Homilía en la Eucaristía en el XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, en la S.I Catedral, y Día de la Iglesia Diocesana, el 7 de noviembre de 2021.
Fecha: 07/11/2021
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy querido sacerdote, diácono:
En el día de hoy, el diácono que nos acompaña desde hace más de un año todos los domingos en esta liturgia acaba de perder en Venezuela a su padre y a su madre. Con lo cual, yo os pido que en la oración de los difuntos, hoy, os acordéis de ellos.
Todos conocemos casos donde las personas han perdido familiares o seres queridos sin poder acompañarlos, y el dolor que eso significa. Y aunque la fe da una paz muy grande, y él lo vive con paz, como formamos todos parte del mismo Cuerpo, yo no quiero dejar de decíroslo, y así también sentimos que ese Cuerpo no son sólo los que estamos por casualidad -no existen las casualidades- en esta Eucaristía, sino también los que están cerca de nosotros, de una manera o de otra, hasta el horizonte del mundo entero. Pedimos por él y por su familia, por los que están en Venezuela y los que están aquí.
Eso nos abre al Misterio de la Iglesia. ¿Qué es la Iglesia? Porque hoy habréis oído decir que celebramos el Día de la Iglesia Diocesana. La Iglesia es un Cuerpo. La Iglesia no son una serie de principios morales o unas creencias o unas ideas que compartimos, participamos de la misma manera de pensar, de las mismas ideas. La gente dice “pues, sí, porque tenemos las mismas ideas”; o participamos de una cierta concepción de la vida humana. Sin duda que eso es verdad, pero eso no es la Iglesia. La Iglesia es un Cuerpo. La Iglesia es una familia. Del lema de hoy, “Somos una familia contigo”, en la medida en que podamos vivir nuestra pertenencia, nuestra condición de cristianos como perteneciendo a una familia y manteniendo en la vida de familia, ese tipo de relaciones que solían caracterizar a la vida de familia.
Yo leí hace unos días, y lo he dicho en otra Misa hace un momento (porque se celebra el 75 aniversario de la creación de la Hermandad Obrera de Acción Católica); les decía que hace poco había leído una definición del neoliberalismo global, no simplemente como unas sociedades que viven en torno a la economía y a los mercados, sino como un tipo de sociedad que trata de crear un nuevo tipo de hombre. Y ese tipo de hombre es un tipo de hombre y de mujer que todas sus relaciones tienen la lógica de las relaciones comerciales. Eso está inscribiéndose de tal manera en nuestro ser que, de alguna manera, determina a veces también las relaciones entre marido y esposa en el seno de la familia, hasta entre los padres y los hijos. Yo recuerdo a una hija cuyo padre había hablado de que era una inversión; u otra hija que había crecido toda su vida oyendo a su madre que ella había sido una equivocación y que no tenía que haber nacido. Todo ese tipo de comentarios, las dos lo decían llorando a lágrima viva, con una herida muy grande en su ser y en su vida.
Las relaciones familiares si algo las caracteriza es que son relaciones gratuitas, y por eso son humanas. Por eso son más humanas. Y la gratuidad engendra gratuidad. En cambio, el dejarse llevar por el interés hace que los demás reaccionen dejándose llevar por el interés. Son procesos donde crece la comunión de los santos o donde se deterioran nuestras relaciones por el poder del mal.
Que la Iglesia pueda vivir como una familia hace posible que las familias puedan vivir como familias también. Que Cristo sea el centro de ese pueblo, de ese Cuerpo que es la Iglesia, hace posible que nuestras familias, que los pueblos, en la medida en que siguen existiendo, puedan ser verdaderos pueblos. Es decir, que no seamos una masa anónima que sólo se relaciona mediante contratos. Claro que la Iglesia es una familia y la diócesis es la realización del misterio entero de la Iglesia en una determinada comunidad. Porque si la Iglesia fuese el mundo entero y fuese todo como una especie de anonimato enorme, que abarcase el mundo entero, al final no habría posibilidad de relaciones verdaderamente humanas entre nosotros. Yo sé que una parte, razonablemente grande, de quienes asistís muchos domingos a esta Catedral sois personas que estáis de visita, pero eso no obsta para deciros que viváis donde viváis, busquéis en vuestra parroquia, en vuestra diócesis, en vuestro país, una diócesis y que podáis sentir eso como vuestra propia familia.
La estructura de la Iglesia no es piramidal, como la de los gobiernos: es Eucarística. Y la Iglesia está reunida entorno a un discípulo de los apóstoles, a un sucesor de los apóstoles -ojalá que sea también discípulo-, que no es importante porque sea el que manda. La gente piensa que es como un gobernador provincial, o algo así, porque los modelos que tenemos son los modelos del mundo. Es importante porque es la garantía, si él está unido al Sucesor de Pedro, de que cuando vosotros hoy comulgáis, recibís el Cuerpo de Cristo. Que cuando ese sacerdote que está sentado ahí en ese lado de la Catedral perdona los pecados, no es su poder o su virtud quien os perdona. Es Cristo quien os perdona. Cristo se hace contemporáneo nuestro a través de la sucesión apostólica, y de los múltiples carismas y formas. Yo sé que hay formas de la vida de la Iglesia, pero la única forma en que la Iglesia se realiza plenamente son las diócesis. Lo demás son formas, que tal vez sean internacionales, que tienen una extensión más grande que una diócesis, como la espiritualidad de san Francisco, de santa Brígida o la de cualquier santo que se ha extendido más allá de las fronteras de un país. De san Ignacio de Loyola o de santa Teresa de Jesús con los carmelitas. Pero, sin embargo, todos vivimos en una diócesis y esa diócesis es nuestro vínculo esencial con Jesucristo. Y lo que hace importante la diócesis es eso, que es el lugar donde Jesucristo se hace, a través de un sucesor de los apóstoles, y de los Sacramentos, que Él garantiza sencillamente para que cuando yo los reciba, sepa que es Jesucristo quien actúa en esos Sacramentos que yo estoy recibiendo. Ese es el valor de la diócesis, y el valor y significado del obispo.
Yo soy seguramente mucho mas indigno de la vida divina que el Señor nos regala a todos que muchos de los que estáis aquí asistiendo a esta Eucaristía. Ojalá pudiera ser también para vosotros un ejemplo en santidad y en el seguimiento de Jesucristo. Y se lo pido al Señor. Y Le pido al Señor al menos no ser un obstáculo grande para vuestra relación con el Señor en vuestra vida. Pero sé que mi ministerio es esencial, para que las Misas sean Misas; para que los Sacramentos sean Sacramentos y para que vuestros hijos, cuando se bauticen, tengan la garantía de que reciben el Espíritu Santo y la vida nueva que Jesucristo nos da a todos. Esa es la única importancia. Verdaderamente, ese es el corazón de la vida de la Iglesia, porque ese Cuerpo que es la Iglesia y que vive en cada diócesis en plenitud, como dice el Concilio recogiendo la Tradición de los Padres: el misterio de la Iglesia plena se realiza en cada diócesis, porque la diócesis recoge todos los Sacramentos y, por lo tanto, tiene todas las dimensiones de la vida de la Iglesia y ninguna otra realidad, por muy importantes que sean, por mucha ayuda moral que nos puedan dar en la vida, por muy cercanos que nos sintamos a una determinada espiritualidad o determinado santo, ninguna otra realidad de Iglesia realiza ese Misterio de la Iglesia que se realiza plenamente en la vida de la diócesis.
Cuando el obispo celebra siempre dice “por mí, indigno siervo tuyo”. Uno lo puede decir en broma. Yo os aseguro que cuando lo digo, no lo digo en broma. Soy indigno del Señor y soy indigno de serviros a vosotros que sois la Esposa de Cristo; que sois la prolongación en la Historia de la Virgen; que sois la Esposa que se sienta a la casa y a quien el Señor ha venido, no a ser servido, sino a servir.
Pedid por vuestra diócesis y ser conscientes de que el ser cristiano es pertenecer a ese Cuerpo. El alma de ese Cuerpo, decía el Concilio, es el Espíritu Santo que vive en vosotros, que vais a recibir renovadamente cuando comulgáis al recibir el Cuerpo de Cristo. Porque Cristo viene a nosotros para comunicarnos Su Espíritu, el Espíritu del Hijo de Dios, la libertad de los hijos de Dios, la vida divina. Salís de la Eucaristía y lleváis a Dios en vuestro cuerpo de una manera igual de misteriosa que lo llevó la Virgen, pero igual de real que lo llevó la Virgen. Cuando celebramos el verdadero Corpus Christi, el verdadero Cuerpo de Cristo, sabemos que recibimos a Dios. Dios está en nosotros y habita en nosotros y va con nosotros al supermercado, y va con nosotros al metro, y va con nosotros a visitar los monumentos que visitamos, y va con nosotros cuando estamos cenando en casa o cuando estamos celebrando un cumpleaños.
Vamos a pedir al Señor que proteja a nuestra Iglesia y que nosotros nos sintamos parte de ella. Parte de ella significa sentir que yo, que llevo la vida divina y la llevo porque formo parte de este cuerpo, me siento responsable de comunicar esa vida a quienes no la tienen. Y en este mundo nuestro, no hay nada, ni siquiera el aire para respirar, que sea tan importante como esa vida. Porque sin esa vida estamos muertos, aunque tengamos salud, aunque tengamos un buen trabajo. Se nos muere nuestra humanidad por dentro. Porque estamos hechos para la vida divina. Y sólo la participación en esa vida divina es capaz de darnos la alegría y la libertad que anhelamos, con toda la profundidad.
Mis queridos hermanos, pidámosLe al Señor que seamos, efectivamente, “somos contigo una familia”. Somos todos una familia y cada uno tiene una función en esa familia. Pero nuestra alegría y nuestro gozo es pertenecer a esa familia, contribuir a la vida de esa familia, amar a esa familia, aprender a querernos en esa familia. Eso salvará nuestras vidas, salvará nuestras familias también, salvará nuestros pueblos. Podremos volver a ser un pueblo.
Que el Señor escuche nuestros deseos, escuche nuestra oración.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
7 de noviembre de 2021
S.I Catedral de Granada