Homilía en la Eucaristía del XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, el 5 de septiembre de 2021.
Fecha: 05/09/2021
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; queridos hermanos y amigos:
Es para mí un gozo muy grande retomar, después del descanso del verano, esta Eucaristía de los domingos en la Catedral, que es como el momento (lo dice la Iglesia, no lo digo yo, lo han dicho los Padres de la Iglesia y luego lo dijo el Concilio) supremo de realización de la vida de la Iglesia: la Eucaristía dominical. Eso en todas las iglesias del mundo.
Pero de una manera singular y especial la Eucaristía dominical presidida por el pastor… Yo sé que, probablemente, muchos de los que estáis aquí no sois de Granada pero venís aquí por motivos de turismo, de viaje de otro tipo, y formamos todos parte de la Iglesia una. Y mientras estáis aquí, sois cristianos en la diócesis de Granada, aunque no seáis de ella. El poder reunirnos todos es un regalo muy grande y yo retomo la Eucaristía dominical de la Catedral con muchísimo gozo.
De las Lecturas de hoy hay una que casi no necesita explicación, aunque sí que necesita mucho aprendizaje. Es la parte de la Carta de Santiago donde dice que en la Iglesia no puede haber distinciones de trato con el que tiene un estatus social muy alto y con el pobre o necesitado. La razón profunda de eso no es una razón de tipo moral, sino de tipo dogmático: que el Hijo de Dios que no tuvo como algo retenido el ser igual a Dios, sino que tomó la condición de esclavo para parecerse a nosotros, para hacerse uno con nosotros, pues, siendo rico, se hizo pobre, para redimirnos a nosotros e introducirnos a nosotros en la vida divina.
No podemos de una manera inteligente, coherente, razonable, llamarnos discípulos de Jesús si no sentimos el mismo afecto por los necesitados y por los pobres, del tipo que sean. No están sólo las pobrezas materiales. Hay pobrezas de tipo espiritual, personas heridas por la vida, por la misma familia, por situaciones familiares muy dolorosas, terriblemente dolorosas a veces. Todo expresa una pobreza radical del ser humano en un mundo donde campea a sus anchas el pecado y el mal. Entonces, pobres delante de Dios lo somos todos. No tener misericordia con nuestros hermanos más necesitados es dar una importancia enorme a algo que tiene poquísima importancia al lado de nuestra pobreza radical delante de Dios. Pobreza de la que el Señor no se ha avergonzado. Él ha querido abrazarse a nosotros, unirse a nosotros en nuestra pobreza, en nuestra historia, compartir nuestra pobre historia y llevarnos de eso humano hasta el Reino del Padre, hasta el Reino de los Cielos.
Yo, siempre me llamaba mucho la atención, cuando era mucho más joven, un pasaje de San Pablo donde dice: “Cumplo en mi carne lo que le falta a la Pasión de Cristo”, que es, por cierto, la Lectura que se hace siempre en el día de la Virgen de las Angustias. Yo siempre pensaba: “Si a la Pasión de Cristo no le falta nada; si Él se ha dado por entero, ¿qué le puede faltar?”. Hasta que caí en la cuenta (y lo decía muchas veces san Juan Pablo II), el Hijo de Dios por su Encarnación se ha unido de cierta manera a todos los hombres. No sólo a los que creen en Él, sino a todo ser humano por el hecho de ser un ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a la vida eterna.
Pues, eso le faltaba a la Pasión de Cristo: tus sufrimientos, los míos, tus errores, los míos. Que no habíamos nacido y que el Señor también los abrazó en la cruz, porque su abrazo abarca la historia entera, el cosmos entero. Él, que es el centro del cosmos y de la historia, en Su abrazo nos recoge a todos. Pero nosotros no habíamos nacido todavía. Lo que significa eso es que cualquier pobreza, dolor, de cualquier tipo que haya en nuestro mundo forma ya parte de la Pasión de Cristo, para siempre. Nosotros los cristianos tenemos el privilegio de saberlo y de poder vivirlo. De saber que el sufrimiento no es lo que tiene la última palabra, no es lo que tiene el poder de destruirnos. Incluso si destruye nuestra psicología; si destruye nuestra humanidad (como lo ha destruido tantas veces en las guerras, lo vemos todos los días en unos y otras partes del mundo); aunque se destruya eso, el amor con el que cada uno de nosotros somos amado no puede destruirlo ni el mal ni la muerte. Mientras ese amor no sea destruido, es el amor de Jesucristo, y ser cristiano es conocer ese amor. No tanto como pensamos muchas veces: que el ser cristiano consiste en una serie de reglas que si nosotros las cumplimos, Dios estará contento con nosotros. Dios mío, no es así. Ese es el movimiento, la tendencia psicológica, la tendencia de pensamiento del mundo pagano: que hay que tranquilizar a Dios, que hay que aplacar a los dioses. No. Nosotros lo que proclamamos es que sabiendo que es imposible –diríamos- vivir una vida divina por nuestras fuerzas, el Señor ha venido, se ha unido a nosotros, para acompañarnos en el camino de la vida de forma que es Él en cada Eucaristía. Hay un momento, yo diría que el momento culminante de la Eucaristía (que no es la consagración; la consagración es indispensable) es: “Pon Cristo, con Él, en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, todo honor y toda gloria”. ¿Por qué? Porque Cristo viene a nosotros para ponerse como pantalla entre nosotros y Dios. Para que cuando Dios nos mire a nosotros vea a Su Hijo, que es quien le da gloria perfectamente, quien suple mis carencias, mi pobreza, quien suple mi pequeñez y se pone delante de mí ante la ira de Dios, o ante la justicia de Dios; para que Dios, cuando me mire, no me vea a mí, sino que mire a Su Hijo.
Eso es el cristianismo. Ese es el corazón del cristianismo. Que no es lo que llevamos siglos pensando como si fuéramos paganos, aunque hagamos gestos y rituales, prácticas cristianas. Es decir, pensando que nosotros tenemos que agradar a Dios. ¿Pero quién es tan soberbio que nuestras obras pueden darle a Dios algo? Somos nosotros los que tenemos necesidad de Dios. Eso también lo podríamos descubrir con nuestra inteligencia sin necesidad de la Revelación; con mucha dificultad, pero lo podríamos descubrir. Pero lo que nosotros proclamamos es una Buena Noticia. Lo que es evidente es que nosotros no podemos llegar hasta Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo, que estaba en el seno del Padre nos lo ha mostrado, nos lo ha contado, nos lo ha dado a conocer”.
Mis queridos hermanos, eso es precioso. Descubrir que el ser cristiano no es ninguna losa, no es ningún sacrificio que tenemos que hacer por Dios. De nuevo, qué orgullo, qué pretensión. De nuevo, es acoger el amor de Dios, es poder vivir en la libertad verdadera como hemos pedido en la oración de hoy. Es curioso, el Señor cura hoy en el Evangelio a un sordomudo y, probablemente, con eso, el pasaje del profeta decía: “Los sordos oirán, los mudos hablarán”. Bueno, pues, el Señor abre nuestros oídos para que oigamos la voz de Tu amor, para que oigamos, y sé que lo tenemos que oír en este mundo, y en estas circunstancias, que lo tenemos que oír a través de Tu Cuerpo, que es la Iglesia, pero que podamos experimentar Tu amor de forma que surja en nosotros la alabanza para Ti. Alabanza divina. Que ése es el primer testimonio, la alegría que Su amor pone en nuestro corazón. Muchas veces, cuando hablamos de testimonio, parece que son cosas que tenemos que hacer por Dios. Dejar que Su amor fructifique en nosotros. Que somos privilegiados. Que hemos conocido el Amor de Dios. Que sabemos que somos amados con un amor infinito. Que eso se note en nuestra cara, en nuestra vida, en nuestra actitud con nuestros hermanos. Y la vida es bonita, sí, aunque haya en ella miserias, pecados, sufrimientos, enfermedades, dolores, la muerte. La vida es transformada por esa Presencia de Cristo.
En la Liturgia de las Horas, que la Iglesia reza a lo largo y ancho del mundo las 24 horas del día… Creo que he contando alguna vez que hay una aplicación americana que tiene la Liturgia de las Horas y una de las posibilidades es ver cuántas personas la están rezando en ese momento en el mundo con una lucecita en una bola del mundo que da vueltas. Descubres gente rezando en distintas partes del mundo, pero nunca la he abierto sin que haya menos de 150 personas rezando sólo con esa aplicación. ¿Qué significa eso? Que a lo largo de las 24 horas del mundo, en los cinco continentes, hay miles de personas unidas a la oración de Cristo, a la alabanza de Cristo, dando gloria al Señor por Su amor y por sus beneficios.
¿Sabéis cómo empieza la Liturgia de las Horas todos los días?: “Señor, abre mis labios y mi boca cantará tu alabanza”. Significa dame Tu Gracia, dame la experiencia para que pueda brotar de mi corazón la alabanza. Y así empieza todos los días la oración de la Iglesia. Señor, abre mis oídos y mis ojos, los sentidos más pasivos, el olfato, para poder oler el buen aroma de Cristo cuando lo tengo al lado mío en la fe o la caridad de una persona. Déjame ver el testimonio de una vida de fe. Déjame oír Tu Palabra. Haz que me deje seducir por Tu amor. Entonces, mi boca cantará tu alabanza. “Abriré los labios y cantaré, cantaré al Señor”, que me incorpora a Su vida divina y me hace vivir en la libertad de los hijos de Dios.
Vamos a pedirLe al Señor que abra nuestros labios y que nuestra vida sea una testimonio no porque nos proponemos hacer cosas para convencer a los demás, sino por la alegría de nuestra vida. La alegría es ahora mismo el testimonio más puro de la Presencia de Dios en medio de nosotros.
Que el Señor multiplique en nosotros la alegría y la alabanza. La alabanza de Dios, de los dones que Dios nos da.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
5 de septiembre de 2021
S.I Catedral de Granada