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La pedagogía de Dios

II Domingo de Cuaresma. Ciclo A

Fecha: 17/02/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 438



Mateo 17, 1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
-«Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
-«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
-«Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»


 
La vida es fatiga, llanto, esclavitud. Para la experiencia del hombre, solo con sus fuerzas o con las de quienes tiene al lado, al final es siempre eso. Por supuesto, hay otras cosas –amor, ternura, misericordia, gratuidad, y gozo–, pero el hecho de que la vida no sea sólo estas otras cosas permite definirla de un modo negativo, porque nuestro corazón está hecho para un bien infinito. Tan es esto así, que cuanto más bello sea el amor y más fina la sensibilidad, más insoportable resulta pensar que todo pueda terminar disolviéndose en la nada. Por eso, el remedio común a nuestro drama es olvidarnos, distraernos. Pero en el fondo del corazón, si se le deja hablar, está asentado un dolor. Es el dolor de una ausencia. De una decepción. Aunque muchos no lo sepan, aunque nombren como objeto de esa ausencia algún ídolo de fabricación industrial, o no nombren nada, ése dolor es el de la ausencia de Dios.

Frente a esta experiencia, la fe cristiana es un regalo magnífico. Porque Jesucristo nos descubre el sentido de la vida, y nos hace posible ordenar nuestros deseos y entender nuestro dolor. Poder entenderlo no es hacerlo desaparecer, pero es desactivar su poder de destrucción. Ese dolor tiene como presupuesto, en primer lugar, el que estamos hechos para Dios, es decir, para el Misterio que nos trasciende infinitamente, y que nunca podríamos alcanzar con la fuerza de nuestras manos. Pero nace propiamente de la herida del pecado (el del origen y todos los demás, los de otros y los míos), que ciega y oscurece nuestro camino.

Pues bien, en medio de la fatiga y de la noche, Cristo ilumina el por qué y el para qué de nuestra vida, de nuestro corazón, de nuestra libertad, y genera una vida nueva. Esa vida nueva es un rayo de la gloria del Señor, resplandeciente de belleza. Como en la Transfiguración.

En la pedagogía de Dios, la fe no empieza con la prueba, sino con una revelación y una gracia. Empieza con un encuentro atractivo, porque deja entrever la belleza y la verdad del Amor para el que se nos ha dado la vida. Y es la experiencia de la gracia la que permite afrontar la prueba. Aun así, los discípulos se dispersaron, Pedro le negó, y sólo Juan estuvo, con María y las otras mujeres, junto a la cruz. La cruz es dura. Escandaliza. Pero no fue lo primero. Ni lo último.

Cuando la cruz se pone al principio (y al final) de todo, cuando se identifica la vida cristiana con una negatividad fundamental, silenciando el don (ya presente) que da sentido al sacrificio, como sucede en ciertos legados de la piedad barroca, ya no estamos en el cristianismo, sino en el paganismo estoico. Esa espiritualidad pagana y negativa es lo que queda de un sobrenatural separado de la realidad, y condenado a ser una mala copia de una naturaleza oscura y triste. Su predominio es una de las razones más decisivas de la descristianización. Pero el cristianismo no empieza ni termina en la cruz. La cruz está en el centro, pero es la cruz gloriosa, victoriosa. Traspasada toda ella, antes y después, por la gloria de la resurrección.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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