Fecha: 24/07/1994. Publicado en: Diario La Información de Madrid, 4
Entre los miles de refugiados de la atroz guerra de Ruanda estalla una epidemia de cólera. Según las informaciones que nos llegan, en Ruanda muere un ser humano cada minuto. Las víctimas son ya miles. En Bosnia-Herzegovina no se logra la paz, a pesar de todos los esfuerzos. Los conflictos, abiertos o latentes, que hay en el mundo, son muchísimos, demasiados. Y luego están esos otros conflictos, no menos temibles, que se dan en la vida cotidiana de los pueblos, de las familias, de las personas. Esta misma mañana me contaban de una madre, separada de su marido, que acaso en un ataque de locura, había atentado contra la vida de su hija de pocos años. Por desgracia, esas "locuras" son cada vez más cotidianas.
Con frecuencia, tratamos estos problemas como si fuesen problemas técnicos, historias que no son nuestra historia, asuntos que los expertos han de resolver. En realidad, hemos hecho de la vida humana entera una cuestión de expertos, de especialistas. Al mismo tiempo, hemos alejado, expulsado del horizonte de nuestra vida a Aquel de quien decía San Agustín que está "más dentro de mí que yo mismo". Hemos expulsado a Dios de nuestra vida, y nos hemos quedado solos con nosotros mismos. Solos con nuestro inextirpable deseo de felicidad y con la herida de nuestro mal. Solos y cada vez más escépticos de que ese deseo pueda un día realizarse.
En consecuencia, el ideal de la vida tiende a convertirse cada vez más en una sóla cosa: evadirse, huir de la responsabilidad con lo real. Con nosotros mismos, con los demás y con las cosas. Un camino que no puede conducir a la felicidad, sino sólo al incremento de la violencia en nuestro propio interior. Porque no se puede ser feliz en la mentira, sólo la verdad ensancha el corazón y nos permite vivir en libertad.
Si miramos a nuestro entorno, uno se sorprende de la terrible ausencia de Dios. Dios está ausente del cine, de los medios de comunicación, del mundo laboral y de su problemática, hasta de la vida de las familias, de sus gozos y de sus sufrimientos. Dios está ausente de la vida pública, pero también parece estarlo de la vida sin más. Y no es que se niegue o se ataque su existencia: pocos se entretienen hoy en esa tarea. Es más bien como si Dios no importara, como si no tuviese que ver con las realidades de la vida cotidiana. Como si la vida sucediese al margen de El.
Dios está "censurado", y no sólo por la cultura oficial. Tal vez todos ¬-también los creyentes, y acaso, sobre todo los creyentes-¬ le hemos dado la espalda, relegándole a un remoto rincón de la conciencia, y dejándole para los días de fiesta y los momentos sublimes. Quizás porque tememos encontrarnos con su rostro ardiente. Es decir, tenemos miedo de su amor y de nuestra libertad. Tenemos miedo de ser, porque sólo se es plenamente frente al rostro de otro, ese eco del infinito, esa imagen del "Rostro" por excelencia, que es el rostro de Dios. Y preferimos disolvernos en la nada, como si toda la vida no fuese mas que un disparatado concurso televisivo.
Y, sin embargo, Dios tiene que ver con todo, y todas las cosas tienen que ver con El. "Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados". "En El vivimos, nos movemos y existimos". No es sólo que el drama de nuestra vida tenga lugar en su presencia: desde la Encarnación del Hijo de Dios, sabemos que nuestro drama es su drama; nuestro dolor, su dolor; y nuestro pecado, el precio de la preciosa sangre de Cristo. La vida de cada una de las víctimas de Ruanda, y la vida de esa madre y de esa hija, y la de cada uno de nosotros, tienen para Dios un valor infinito, el valor de la vida de su querido Hijo. Del mal, del mal del mundo y del de cada uno de nosotros, Dios no es el responsable, sino la víctima, con todas y cada una de las víctimas desde la sangre de Abel. Dios lo sufre con nosotros, en nosotros.
El único responsable del mal es el hombre. Somos nosotros, todos nosotros. La libertad se nos ha dado como una condición necesaria para poder acoger el amor y la gracia de Dios, que es nuestra felicidad. Por eso la libertad es nuestra gloria, nuestra riqueza más grande. Pero cuando el hombre la usa para construirse un cielo por sí mismo, para ponerse a sí mismo en lugar de Dios y darle al Amor la espalda, entonces es una terrible arma de destrucción, infinitamente más peligrosa que la energía nuclear.
Estoy convencido que esta es la tragedia más grande de nuestra sociedad. Más que la corrupción, más que el paro, la droga y otros problemas sociales. Más que la guerra de Bosnia o el drama de Ruanda. Mejor dicho, estoy convencido de que todos estos dramas son la expresión y la consecuencia del alejamiento y del olvido de Dios. "Es cierto que el hombre -¬decía el Papa en Huelva en junio del año pasado¬- puede excluir a Dios del ámbito de su vida. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona". Las "gravísimas consecuencias" las tenemos al alcance de la mano. Los periódicos están saturados de ellas todos los días. Y no nos damos cuenta. Hasta tal punto vivimos en la mentira. En este caso, en la más dramática y la peor de las mentiras, porque esa mentira nos está destruyendo. Pero nosotros seguimos esperando la solución "técnica" que extirpe el mal, y confirme el terrible mito del progreso sin límites. ¡Dios mío, esa solución no existe! Por ese camino, debemos esperarnos lo peor. Una vida humana valdrá cada vez menos, y el mundo será cada vez más inhumano. El único camino es convertirnos, tornar nuestra mirada dolorida al rostro de Dios, a su inabarcable ternura. Y Dios no está lejos, lo prometo, está más cerca de nosotros que la persona que más cerca pueda estar. Más cerca que el latido de nuestro propio corazón.
† Francisco Javier Martínez
Obispo Auxiliar de Madrid