III Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Fecha: 20/01/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 434
Mateo 4, 12-23
Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías:
«País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles.
El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo:
-«Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
-«Venid y siguidme, y os haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes. con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.
La cultura dominante en el mundo actual profesa, en sus formas más consecuentes, que la religión no es sino una colección de mitos que los clérigos u otros grupos utilizan para mantener su poder o su influencia, y que la moral es una colección de valoraciones subjetivas (una construcción humana, cultural), más o menos impuesta a una sociedad, y también al servicio de los intereses de algún centro de poder.
En cierto sentido, estas apreciaciones son justas. No sólo porque una mala religión es eso, y hay que admitir que la mala religión abunda más de lo que pensamos. Lo mismo sucede con la moral. Una mala moral, como, por ejemplo, esa parodia de la moralidad cristiana que se llama moralidad victoriana, es fundamentalmente utilitarista e hipócrita, aunque para una buena parte del siglo XX haya sido el paradigma mismo de la moralidad. Y tal vez lo sigue siendo, ya que, por una dialéctica perversa, aunque comprensible, ése es el paradigma al que se retorna cuando se quiere reaccionar contra el nihilismo moral, que a su vez (aquí la dialéctica se hace circular) ese tipo de moralidad contrahecha provoca casi inevitablemente.
Aunque el mal tiene un espesor inimaginable –Nuestro Señor murió crucificado–, es la mala religión la que engendra el ateísmo (la buena religión puede engendrar odio, pero ese odio es casi una forma de fe), como es la mala moral la que engendra un mundo sin referencias. Ambas criaturas –ateísmo y nihilismo moral– se nutren del resentimiento, de la herida que produce la percepción de un fraude.
En todo caso, las apreciaciones sobre la religión y la moral con las que comenzaba este comentario son como el espejo de la sociedad en la que vivimos. Su definición de la religión y de la moral no es justa en general, pero define bien su cultura –que es también una religión, la religión laica–, y su moral. Lo cierto es que, sin religión y sin moral verdaderas, nuestra sociedad ha perdido, hace mucho, la causa de la razón, y lo único que le queda es el poder. Por eso lo aplica a todo, y desde él quiere interpretar toda la realidad. Por eso, también, la religión laica tiene una irresistible tendencia al fascismo, que no sería sino el uso más eficiente y lógico del poder, una vez que se admite que sólo existe el poder.
El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz. Ese pueblo somos cada uno de nosotros. Es el hombre de nuestro tiempo, que ha perdido el sentido de la vida y las razones para amarla. Y la gran luz es Jesucristo, que viene a nosotros en la comunión de su Iglesia, y que allí nos da la posibilidad de vivir en el reino de Dios, en otra ciudad, cuya ley no es el poder, sino el amor. Este Reino está cerca, no porque podamos alcanzarlo, sino porque Él ha venido al desierto en busca de la oveja perdida. Pues el reino de Dios es Él mismo, y Él está en medio de nosotros.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada