Vigilia Pascual. Ciclo A
Fecha: 24/03/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 443 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 629-630
Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo:
-«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
Las lecturas de la Vigilia Pascual comienzan con la Creación. «En el principio, creó Dios el cielo y la tierra». Y es justo que sea así. Porque aquella noche, la de la primera Pascua, no tiene en la Historia nada que se le pueda comparar. La resurrección de Cristo es una novedad absoluta, un acontecimiento único en la Historia: un acontecimiento que saca a la Historia más allá de sí misma, o más bien, que la introduce de nuevo en Dios, de donde había salido por obra del pecado y de la muerte.
La única comparación posible para la resurrección de Cristo es aquel otro acontecimiento, también en los límites de la naturaleza y de la Historia, cuando una y otra nacían frescas del corazón de Dios. El único paralelo posible a la noche de Pascua es aquella otra primera noche en que las criaturas, empezando por la luz, empezaron a brotar, una tras otra, como brotan la música o la poesía, como un derroche gratuito de alegría y de amor.
Nadie, excepto el Dios Trino, fue testigo de la Creación, pero sus indicios llenan el universo, o, más bien, son el universo, son todo lo que existe. Y que podría no existir, si no hubiera sido porque Dios le ha comunicado su ser. El signo más grande de Él somos nosotros mismos, creados a imagen y semejanza suya, capaces de reconocer y de adherirnos libremente a la belleza de la verdad y del amor. Capaces, un poco como Él, de amar, de darnos y de dar la vida. El misterio que somos nosotros es signo del Misterio que Él es. En realidad, todo remite más allá de sí mismo: todo lleva impreso en la gratuidad de su belleza fugaz la belleza sin límites del Dador de tanto bien. Aunque, precisamente porque el hombre no puede ponerse en ese lugar privilegiado de fuera de la Historia que permitiría ver el acto creador, las palabras fallan. Las imágenes fallan y se quedan inmensamente cortas. Sólo el canto que da gracias, sólo el silencio que adora, dan muestras de sabiduría.
Tampoco nadie, excepto el Padre y el Espíritu Santo, ha visto esta nueva creación que es la resurrección de Cristo. También aquí el modo de conocimiento son los indicios, los frutos. El milagroso comienzo en la historia de una nación, de una comunión de santos hecha de gentes de todas las naciones, para quienes el centro y el criterio de la vida es Cristo. O la experiencia del cambio que sucede en la vida cuando se acoge el don del Espíritu Santo en esa comunión –el ensanchamiento de la razón y de la libertad, el crecimiento y la permanencia del amor y del afecto, la gracia de una alegría verdadera–, todo esto es obra de Cristo vivo, y es tan inaccesible al hombre como la victoria sobre la muerte. La experiencia de esta novedad hace razonable dar fe a quienes testimonian que lo encontraron vivo después de su muerte, un hecho absolutamente único, ciertamente. Tan único como la Creación, y como el pueblo que ha nacido, aquella mañana de Pascua, del costado abierto de Cristo.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada