Homilía en la Eucaristía de inicio del Septenario del Cristo de la Salud, en Santa Fe, el 19 de marzo de 2022.
Fecha: 19/03/2022
Queridísima Iglesia del Señor;
muy queridos D. Eduardo y D. Jorge (…);
Han sido meses muy raros. Llevamos un tiempo desde la última vez que yo celebré aquí la Novena en el Cristo de la salud. Hemos conocido a muchas personas que lo han pasado mal. Hemos perdido a muchas personas. Hemos vivido una cierta Pasión, como la del Señor, porque desde la Pasión de Cristo no hay sufrimiento humano que no sea una parte del sufrimiento de Cristo, hasta tal punto se ha unido el Señor con nosotros, con la humanidad entera, que no hay ningún sufrimiento humano, y no sólo de los cristianos… Nosotros formamos parte de Su cuerpo. Pero, como subrayaban algunos Padres de la Iglesia, y volvió a subrayar Juan Pablo II, “Jesucristo, el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo, a todo hombre”. Por lo tanto, ante todo lo que nos sucede, Dios no es indiferente y sé lo que estoy diciendo y en el momento en el que lo estoy diciendo. Vino la pandemia y nos ha diezmado en muchos aspectos. Y ha paralizado muchas cosas y ha ralentizado otras. Y cuando parecía que estábamos saliendo de la pandemia, empieza esta guerra en Europa, que es de alguna manera nuestra patria grande y nos afecta a nosotros decisivamente.
No quiero decir que el hecho de que esta guerra esté en Europa la haga más grave o importante para nosotros que otras guerras que hay. Vivimos en un mundo muy inestable. Hace muchos años, una guerra en Uganda causó millones de muertos. Hemos conocido también la guerra de Irak y, los que tenemos ya muchos años, conocimos la guerra de Vietnam. No ha dejado de haber guerras en el mundo y no hay unas que sean más importantes que otras. A Vietnam no podíamos ir, a Uganda no podíamos ir, a Iraq, el Líbano o Siria no podíamos ir. La guerra es, como han dicho muchas veces los Papas, una derrota de la humanidad. Es una derrota de lo que hay de divino en nosotros, que somos imagen y semejanza de Dios y que estamos hechos para Dios. Y Dios es Amor. Estamos hechos para querernos unos a otros, para tratarnos con cariño y con respeto unos a otros, para aprender unos de otros, más allá de las razas, de los colores, de las lenguas, de las tradiciones culturales. Como el Papa Francisco, Benedicto XVI, Juan Pablo II y el Concilio lo decían: Cristo es la fuente de nuestra vocación a la unión con Dios y a la unidad de todo el género humano. El Concilio dijo eso y que la Iglesia es como una semilla de esa unidad del género humano. Esa unidad que nos une a todos en un solo cuerpo; que nos hace sentirnos los unos parte de los otros. Es curioso. Según el relato de la Biblia, que está lleno de sabiduría, el hombre se aparta de Dios y cuando no había más que dos hermanos en el mundo, se dividieron y uno mató al otro. En cuanto perdemos a Dios, nos volvemos los unos contra los otros. Sin embargo, hasta del mismo mal Dios sabe sacar bien.
Estamos venerando la imagen preciosa del Cristo de la Salud, que es la imagen de un hombre que, viviendo uno de los tormentos más crueles que los hombres han inventado jamás para matar a otro ser humano, y Dios mismo ha querido vivir esa Pasión, para que nadie se sintiera incomprendido por Dios, para que nadie pudiera decir jamás “yo sufro tanto que Dios no me comprende”…. Tal vez algún sufrimiento humanamente hablando, mayor que el de la cruz, y es el de una madre que ve crucificar a su hijo y también ese sufrimiento Jesús ha querido que su Madre lo viviera, para que tampoco ninguna mujer pudiera decir “pero es que perder a un hijo, es lo peor, y eso Dios no lo podrá entender nunca”. Dios entiende nuestros sufrimientos. Se ha abrazado de hecho a nuestro sufrimiento de tal manera que, como os decía hace un momento, no hay sufrimiento humano, no hay dolor humano… también en sentido positivo, no hay amistad, no hay amor humano verdadero que no sea parte del dolor, del sufrimiento o del amor del Señor. Y en el dolor y el sufrimiento también está el amor del Señor.
En la pandemia, yo sé cuántas familias necesitadas recibían ayuda de la Iglesia y, probablemente, también de alguna otra distancia, porque la bondad del corazón humano no está confinada a los límites de la Iglesia…, pero yo sé que diariamente más de cien personas recibían esa ayuda. Y vosotros estabais en ella, probablemente colaborando, llevando o distribuyendo junto con los jóvenes. También en esta guerra hay tesoros de humanidad. Me contaban el otro día una anécdota de las afueras de Kiev, en Ucrania. Había un piquete de cuatro soldados rusos y un grupo de los vecinos del barrio se habían echado a la calle, los habían rodeado, les habían quitado las armas y se habían apoderado de ellos. Los rusos, como se entienden, decían “nosotros veníamos aquí de maniobras y no sabíamos adónde veníamos”. Y uno de ellos se echó a llorar. Eran muy jóvenes. Una de las mujeres que los había capturado le dice: “Hijo mío, ¿cuántos años tienes?”. Y el chico que estaba llorando dijo: “18 años”. Le responde la mujer: “¿Tienes madre?”. Dice, “sí, claro”. Le pregunta: “¿En qué ciudad de Rusia vive?, ¿sabes su teléfono?”. Sacó entonces el móvil y le dice: “Pues, llama a tu madre, di que estás aquí, que te hemos cogido pero que no te vamos a hacer daño, te vamos a esconder en nuestras casas”. Esas cosas también pasan en tiempos de guerra.
También sabéis que hace 15 días hice una llamada a la diócesis para que hiciéramos lo que estuviera en nuestra mano por ayudar a Ucrania, que ha sido invadida injustamente. Con motivo de una de las guerras del Medio Oriente, la última guerra de Siria e Iraq, tuve la ocasión de coincidir con un sacerdote egipcio jesuita, que conoce muy bien el mundo islámico y el mundo árabe. Coincidía en Córdoba en un congreso que había de estudios mozárabes. Le dije: “Padre Samir, ¿quién se beneficia de esta guerra en el Medio Oriente?”. Me dijo: “Unos que no suelen salir nunca en los telediarios: los fabricantes de armas”. Las fábricas de armas son cada vez más caras, más sofisticadas. Un avión de guerra cuesta miles de millones de dólares, y se quedan viejos, y hay que usarlos. Es uno de los motores de la economía mundial. Entonces, esas fábricas y la vida de esas fábricas es más importante que la vida de los seres humanos. Esa es una de las tragedias más profundas de nuestro mundo, de la sociedad en que vivimos, donde, para que la economía siga a flote -o para que la economía no se hunda y haya después que reconstruirla, lo cual mueve otra economía-, somos capaces de sacrificar miles, millones de vidas humanas.
¿Cuál es el modo de resistir a una situación así? Primero, mirar a Jesús y saber que el Señor no se ha echado para atrás en el amor a nuestra humanidad, porque a nosotros a veces nos dan ganas de renegar de nuestra humanidad y decir que no tenemos arreglo. Dios no se echa para atrás a pesar de nuestras miserias, de nuestros pecados y de estos pecados sociales en los que nos embarramos. Nuestro Cristo se llama el Santísimo Cristo de la Salud. No sólo le pedimos que nos dé la salud. Pedimos que nos dé la salud plena, es decir, la vida plena. Una vida plena no puede ser más que una vida de amistad, de amor, de perdón… Entonces, Señor, danos la posibilidad de poder construir, de ser constructores de un poquito de amor alrededor nuestro, y con eso estamos cambiando el mundo, facilitando que el mundo cambie, ofreciéndole al Señor un gesto de perdón, un gesto de amor que mueve el corazón de los hombres.
A mí me ha sorprendido muchísimo la respuesta que ha habido a la llamada que yo hice. Hoy estaban buscando un tráiler de 25 toneladas para llevarlo a Polonia y llevar todos los medicamentos. El otro día acompañaba yo a los que estaban cargando un autobús con medicinas. Lo estaban cargando hasta en los asientos, en todas partes. Y cuando estaban terminando de cargar el autobús aparecieron allí tres coches. Tres coches que venían cargados de medicinas, de primeros auxilios. Eran médicos. El caso es que, el pasillo del seminario es muy grande, cuando yo llegué sobre las cinco de la tarde, estaba lleno. Después de cargar dos autocares y cuatro furgonetas, aquello parecía que todavía tenía espacio y me dijeron a la mañana siguiente “vuelve a estar lleno, está lleno a desbordar”. Unos farmacéuticos se han juntado y aparecieron más de dos toneladas de medicamentos ya clasificados, puestos en cajas. Es un volcarse de la gente conmovedor.
Hay que confiar. Confiando en Dios podemos confiar en el ser humano. Nuestros corazones están hechos para el bien. Entre la gente que estaba colocando medicamentos (yo era muy consciente, y algunas personas me lo dijeron), una persona me dijo “yo no soy la iglesia”. Yo le dije: “Yo no te he preguntado nada, hija. Tú sigue recogiendo que aquí estamos todos a lo mismo”. Ese es el fruto de la muerte de Cristo. Si no, os aseguro que en un par de generaciones estábamos todos en la barbarie, por mucha tecnología que tuviéramos. Así que lo único que cambia el mundo es poner amor donde no hay amor. Y esa especie de explosión de amor que está habiendo en nuestros días es fruto de que sabemos que hay un amor infinito, que no se acaba, que no se cansa, que no se fatiga. El amor que resplandece en el cuerpo muerto de Cristo, en la noche de Su Pasión, en la noche de la Última Cena: “Esta es mi carne, esta es mi sangre derramada por vosotros”. Cristo da Su vida por la esperanza, por la vida, y para que pueda florecer en el mundo el amor de todos, una y otra vez. El Enemigo nos tienta a dividirnos, al odio y a la desesperación. Una y otra vez, el Señor nos rescata para poder empezar de nuevo la siembra de un amor que corresponde mucho más profundamente a nuestro corazón. No estamos hechos para el odio. Ningún hombre está hecho para el odio y si el odio nace, a veces es porque se ha sembrado previamente ese odio, porque uno ha sido odiado y ha experimentado el odio de otros. Pero el amor también es capaz de cambiar el corazón.
Me viene a la cabeza una anécdota de Stalin. Todos sabéis quién era Stalin y los millones de muertos que provocó. Hubo una mujer, que fue de las Juventudes Comunistas y que luego se convirtió, y esa mujer le dijo a Stalin directamente -era una pianista, dicen que probablemente la mejor pianista rusa-: “Que Dios te perdone todos tus crímenes y todo el daño que estás haciendo a la humanidad”. Stalin mató a muchos de sus compañeros y de sus amigos. A ella le prohibió dar conciertos, pero no la mató, y cuando Stalin se estaba muriendo pidió que le pusieran un disco de aquella pianista, que era la única que le había dicho “estás con tus pecados destruyendo el mundo”. Quiero decir que hasta el corazón de un criminal notorio, y uno de los más grandes que hemos conocido en la historia, tiene una fibra donde la verdad, el amor y el arrepentimiento pueden aparecer en un momento. Sólo Dios sabe lo que hay en el corazón del hombre.
Vamos a pedirTe, Santísimo Cristo de la Salud, que florezca, que crezca en nosotros, que arraigue nosotros el amor que Tu Hijo ha dejado sembrado en la tierra. “Si el grano de trigo no muere, no da fruto; pero sí si cae en la tierra y muere, da mucho fruto”. Pues, que ese fruto florezca en nuestros corazones, que podamos comunicarlo alrededor nuestro y contribuir a que pueda haber un mundo verdaderamente humano. Un mundo verdaderamente humano es sencillamente un mundo que vive y participa conscientemente de Tu amor, y que quiere que sea el amor la regla de nuestra vida.
Que así sea para los que estáis aquí en esta parroquia de Santa Fe, para los que nos escuchan a través de los medios de comunicación, y que así sea en toda la diócesis. Que así sea en todo el mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Ermita de Santa Fe (Granada)
19 de marzo de 2022