V Domingo de Cuaresma. Ciclo A
Fecha: 10/03/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 441 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 628
Juan 11, 1-45
En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta, su hermana, había caído enfermo. María era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el enfermo era su hermano Lázaro. Las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo:
-«Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo:
-«Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos:
-«Vamos otra vez a Judea.»
Los discípulos le replican:
-«Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver allí? » Jesús contestó:
-«¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque le falta la luz.» Dicho esto, añadió:
-«Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo.»
Entonces le dijeron sus discípulos:
-«Señor, si duerme, se salvará.»
Jesús se refería a su muerte; en cambio, ellos creyeron que hablaba del sueño natural. Entonces Jesús les replicó claramente:
-«Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su casa.» Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los demás discípulos:
-«Vamos también nosotros y muramos con él.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos tres kilómetros; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.» Jesús le dijo:
-«Tu hermano resucitará.»
Marta respondió:
-«Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice:
-«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?» Ella le contestó:
-«Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Y dicho esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: -«El Maestro está ahí y te llama.»
Apenas lo oyó, se levantó y salió adonde estaba él; porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.» Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: -«¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron:
-«Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban:
-«¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron:
-«Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús:
-«Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice:
-«Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice:
-«¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo:
-«Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Y dicho esto, gritó con voz potente:
-«Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: -«Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
Contigo al lado, Señor Nuestro, morir no es algo especialmente grave. Es llegar a casa al final de la jornada, es entrar en el hogar caliente y en el abrazo del Padre, con la mesa puesta y la compañía y los cantos de los de casa. Tú nos lo dijiste: «No temáis a los que matan el cuerpo…» Y también: «El que cree en mí, no morirá para siempre». Tú te nos das como alimento del camino. Nos das tu Espíritu, y se funde con el nuestro de tal modo que los dos –tú y nosotros– venimos a ser uno. «Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mí». Tú, el Hijo eterno del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz; nosotros, por tu gracia, hijos en el Hijo, revestidos de una gloriosa libertad, hijos del Padre en Ti.
El único mal verdaderamente grave es perderte. Tal vez es eso lo que significa el temor de Dios, el temor a perderte a Ti. Porque sin Ti, vivir no es vivir. ¿De qué sirve nada, qué sentido tienen la libertad y el amor, si todo lo devora la muerte? Aunque vivir sea muchísimo más que trabajar, ganar dinero, comprar y gastar, ¿de qué sirve vivir si un olvido infinito es la desembocadura de todo? Por eso, haberte encontrado, cuando bajabas de Jerusalén a Jericó, cuando estábamos en el camino, tirados en el suelo y malheridos, igual que aquel hombre que había caído en manos de ladrones, es haber vuelto a nacer. Literalmente.
Si Cristo, precisamente por ser el Hijo de Dios encarnado, es la plenitud de lo humano –y eso es lo esencial del Credo cristiano, mírese por donde se mire–, entonces resulta que todas las facetas de la vida humana, desde el amor y la familia, hasta el trabajo y el mercado, la polis y sus tareas, están abiertas a Cristo, orientadas hacia Cristo, y todas reciben su plenitud de Cristo. Cristo es la vida de nuestra vida, de toda la vida y de todo en la vida. Cristo no es sólo el centro de la Historia: es también el centro del cosmos, la clave de la creación.
Para el liberalismo ideológico y sus derivados, en cambio, la vida está hecha de una serie de parcelas que no se comunican entre sí. Y a Cristo le corresponde la parcela de lo religioso, de la piedad, de lo sobrenatural. Las demás tienen cada una sus métodos, sus leyes y sus fines últimos, propios y autónomos. Es decir, al final, todas pertenecen al Estado. No quiero decir, obviamente, que sea lo mismo celebrar la Eucaristía que gestionar una empresa. Pero sí digo que para un cristiano las relaciones que se nos dan en la Eucaristía son el paradigma de toda relación humana, y que un cristiano es alguien que desea, por encima de todo, que en todas ellas pueda resplandecer lo que somos en Cristo.
La división en compartimentos estancos de la vida humana es intrínsecamente atea, diluye la Iglesia y mata a la fe. Y en la medida en que hace imposible que la vida tenga un centro que no sea el Estado, acaba destruyendo también la familia, el mercado y la polis, es decir, acaba también matando al hombre.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada