Eucaristía en la Eucaristía de acción de gracias celebrada en Motril el 26 de mayo, por la beatificación de Manuel Vázquez Alfaya y otros 15 compañeros mártires de la persecución religiosa en España en el siglo XX.
Fecha: 26/05/2022
Muy querida Iglesia del Señor, este
trocito de la familia de Dios que esta tarde se reúne en Motril para dar
gracias por la beatificación del beato Manuel Vázquez;
querida alcaldesa, miembros del Ayuntamiento;
queridos hermanos y amigos todos:
Tres pensamientos muy sencillos que puedan ayudarnos a vivir mejor en el sentido profundo de esta Eucaristía.
El reconocimiento de la santidad por parte de la Iglesia, de un miembro de nuestra comunidad o de una persona, no es un título honorífico (que se pueden dar a muchos, muchos difuntos entonces, o a personas vivas también). No es un título honorífico. El beato Manuel Vázquez no murió y celebramos -diríamos- el “heroísmo” de su muerte como un recuerdo del pasado. Esencial a la fe de la Iglesia. Lo recitamos en el Credo todos los domingos. Es la comunión de los santos, que son los vínculos de unión que unen a los miembros del Cuerpo de Cristo, que es lo que es la Iglesia, ese Cuerpo que el Señor ha unido así por la fe y por los Sacramentos a lo largo de los siglos. Y ese Cuerpo forma una unidad a través del espacio y del tiempo, de tal manera que no hay más que una Eucaristía en el mundo. No es que haya una en Motril, otra en Salobreña, otra en Granada, otra en Zamora y otra en Shanghái. No. La Eucaristía es la ofrenda que Cristo vivo y resucitado (y estamos celebrando ahora mismo en el tiempo pascual) hace de Su vida al Padre por la vida de los hombres, por el perdón de los pecados, por la salvación del mundo entero. Y no sólo de los buenos, sino porque la justicia de Dios es Su misericordia. Y Dios, el único pasaje del Nuevo Testamento, donde se describe cuál es la voluntad de Dios: la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Por lo tanto, el designio de amor de nuestro Dios, del Dios verdadero, del que hemos conocido en Jesucristo, es un designio que se extiende más allá de una categoría de personas.
Cristo murió no sólo por unos pocos, sino por la humanidad entera. Y la muerte de Cristo no es estéril. El amor de Dios no se va a dejar ganar. Y la muerte, desde que conocemos a Cristo Resucitado, no tiene dominio tampoco sobre nuestras vidas. Tendremos que pasar por la muerte. Somos mortales, todos enfermaremos algún día. Todos moriremos. Tal vez no de enfermedad. Yo he conocido a personas que han muerto simplemente de número de años, pero todos pasaremos por la muerte. Pero la muerte no es nuestra, no es la última palabra en nuestras vidas. Y eso forma parte de nuestra fe. Afirmar que Cristo ha resucitado es afirmar al mismo tiempo la esperanza de nuestra resurrección en la resurrección de nuestra carne y de la vida eterna. No nos haremos como una especie de fantasmas o una cosa así que, como a veces se describe la vida del más allá en algunas películas de Hollywood, de pena, sino nosotros mismos, “con honestos ojos míos -decía Job- en mi propia carne veré a Dios”. No será este cuerpo mortal, sin duda, pero será nuestro cuerpo. No habrá seguridad social, no habrá Hacienda, no habrá periodos electorales, ni conflictos tampoco entre los países o entre los hombres. Pero seremos nosotros, verdaderamente. Nosotros, plenamente. Nosotros.
Entonces, cuando damos las gracias por un hermano nuestro que ha sido unido al número de los beatos, y si Dios quiere, pues un día será unido al número de los santos, damos gracias por alguien a quien podemos dirigirnos, que puede interceder por nosotros, como le pedimos a la Virgen que interceda por nosotros, como le pedimos al Señor, al Hijo del Dios vivo, cuya Ascensión estamos a punto de celebrar y que ha introducido en la divinidad de Dios y en la vida de Dios. Como decía un poeta francés del siglo XX, “desde que Cristo ha subido a los cielos, en el Cielo huele a sudor”. A sudor o a perfume. Pero, ciertamente, hay olor, hay sentidos, hay humanidad, y una humanidad no es una humanidad si es sin cuerpo. Por lo tanto, dar gracias por un beato más que tenemos en nuestra comunidad. Es una persona a la que recordamos con afecto. (…) es alguien a quien podemos dirigirnos, a quien podemos acercarnos para pedir su intercesión. Y si hay personas que, por un motivo o por otro, le han conocido o han estado más cerca de él, o su familia ha sido más cercana, pues también. Ciertamente, siendo él de Motril, habiendo sido el párroco de esta iglesia que fue profanada y destruida casi al mismo tiempo que su propio martirio, tenemos muchos motivos para acercarnos a él con una gran confianza, para que siga ejerciendo desde el Cielo su ministerio sacerdotal en favor nuestro. Y si eso que el otro beato, también martirizado en los mismos días, dijo al día siguiente que la muerte de Manuel Vázquez iba a ser una fuente de vocaciones para Motril, pues que pueda seguir siéndolo, que lo sea. Veréis, no hay muchos lugares de la diócesis de Granada que puedan hablar de 27 vocaciones consagradas entre sacerdotes religiosos y religiosas y profesos de su propia parroquia, de su propia tierra, de su propiedad, de su propio municipio.
Por lo tanto, primer pensamiento: le damos gracias a Dios, pero le damos gracias a Dios por un hombre vivo, un hombre que está entre nosotros. La comunión de los santos no la rompe la muerte y, por lo tanto, también esto vale para los difuntos. Los sacerdotes predicamos muy poquito de esto últimamente porque somos demasiado tímidos y nos da demasiada vergüenza. Pero los difuntos tampoco se han despedido de nosotros para siempre. Podemos dirigirnos a ellos, podemos intentar comunicarnos con ellos de una manera misteriosa que no es como el contacto físico en un sentido, pues eso es una pobreza el que no sea mediante el contacto físico. En otro sentido, es una riqueza, porque el contacto, el contacto físico acerca y aleja a las personas. Yo puedo darte la mano, pero nunca puede estar en ti, ni tú puedes estar en mi. Y en el Cuerpo de Cristo, quienes han dejado este mundo se hacen más patente que somos los unos miembros de los otros, vivimos los unos en los otros, no sólo con los otros, sino en los otros. Pero termino este primer pensamiento que da para mucho. Y ya sé que es un pensamiento que es una parte esencial de nuestra fe, que tenemos muy olvidada.
El segundo pensamiento, el lenguaje cristiano. Nosotros estamos muy acostumbrados ahora mismo a decir que la fe cristiana es como otras religiones, que tiene sus creencias, que tiene sus reglas morales y que tiene sus ritos. Bueno, esa descripción de eso que se llaman religiones, y en el mundo moderno o en el mundo contemporáneo es una descripción interesada y que pertenece a una determinada tradición, tradición cultural…, pero nosotros los cristianos no tenemos creencias. Yo no tengo ninguna creencia en especial. Yo he recibido el testimonio de un pueblo que, con mil fragilidades, con mil debilidades, con muchas tradiciones, con escándalos, con muchos pecados, pero que desde hace veinte siglos transmite la experiencia de que cuando se abre la vida a Cristo, la vida cambia y que Cristo vive, y podemos tener la certeza de que ha vencido la muerte, no como la que tuvieron los apóstoles que pudieron comer con él después de Su Resurrección, pero en otro sentido sí, también, porque nosotros sabemos que está vivo. Porque de qué reconocemos que actúa, reconocemos sus obras, reconocemos que cuáles son sus obras, justamente la fe, la esperanza y la caridad de muchas personas de millones de personas en el mundo. El mundo no se corrompe como se corrompe una carne que se pudre al final, sólo por la sencilla razón de que hay muchas personas que nunca reconocerá a la Iglesia -diríamos-de una manera pública o notoria, pero cuya fe, cuya esperanza y cuya caridad y su amor gratuito sostienen este mundo; son personas de las que el mundo no es digno. ¿Que hay mucho mal en el mundo? Pues, claro. Pero luego volveré a eso, porque es mi tercer pensamiento. Pero hay mucho más bien que mal.
Y lo que yo quiero deciros es que el lenguaje cristiano no es el lenguaje de las creencias, es el testimonio. El testimonio de la experiencia no cuenta lo que el testimonio hace referencia a lo que uno ha visto y oído. Yo he visto morir a personas contentas. Yo he visto unas calidades de amor y de gratuidad, de amor y de perdón que no son de este mundo; que no se pueden explicar. Y he visto unas maneras de vivir que son infinitamente más razonables que nada de lo que se nos propone habitualmente -diríamos- en la plaza hoy y que no son propias de personas atrasadas o necias o con poco conocimiento, sino justo las más razonables, las más verdaderas, las más plenas, de las que uno puede dar testimonio. No sólo aquí, que es mi oficio y un púlpito, sino en cualquier situación de la vida, en cualquier circunstancia de la vida. Los mártires han cumplido esa condición del cristiano. “Tu Gracia vale más que la vida”. Han cumplido. Era el lema de las beatificaciones en diciembre, pero han dado testimonio, no con sus palabras, que no sabemos si era muy brillante o poco brillante en su predicación, pero no importa; han mostrado que Jesucristo era el centro de su vida y que la vida se puede dar por Jesucristo.
Fue ciertamente un hombre fervoroso y un hombre con celo, porque incluso se fue a Argentina en un momento en que el viajar no era una cosa tan, tan fácil y tan sencilla como es hoy, a servir durante varios años en una parroquia de Buenos Aires. Por lo tanto, deseaba comunicar a Jesucristo a todos en todo el mundo. El lenguaje cristiano puede tener muchas formas y nosotros podemos usar la sociología, podemos usar la psicología, podemos usar todas las ciencias humanas sin duda, pero hay un lenguaje cristiano que no puede ser sustituido y es el del testimonio. Martirio significa testimonio, es decir, yo he visto al Señor, yo he visto los frutos que el Señor produce en la vida humana y sé que uno ama una humanidad que nace de Jesucristo. Es una humanidad como la que todos desearíamos para nosotros mismos. Todos deseamos que se nos diga la verdad, todos deseamos ser queridos, todos desearíamos poder querer y querernos unos a otros como hermanos.
Bueno, pues eso es lo que hace en el encuentro con Jesucristo, concreta y plásticamente, diría yo, posible nuestras vidas. Y la vida cristiana no está hecha de virtudes y de cualidades y de buen ejemplo. Está hecha de testimonios de personas en las que uno ha podido reconocer que Cristo vive, precisamente porque por la calidad de su vida humana eso vale más que todas las prédicas de predicaciones de los curas y de todo lo que nosotros podamos explicar de una manera o de otra.
Último pensamiento. Vivimos en un mundo muy revuelto. No es ninguna… todos los días hay gente que me lo dice: “Pida por nosotros”. Tenemos que pedir la paz para el mundo.
No hablo sólo de la situación y de las dificultades, de la pandemia, de lo de después de la pandemia, de las dificultades creadas ahora mismo por la guerra de Ucrania, que pone de manifiesto una conflictividad general en el mundo. Pero no es un mundo estable, no es un mundo sólido, no es un mundo por el que nos resulte fácil a todos dar gracias. Es un mundo que deseamos. Pidamos al nuevo beato, que murió en una situación mucho más conflictiva de la que nosotros tenemos; que vivió también en un mundo muy, muy revuelto, que nos conceda el don de la paz. Y no sólo el don de la paz, sino de trabajar por la paz, de querer el bien de todos, de buscar el bien de todos, de querer amar a todos como Dios nos ama.
Que así sea.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de mayo de 2022
Parroquia de la Encarnación (Motril)