Artículo del arzobispo de Granada, D. Javier Martínez. Publicada en Revista Movimiento Cursillos de Cristiandad, en Venezuela.
Fecha: 07/02/2022. Publicado en: Revista Movimiento Cursillos de Cristiandad (Venezuela)
Cuando se aborda hoy, en la cultura secular en que vivimos, la relación entre ‘religión y política’, o entre ‘Iglesia y política’, es habitual hacerlo en términos de separación, y de separación casi absoluta. Esos términos no tienen demasiada historia, pero los tenemos interiorizados de tal modo, que casi forman parte de nuestro ADN cultural. Es una visión de las dos realidades semi-popular y semi-académica.
Semi-académica porque consiste básicamente en versiones popularizadas del positivismo y de otras ficciones filosóficas del siglo diecinueve, hoy difícilmente sostenibles con rigor. Y semi-popular porque el pueblo-pueblo —no el “pueblo” artificial de los “populismos” o de las series en las plataformas televisivas—, conserva siempre un punto de sabiduría que le permite situarse más allá de las banalidades y de las mentiras de la propaganda y del comercio que dominan nuestro mundo, y que tienen esa visión falsa entre sus premisas fundamentales.
Según esta visión, “religión” y “política” son como el agua y el aceite. Nunca se mezclan. Incluso se piensa normalmente que uno de los más grandes logros de la modernidad fue el haber conseguido separarlas totalmente (o casi). La “religión” sería sólo una serie de mitos o “creencias inverificables”, o de “experiencias” puramente subjetivas. En el mejor de los casos, hoy, sirve como residuo folklórico del pasado, o para mantener un cierto sentido moral y de sumisión al poder en los sectores más ignorantes de la sociedad. En cuanto a la Iglesia, muchos (enemigos y falsos “amigos”, y no sin fundamento en planteamientos y en pecados nuestros a lo largo de la historia), la consideran ante todo o exclusivamente como un espacio de poder. Pero como la política en nuestro mundo sería por definición el lugar del poder, la rivalidad (incluso a muerte), ya está servida. Los poderes del mundo tratan de reducir a la Iglesia a “pura religión” (en sentido moderno), cuando no sencillamente a hacerla desaparecer. Y por eso no hay probablemente en nuestro mundo secular un crimen mayor que el que “la religión” o que “los hombres de Iglesia” se metan en política.