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«Eran como las cuatro de la tarde…"

II Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Fecha: 13/01/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 433



Juan 1, 29-34
En aquel tiempo; al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: -«Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: "Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo." Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.»
Y Juan dio testimonio diciendo:
-«He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él.
Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
"Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. "
Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.»



El primero en reconocer a Jesús fue san Juan Bautista. Según el evangelio de San Juan, fue el Bautista quien les indicó, a él y a su amigo Andrés, quién era Jesús. Aquel encuentro cambió la vida de Juan y Andrés para siempre: muchos años después, aún recordaría san Juan que «eran como las cuatro de la tarde». Y el relato de aquel encuentro, que sigue inmediatamente al evangelio de hoy, es uno de los pasajes más expresivos del ministerio de Jesús, y de lo que habría de ser para siempre el paradigma del método cristiano. ¿De qué hablaron con Él aquella tarde? ¿Cómo les miraba? Lo cierto es que, al día siguiente, decían a su familia y a sus amigos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» Y se fueron con Él. Seguramente no podían explicar del todo lo que les había pasado. Pero aquel hombre había calado en sus vidas como sólo Dios puede hacerlo. Según todas las medidas humanas, era una locura, pero no lo era. Porque, a diferencia de lo que sucede con las realidades del mundo que se hacen dios, y que se adueñan del corazón, es decir, a diferencia de los ídolos, el que aquella persona se hubiera adueñado de sus vidas les permitía ser ellos mismos como no lo habían sido nunca, les daba una libertad que no habían conocido jamás.

San Juan Bautista señala a Jesús como el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. La expresión nos es extraña, porque supone el conocimiento de las prácticas religiosas judías, y porque choca con ciertos presupuestos culturales nuestros. La imagen del cordero remite al cordero pascual, que recordaba cómo en Egipto el ángel exterminador había dado muerte a los primogénitos de los egipcios, pero había pasado de largo por las casas cuyas puertas estaban marcadas con la sangre del cordero de la Pascua. Llamar a Cristo el Cordero de Dios es recordarnos que el significado de su vida y de su muerte es arrancarnos del poder de la muerte. Para comprender, en cambio, que uno pueda morir por otro, ponerse literalmente en lugar de otro, a la hora de la muerte, tenemos hoy otras dificultades: pues sería imprescindible poder mirar la realidad como algo más que física y química, y a los hombres, como capaces de unas relaciones distintas de las que tienen las manzanas o los gatos, cuando están uno junto a otro. Habría que comprender algo de lo específicamente humano en el amor, algo de ese amor que lleva en sí mismo la imagen y la semejanza de Dios.

«Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios». El Baustista se refiere a la manifestación de Dios que tuvo lugar en el bautismo de Jesús. También aquí estamos ante un paradigma. Nietzsche escribió: «Mejores cantos tenían que cantarme ésos para que yo creyera en el que ellos llaman su redentor». Sólo hay un modo de dar a conocer a Cristo al mundo, de hacer posible que sea amado: la belleza de los cantos, la invencible alegría de un pueblo que ha visto, que tiene la experiencia de la Redención.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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