo sé que esas categorías familiares resultan cada vez más extrañas en el mundo en que vivimos, que desde hace siglos, por lo menos cuatro, vive atacando a la familia. El ataque a la familia y al matrimonio no es un fenómeno reciente. Los primeros que lo atacaron fueron algunos de los creadores de lo que se llama la “economía política” en Inglaterra, casi al mismo tiempo en que se estaba construyendo el Sacromonte, por lo tanto, cuatro siglos. Decían que, para que el mundo de la economía creciera, había que acabar con la institución del matrimonio y con esa institución horrorosa que es la familia. Lo decían con todas las letras. Y sin embargo, nosotros sabemos que no existe una sociedad post-familiar. No existe. Cuando la familia se deteriora o se destruye, esa sociedad está condenada a muerte, literalmente. Yo pienso a veces que algunas de esas sociedades de las que sabemos que fueron grandes Imperios en la Antigüedad, pero que, como no tenían escritura, desaparecieron. Desaparecieron porque de alguna manera se corrompió la vida del matrimonio y de las familias. Lo digo como hipótesis nada más. No existe una sociedad post-familiar, en la que no haya familia, como no existe una sociedad post-agrícola. No la hay, no es posible.
Es verdad que, luego, entre ciertos tipos de familia que conocemos de culturas pobres y la familia cristiana, hay un abismo. Es Jesucristo, al revelarse a Sí mismo como el Esposo de la Iglesia y de la humanidad, sencillamente desvela en toda su profundidad lo que es el amor esponsal, lo que es la filiación divina. Por Él, nos atrevemos a decir “Padre nuestro…” y llamar a Dios “Padre”. Por Él, nos es posible mirarnos como hermanos, como miembros del mismo Cuerpo y miembros los unos de los otros. Por Él, es posible toda una verdadera revolución copernicana o más de las relaciones humanas, en general, de la amistad, de la colaboración en el trabajo, del compañerismo… Todas las formas de amor, teniendo como centro el amor esponsal de Jesucristo, todas las formas de amor y de amistad, son transformadas por Jesucristo. Digo esto para que no temáis. Es verdad que nuestra sociedad quiere una sociedad de individuos aislados. Justo porque todo está en función de la economía. Pero, no temáis. Simplemente, dad testimonio de la luz de Cristo. Dad testimonio del nacimiento del Hijo de Dios, del amor infinito del Hijo de Dios. Vivid vuestro amor. Con mil dificultades, con mil torpezas, sí, evidente. Con el drama. Si es que, claro que hay un drama, siempre, en la relación esponsal de un hombre y de una mujer. Siempre. Pero un drama no tiene por qué transformarse en tragedia. Los dramas te ponen, si queréis, ansioso en momentos, pero sabes que terminan bien. Una relación esponsal es siempre dramática, pero quienes conocemos a Jesucristo sabemos que siempre hay un perdón que lo trasciende todo, que lo genera todo, que lo acoge todo y lo perdona todo.
Os doy la enhorabuena porque sois un milagro. Si es que un matrimonio es un milagro. Y el amor de unos esposos, uno de los signos de que el amor es verdadero. Es que vence al tiempo. Cuando ese amor vence al tiempo, sencillamente se hace muy patente, sin hablar de Jesucristo, sin necesidad de hacer discursos o sermones, proclama que Cristo está vivo. Y que Cristo quiere la felicidad humana, que todos intuimos que está en el amor, lo que pasa es que no sabemos ya lo que es el amor. Y si no sabemos lo que es el amor, menos todavía lo que es el amor esponsal. Casi no sabemos lo que es la amistad, entonces…
Una memoria especial para San José. El Santo Padre ha escrito una Carta preciosa sobre San José en el día de la Inmaculada y ha proclamado un Año Jubilar de San José, que lo viviremos también en la diócesis lo mejor que sepamos. Y a mí me parece que San José tiene una importancia especial en estos momentos, por muchos motivos. Primero, porque la tiene siempre, y porque igual que la Virgen representa la imagen de la maternidad e ilumina la presencia de la maternidad. San José representa la paternidad y esa paternidad es, probablemente, lo más ausente en nuestro mundo, también por las estructuras de trabajo que hacen a veces que los matrimonios tengan que trabajar en distancias muy diferentes o que el trabajo es tan absorbente que apenas deja sitio para una presencia. Pero los niños necesitan una presencia paterna para crecer, y no necesitan para nada una madre que haga de padre, ¡para nada! Sólo el padre sabe romper el cordón umbilical de los niños con la madre, que es algo que un niño necesita absolutamente para poder crecer bien. Y la madre no sabe hacer eso. Dar a luz y llevar en su seno a sus hijos es lo que sabe hacer. Pero lo único que no sabe hacer es engendrar y cortar el cordón umbilical con sus hijos. Eso necesita de un padre. Y un padre sabe que sus hijos no son suyos, mientras que la madre… Algunas me lo han dicho explícitamente a lo largo de mis mucho años de cura. Si Dios quiere a tu hija mejor que tú y dice: “Bueno, bueno, D. Javier, ese sermón me lo sé, pero Dios me la ha dado a mí, por algo será, y aquí la que corta el bacalao soy yo”. Y eso pone de manifiesto otra cosa que yo no quiero dejar de señalar y que es verdad que la familia es esencial, porque es lo más íntimo a nosotros. El 80 o el 90% de los sufrimientos y de las angustias y las heridas de nuestra vida tienen que ver con nuestra historia familiar. Son las más grandes, son las que es más difícil curar y las que son más difícil de perdonar. Y no que Dios la perdone, que eso se hace enseguida, sino que yo me perdone a mí mismo los errores que yo he cometido con mi familia o en mi familia, o los pecados que he hecho, las heridas que he producido en mi familia. Son el sufrimiento más grande. La familia es como lo más íntimo del ser humano, lo más profundo, y eso lo ha iluminado y lo ha transformado Jesucristo. Pero no lo olvidemos tampoco, la familia, siendo lo más bello y lo más grande, y lo primero que se ilumina con la Encarnación del Hijo de Dios, cuando no está iluminada, es, al mismo tiempo, la idolatría más antigua de la humanidad.
Por lo tanto, no basta cualquier modo de defender la familia. No basta cualquier modo de vivir la familia y hay que pedirLe al Señor a que los esposos os enseñe a quereros. Que no es gustarse, que no es ni siquiera tener relaciones íntimas simplemente, que se pueden tener de una forma que humilla mucho a las personas, sobre todo a la mujer, o a los dos. Que no es simplemente ser buenos amigos o ser buenos compañeros. No. Hay que aprender a amar y hay que aprender a amar como somos amados por Dios, y eso es un trabajo de toda la vida, en el que hay que empezar muchas veces de cero o de bajo cero, y estar dispuestos a ello. Porque, cuando no, el mismo matrimonio se convierte en una idolatría. Y os pongo ejemplos. ¿Cuándo se idolatran el marido y la mujer? Cuando uno espera del otro o de la otra que me tiene que responder a mis exigencias de felicidad. Nunca sucederá eso, jamás. Sólo Dios responde a las exigencias y a los anhelos de felicidad que tenemos, y la otra persona es como un Sacramento, es decir, como una cosa muy pequeñita en la que está presente la Gracia, la Presencia y la Vida de Dios. ¡Como en la Eucaristía! Qué pequeñita es la Eucaristía, pero ahí está presente el Señor, verdaderamente presente. Pues, ahí, en vuestro matrimonio, lo mismo. Pero eso no quita la pequeñez de la forma consagrada, no quita la pequeñez de tu esposa o de tu esposo, y los límites y sus formas de ser, y las torpezas o el no entender.
Cuando pensamos que el otro tiene la obligación de hacerme feliz y le reclamo, estoy idolatrando algo que las idolatrías destruyen. Y una idolatría de este tipo destruye un matrimonio. Y otra forma de idolatría es cuando los padres o las madres idolatran a sus hijos, y se creen que ellos tienen que ser no sólo padres o madres, sino los salvadores de sus hijos, los que tienen que evitar a sus hijos toda clase de peligros… ¡Que no! Los que quieren ser dioses para sus hijos. Nadie dice “yo quiero ser Dios para mi hijo”. Nadie dice eso, pero, en la práctica, funcionamos como si… Y nos duele que los hijos crezcan, y queremos estar encima de ellos cuando tienen ya 30 años, etc.
Tenemos que aprender del Señor. El Señor nos enseña todas las cosas de la vida. Nos enseña a ser hijos de Él, que es una condición, y nos enseña con Su amor cómo se es padre. Y San José nos enseña que uno es el custodio de un misterio muy grande, que es el misterio de la vida, pero sólo el custodio. Sólo tiene la función que uno tiene y hacer eso bien es lo más grande que un ser humano puede hacer. Y veréis, hasta un sacerdote. ¿Qué tiene que hacer un sacerdote o un pastor? Cuidar de la familia de Dios. Si es que no hay otra tarea. Es eso. De la familia de Dios. Volvemos siempre a la familia.
Enhorabuena a los que celebráis, en este tiempo, o habéis celebrado en este año, vuestros 25 años de amor matrimonial, de amor esponsal, y los que celebráis los 50 años. Que el Señor, que os ha concedido la gracia de vivir vuestro amor fielmente hasta aquí, mantenga en vosotros el gozo de Su fidelidad. Él va a ser fiel, pero mantenga en vosotros el gozo de la experiencia de esa fidelidad, no sólo hasta la muerte, sino hasta la vida eterna.
El Señor dijo que en Cielo la gente no se casa, pero no quiso nunca decir que un marido no siga siendo marido de su mujer y que una mujer no siga siendo mujer de su marido. No significa que no nos queramos o que no nos reconozcamos en el Cielo… Ningún miedo, porque nos descubriremos tan distintos en la verdad de lo que somos, de lo que hemos conseguido realizar aquí en la vida, que no habrá nada que temer y sólo millones y millones de motivos de dar gracias a Dios, todos por todos.
Que el Señor nos ayude a vivir el misterio de nuestra familia a la luz de la Familia de Nazaret. Que así sea para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
27 de diciembre de 2020
S.I Catedral