Homilía del arzobispo D. Javier Martínez en la Eucaristía de la vigilia pascual, el 16 de abril de 2022, en la S.I Catedral.
Fecha: 16/04/2022
(…) Jesús resucitó hace alrededor de dos mil años. Una noche como ésta. La noche de Pascua. Lo que pasa es que eso no es una cosa que pasó y se acabó, sino que resucitó y vive para siempre. Desde aquella noche está vivo y nosotros, todos los años, recordamos que eso es lo más grande que ha pasado nunca, lo más grande de la historia humana, lo más importante que ha pasado nunca. ¿Y por qué? Pues, por una razón muy sencilla que vosotros vais a entender muy bien. Porque no es algo que le pasara a Él, sino que eso, que fue Su triunfo sobre la muerte, es algo que nos pasa a nosotros. No porque nosotros hayamos triunfado de la muerte, pero nos abre a nosotros el Cielo y la esperanza del Cielo. Nos quita el miedo a la muerte. Cristo en su muerte en cruz, en su Pasión y en su muerte, de hecho, en toda su vida, ha vencido siempre al mal, al pecado. Ha inaugurado con ello un mundo nuevo, pero ese mundo no iba a permitir el Enemigo que creciera y que naciera. Entonces, pensó en liquidar a Jesús; pensó en quitarlo de en medio y pensaba que de esa manera ese mundo nuevo nunca empezaría, nunca arrancaría. Pero estaba equivocado. Porque Jesús es más fuerte que el mal, más fuerte que el pecado, más fuerte que la muerte y más fuerte que Satán. Entonces, cuando Satán creía que estaban matando a Jesús para que no empezara ese mundo nuevo, resulta que lo que hizo fue lo contrario: hacer posible que ese mundo nuevo empezara, porque Jesús, que era el Hijo de Dios, quería dar Su vida. ¿Para qué? Para que nosotros, 2000 años después, podamos seguir viviendo la vida con alegría. Jesús lo dijo una vez: “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”. La alegría a lo largo de la vida y frente a la enfermedad, el sufrimiento o la muerte, incluso a la vista del pecado, es imposible para el hombre. El paso de los años, las heridas que nos vamos haciendo a lo largo de la vida los hombres unos a otros, el mal que hay en nuestro corazón, a veces también el mal que sufrimos. Lo sufrimos, pero nos envenena y termina quitándonos la alegría. Sólo porque Cristo ha resucitado podemos estar contentos siempre. Y siempre es siempre, porque el amor de Jesucristo a nosotros que somos pecadores, todos, y que nos llevamos además el canto de un duro, entre los pecados de uno y de otro, entre los pecados de Judas Iscariote, y cualquiera de nosotros, el Señor los ha vencido; los ha cargado sobre sus espaldas en la cruz y, en su triunfo sobre la muerte, nos ha abierto a nosotros el camino de la Misericordia divina. La certeza de que Dios es Amor y no sabe hacer otra cosa más que amar y que el triunfo final pertenece al amor de Dios, ni al pecado, ni a la muerte, ni a nuestras pequeñeces. Quien triunfa es el amor de Dios.
En la Resurrección de Jesucristo se nos ha abierto a nosotros el camino del Cielo. Y con el camino del Cielo, la posibilidad de una alegría que no sea falsa, que no sea hipócrita, que no sea sencillamente fabricada por nosotros, sino que nace de la certeza de un amor que no se apaga nunca, que no nos abandona nunca, que no se aparta de nosotros nunca, ni siquiera cuando nosotros nos apartamos de Él. Al revés. Yo tengo en mi despacho un dibujo precioso de Cristo, un Buen pastor cargando sobre sus hombros la oveja perdida. La oveja perdida es la que está más cerca del corazón de Dios, porque tiene más necesidad de Dios. No se aparta de nosotros, no nos expulsa ni nos rechaza jamás. Y esa es la fuente de la alegría más verdadera, de la alegría cristiana. Llevamos tantos siglos de cristianismo que se nos ha olvidado lo que es la alegría cristiana. Un historiador norteamericano no creyente, pero fino hablando de los orígenes cristianos, decía sencillamente: “No nos podemos imaginar lo que en el mundo antiguo, en los tres primeros siglos, que son, al fin y al cabo, nueve generaciones, significó la explosión del cristianismo”. Fue una explosión de alegría, fue una explosión de esperanza. Y de esperanza no porque los hombres, a partir de Jesucristo, fuéramos mejores. No porque Jesucristo, a lo Harry Potter, nos haya hecho buenos, sino porque hemos aprendido, junto a Jesucristo, que el amor es más fuerte que el pecado. Hijitos míos, no pequéis. Pero si pecáis, tenemos a un abogado justo, lo suficientemente justo como para perdonarnos los pecados. Tremendo. No con la justicia de los hombres; con la Justicia de Dios, que es idéntica a su Misericordia y que nosotros no podemos nunca ejercer sobre los demás, sobre nadie. “No juzguéis y no seréis juzgados”, porque cuando nosotros juzgamos, nos equivocamos siempre, y siempre es siempre, lo diga quien lo diga. Nos equivocamos siempre. Jesús no puso excepciones al “no juzguéis” y no las pone a Su misericordia.
Es Jesucristo quien resucitó hace 2000 años y, desde entonces, vive para siempre. Pero, desde entonces, nosotros tenemos la certeza de que es la misericordia la que triunfa, de que es el amor misericordioso de Dios el que tiene la victoria sobre el mal. Si creyéramos que el maligno es más potente que Dios, ¿qué hacemos aquí esta noche? ¿Para qué celebramos la Pascua? Señor, déjanos entrar en tu Pascua, que es entrar en Tu Misericordia, precisamente porque eres misericordioso, infinitamente misericordioso, que eso es algo que apenas llegamos a intuir ni a entender por muchos años que llevemos en tu Iglesia. Infinitamente misericordioso. Sólo por eso, yo puedo estar contento y sólo por eso ninguno de vosotros podéis estar contentos. Y digo ninguno, porque las deudas que nosotros podemos tener o la diferencia que hay entre el más santo de nosotros y el más pecador de nosotros, son cien denarios y la deuda que nosotros tenemos con Dios son 10.000 talentos, y esa no la pagamos ninguno. Ni con diez años de camino, ni con cincuenta. Sólo los paga el Señor, los ha pagado el Señor a todos. Y por eso todos podemos estar contentos. Por eso esta noche diferente. Por eso la alegría pascual inunda la vida de un cristiano. Siempre que celebramos la Eucaristía es Pascua.
Yo sé que hay millones de hombres y mujeres que no celebran la Eucaristía, que no conocen al Señor, o que lo conocen mal, o que lo han conocido y lo han abandonado. Pero el Señor no les abandona a ellos y lo que tienen que poder reconocer, en nuestra alegría y en nuestro modo de vida, y en nuestro amor por los pecadores, a los que Jesús jamás les hizo ningún reproche, jamás, a diferencia de los fariseos, que se llevaron todos los reproches de Jesús; lo que hace posible nuestra alegría, lo que hace posible entrar en la Pascua es justamente esa certeza de que el amor y la misericordia de Dios triunfan. Y aquellos hombres que no la conocen, incluso aquellos que han apostatado. El otro día me encontraba yo por la calle un hombre que me dijo: “Oiga, señor obispo, venga para acá. Yo he apostatado pero fui educado en cristiano y ahora, entre la pandemia y la guerra de Ucrania, es como si llevara uno la fe en la sangre y no me la puedo quitar”. Yo le dije, “no temas”. Y repitiendo una frase que no es mía, pero que es la forma más cortita del mensaje cristiano que pronunció san Juan Pablo II, cuando dijo “aquello que la Iglesia quiere oír gritar al mundo es ‘Dios te ama, Cristo ha venido por ti’”. Sí, por el apóstata. Por Judas. ¿Está permitido rezar por Judas? No sólo está permitido, sino que sería sumamente deseable que alguna vez pensásemos que Judas es nuestro compañero de camino, y hay un hombre muy grande en el siglo XX, de quien han aprendido bastante los Papas, era un laico -no os voy a decir el nombre-, pero ofrecía Misas por un difunto, era un hombre muy conocido en Francia, y entraba en una parroquia y decía “¿puedo encargar una misa por un difunto?”, decían, “sí, ¿quién es? ¿un familiar suyo?”, “no, un amigo”. “Pues espera un momentito, pasamos al despacho y me dice usted en que día se la puedo celebrar. ¿Me dice, por favor, el nombre de su amigo?”. “Judas Iscariote”. Y el que no pueda identificarse como amigo de Judas Iscariote, y como infinitamente necesitado de la misericordia de Dios, no ha conocido a Cristo. Ha conocido algún ídolo al que llama Cristo, pero no a Cristo.
Hijos míos, siempre es posible la alegría, siempre. Justo porque Cristo ha resucitado y no porque nosotros seamos mejores porque hemos conocido a Cristo. Qué va. Sino sólo porque el amor de Cristo es infinito. Sólo porque el amor de Cristo es infinito, a diferencia del nuestro, que es así de cortito y que se nos acaba enseguida, que nos peleamos por nada. Esta noche es diferente, hijos míos.
Hijos míos, ¿me dejáis decirlo? Yo soy compañero de Judas, claro que lo soy, y puedo estar contento, no por ser compañero de Judas, sino porque el amor del Señor es infinitamente más grande que todas mis miserias, que todas mis pequeñeces, que todos mis pecados, y eso hace posible una alegría pura, verdadera, sencilla, sin presunciones, porque no hay nada de qué presumir nada más que del amor que el Señor nos tiene y de Su misericordia.
Os pido que abráis el corazón a esa alegría pura del Señor que nadie merecemos, y nadie es nadie, desde el Papa hasta el último de los paganos que jamás ha oído hablar del Señor, hasta el más grande de los pecadores. Nadie merecemos la misericordia de Dios. Los catecismos durante siglos decían y empezaban con una frase: “¿Eres cristiano? Sí, soy cristiano, por la Gracia de Dios”. Y nada más que por Gracia de Dios, no porque tenga el más mínimo de los méritos que puedan hacerme merecer el serlo. ¿Quién merece el Cuerpo de Cristo? Pero Cristo ha resucitado, hijos. Cristo ha resucitado y podemos vivir contentos. Y somos unos miserables, unos mezquinos, pero podemos vivir contentos, y hemos dicho al Señor “no”, mil veces. Disimuladamente, a veces descaradamente. Pero podemos vivir contentos y se lo seguiremos diciendo, a pesar de la túnica blanca y a pesar de veinte años, o treinta o cuarenta de Camino, como yo puedo decir a pesar de casi cincuenta años de ministerio sacerdotal, donde mi lema sacerdotal era además “Todo lo tengo por nada, con tal de alcanzar a Cristo”. Luego mi lema episcopal ha sido otro: “La verdad os hará libres”. Pero, a pesar de mis casi cincuenta años de sacerdocio, claro que soy un pecador. Claro que soy un sinvergüenza, y huyo mil veces y lo seguiré haciendo. Él lo sabe, pero esta noche es diferente a todas las demás noches del mundo.
A todas las demás noches de nuestro mundo personal, de nuestra historia personal, porque el Señor está vivo y quiere ser acogido en nuestro corazón. Sólo eso. Sólo para eso necesita el Señor nuestra libertad, y sólo para eso nos la ha dado, para ser acogido libremente y amado libremente, porque el Señor no quiere siervos. Éramos siervos antes de conocer a Jesucristo. Somos siervos en la medida en que el pecado, en todas sus formas, hace presa en nosotros. Pero Cristo quiere nuestra libertad. “Para ser libres nos ha liberado Cristo”. Para ser libres. Hay una libertad que viene con nuestro nacimiento, que es la libertad relativa de elegir, no la libertad que vende el mundo que es la de poder escoger entre diferentes marcas de coches, pero la libertad de elegir. Pero hay otra libertad que sólo es fruto del amor de Cristo: es la experiencia del perdón de Cristo, de la experiencia de nuestra indignidad ante el perdón de Cristo. Y ojalá nos conserve el Señor siempre esa conciencia de que “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. No soy digno ni con unos cincuenta años de sacerdote, ni lo podré seguir diciendo el día que vaya a despedirme de este mundo y vaya ante el Señor. No soy digno. Soy cristiano por la Gracia de Dios, pero yo soy un pobre pecador y lo seguiré siendo toda mi vida. Si me creo que no lo soy, entonces soy un hipócrita.
Señor, danos la alegría pura de saber que TU amor vence a todo; que Tu misericordia vence a todo; que eres Amor. No es que tengas amor o sentimientos de misericordia, eso lo piensan los musulmanes, pero no nosotros. Nosotros sabemos que Dios es Amor y eso significa que, en cualquier circunstancia, sea la que sea, en cualquier situación, sea la que se, Dios sólo sabe amar. Dios sólo sabe amar. Dios sólo sabe perdonar.
Mis queridos hermanos o mis queridos hijos, como queráis, que el Señor nos dé la alegría pura de Su Resurrección, que el Señor nos conceda ese don. Es posible que sea esta mi última Pascua de obispo con vosotros, pero precisamente por eso os subrayo esto, porque me parece esencial a la experiencia cristiana. Y cuando nos apartamos de esa luz, nos apartamos de Dios y empezamos a mezclar a Dios con las categorías de los hombres. Que Cristo ha resucitado sólo tiene un equivalente y es la Creación de la nada. ¿Por qué la liturgia de la Pascua empieza con la liturgia de la Creación? ¿Qué tiene que ver que Dios creara el cielo y la tierra con que Cristo haya resucitado? Tiene que ver todo, porque no tiene un paralelo la Resurrección de Cristo más que el hecho de la Creación. En Cristo sucede una nueva Creación, se abre un nuevo mundo. El nuevo mundo donde reina la misericordia de Dios, que es nuestra única esperanza para mí, para vosotros y para el mundo entero. Lo digo en tiempos de guerra y lo digo a las puertas de tiempos que vienen muy oscuros, mucho más oscuros y no sólo por las presiones de un mundo tan inestable en el que estamos, sino porque, efectivamente, vivimos en un mundo que se derrumba. No lo reconocerán nunca la televisión, pero vivimos en un mundo que se derrumba poco a poco, porque los mundos no se derrumban de un día para otro. A veces sí. En ese mundo hay una lucecita tan frágil como la de ese cirio pascual. Tan pequeña que parece tan, tan irrelevante para las cosas grandes del mundo, como la llama pascual. Pero esa llama de ese cirio cruza los siglos, atraviesa las edades, atraviesa los imperios, que caen. Y aquella piedrecita pequeña, no hecha por manos de hombre; esa lucecita pequeña, frágil, que un soplo puede apagar, vence al mal, vence todas las miserias de la Historia; ha abrazado desde Su cruz -que por eso es la Cruz gloriosa, porque ha triunfado en la Resurrección-, a toda la humanidad, y toda la humanidad es toda la humanidad.
Señor, concédenos vivir siempre a esa luz de la Pascua. Concédenos que nuestros días sean transfigurados, transformados por esa luz; que nuestras vidas sean de nuevo recreadas por esa novedad, siempre novedad de la Pascua. Que no nos acostumbremos nunca a ella. Que siempre sea para nosotros una nueva Creación. Yo eso se lo pido al Señor para mí y, porque os quiero mucho, mucho, lo pido para todos vosotros, lo pido para todo el mundo.
Ojalá todo el mundo pudiera reconocer que hay un amor más fuerte que el pecado y que la muerte; que es un amor que no tiene ningún mal del mundo el poder de derrotar, y ese amor que es el amor de Dios (que vencerá, os lo aseguro), que vence a pesar de todas nuestras miserias, que vence ya en el mundo; a pesar de todos los pecados de los hombres, Su abrazo es más fuerte. Si no, no hubiera nacido el Hijo de Dios. ¿O es que Él no sabía que el siglo XX iba a ser un siglo de destrucciones horribles y que los frutos del siglo XX son todavía de destrucciones mayores? Claro que lo sabía. Y sabía el pecado inmenso de la división en la Iglesia. Pero Cristo ha resucitado y esta noche es una noche de alegría pura y de una alegría que no nace de nosotros y de nuestra confianza en nuestras fuerzas, sino que nace solamente de la certeza del triunfo, de Tu amor gratuito, de Tu amor inmerecido, de Tu amor infinito, amor sin límites y sin condiciones.
Ese amor es lo que yo os deseo como vuestra única riqueza, vuestra única posesión. A vosotros, para mí. Esa es la única riqueza de la Iglesia. Para todos. Ojalá todos los hombres pudieran conocerlo y ojalá quienes están cerca de nosotros pudieran conocerlo a través de nosotros.
Que así sea, Señor, concédenoslo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
16 de abril de 2022
Vigilia Pascual
S. I Catedral de Granada