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La Nueva Evangelización, tarea de una Iglesia renovada

Una Nueva Evangelización para nuestro tiempo. V Jornadas culturales de Santo Tomás (Jaén, 1-5 de febrero de 1993)

Fecha: 05/01/1993. Publicado en: Obispado de Jaén. Departamento de publicaciones. Jaén, 1996, 99-120



I. Introducción.

1. Las expresiones del lenguaje humano son frágiles, como las personas, y pierden su misterio y su capacidad de comunicación cuando se abusa de ellas. Empiezan a servir para todo, y pueden acabar no sirviendo para nada. Se abusa de las palabras cuando no se las usa bien. Y no se las usa bien cuando ya no se siente la necesidad de pensarlas hasta el fondo, cuando dejan de ser un puente hacia la realidad. Entonces se convierten en slogans publicitarios. Los slogans no aproximan a la realidad, sólo comunican los intereses de la empresa que paga el anuncio. Uno no tiene nunca necesidad de pensar un slogan, porque el mensaje ya se conoce de antemano.

El lenguaje publicitario es, por definición, efímero. Insignificante, irreal. El lenguaje publicitario es el lenguaje favorito de la sociedad contemporánea, y tiende a invadirlo todo. Hace mucho que ha invadido la vida política, substituyendo el servicio al bien común, que es el objetivo de la política, por los intereses "comerciales" y  la obtención del poder. El lenguaje publicitario quisiera también apoderarse del lenguaje cristiano. Quisiera adueñarse del lenguaje pastoral, y confirmar así la idea que se hacen de la Iglesia quienes no ven en ella más que una secta, es decir, una agencia de ventas que vive de la explotación de unas determinadas necesidades del hombre.

Y, sin embargo, el lenguaje verdaderamente cristiano no puede encajar en el sistema. No puede acomodarse a un mundo cuya categoría fundamental es el beneficio, y cuyo lenguaje tiene como finalidad suprema y casi única el lograr la mayor eficacia posible en la obtención de beneficios económicos. El lenguaje verdaderamente cristiano es, ante todo, "testimonio". Testimonio de un hecho bueno y determinante acaecido en la vida propia y verificado en la experiencia, que se comunica a otros hombres. Ese hecho es el encuentro con Cristo resucitado y vivo para siempre en la Iglesia.

El testimonio cristiano nace en el centro de la persona, en lo que la Escritura llama "el corazón" –aunque el hecho del que se da testimonio no tiene su origen en el hombre, sino que es una "gracia" que viene de Dios–, y se dirige también al corazón de otros hombres, a su humanidad en cuanto tal. Por eso el lenguaje verdaderamente cristiano no es nunca efímero, ni insignificante. Va dirigido al centro de la vida. Cuando ese lenguaje se da, al hombre no le es posible permanecer indiferente ante él, como si aquello no tuviera que ver con la propia vida. El testimonio cristiano es siempre una provocación a la razón y a la libertad. Por eso, también, el testimonio cristiano no se aparta del imperativo evangélico: "Que vuestro hablar sea «sí, sí»; «no, no»: que lo que pasa de ahí viene del Maligno" (Mt 5, 37).

2. La llamada a la Nueva Evangelización no es en absoluto un slogan, y no debiéramos usar la expresión como un slogan. Tampoco trata sólo de recordarnos que evangelizar es una obligación inherente siempre a nuestra condición de cristianos, si es que de verdad lo somos, por más que este recordatorio nos sea absolutamente necesario. La llamada a la Nueva Evangelización, y la urgencia con que se nos propone, contiene un juicio sobre la condición de la Iglesia en nuestro tiempo —es decir, sobre nuestra condición de cristianos—, y a la vez sobre el significado de la historia moderna y sobre la cultura dominante hoy. Estoy convencido de que sólo si los cristianos asumimos ese juicio en profundidad podremos acometer responsablemente la tarea que Dios nos confía, de la que depende, no sólo el futuro de la Iglesia, sino el de la humanidad del hombre.

Es muy cierto, como señala el programa que tenéis en vuestras manos, en el que se motivan estas jornadas culturales de Sto. Tomás que clausuramos hoy, que la Nueva Evangelización "no es sólo un proyecto de cara al futuro. Es una realidad que ha tenido su comienzo con el Concilio Vaticano II y el Sínodo de 1974, junto con la Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi". Con una intuición certera, se apuntan aquí algunas de las fuentes de esa renovación de la conciencia eclesial que es condición indispensable de la Nueva Evangelización. La Nueva Evangelización, en efecto, sólo puede ser obra de una Iglesia que se renueva constantemente en la corriente de la Tradición viva, tal como la propone autorizadamente el Magisterio auténtico de la Iglesia. Una Iglesia, por tanto, que nutre su vida en las fuentes de la Revelación, y que vive su misterio, su identidad y su misión tal como los ha expresado el Concilio.

3. A su vez, la Nueva Evangelización sólo puede ser obra de una Iglesia para la que evangelizar, anunciar a Jesucristo, no es una especie de añadido a la vida cristiana, una "obligación", o una vocación particular para algunos, sino que "constituye la dicha y la vocación más propia de la Iglesia, su identidad más profunda". La Iglesia, en efecto, "existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su Muerte y de su Resurrección gloriosa".

Según esto, evangelizar no es una "tarea" que se añade al ser cristiano. Evangelizar es lo que la Iglesia hace cuando es ella misma, cuando obra conforme a su identidad. Y se comprende: no es posible haber encontrado a Jesucristo, vivir de Él y para Él, y no tener pasión por comunicar esa Vida —más preciosa que la vida, porque la vida sin Él no tendría sentido— a todos los que se cruzan con uno en el camino.

La urgencia de evangelización de nuestro mundo se ha puesto mucho más de relieve, sin embargo, en la década de los ochenta. Los cambios acaecidos en el mundo como consecuencia de las dos guerras mundiales, de la "revolución del 68" y, más recientemente, de la caída de los regímenes marxistas, han puesto de manifiesto con toda crudeza la hondura de la descristianización y, junto a ella, el colapso de una civilización. En el mundo que fue cristiano ha aflorado por vez primera una cultura que no sólo ya no es cristiana, sino que ya no tiene apenas vínculos con los valores de la tradición cristiana, y tampoco con ninguna otra tradición religiosa. Es a la vez una cultura profundamente inhumana, en la que se ha perdido el interés por la verdad del hombre, y en la que la misma vida humana es un valor trágicamente depreciado. En un país de América del Sur —me contaban hace algunas semanas—, una vida humana cuesta quince dólares. Por quince dólares, uno tiene quien mate a un hombre, y eso sucede varias veces cada día en una sola ciudad. Es en este contexto en el que el Santo Padre acuña la expresión "Nueva Evangelización", que en un primer momento aplica sólo a Hispanoamérica, pero que luego extiende también a Europa, y a todas las naciones donde ha habido, en el pasado, una cultura de matriz cristiana.

Mi intervención tendrá tres partes. En la primera, trataré de mostrar brevemente la densidad de la descristianización, con la intención de ayudar a comprender mejor el juicio sobre la condición de la Iglesia en el mundo actual, y sobre el mundo mismo, que está implícito en la llamada a la Nueva Evangelización. En la segunda, me referiré a algunas de las causas que han conducido, y siguen conduciendo hoy, a la descristianización. Y, finalmente, trataré de proponer algunas sugerencias metodológicas para la Nueva Evangelización.


II. El espesor de la descristianización.

4. Para percibir la hondura de la descristianización en nuestra sociedad basta con dirigir la mirada al hombre contemporáneo, en su realidad personal y social, y a las creaciones culturales que mejor lo expresan y representan: el cine y la televisión, lo que se ha llamado "la cultura de la imagen". Podría llamarse también "la cultura del entretenimiento".

Es verdad que esa cultura, y la imagen de la vida que se refleja en ella, no es aún la realidad que viven muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. En la vida real hay aún muchas familias "normales", la gente no se mata como se mata en las películas, y Dios —que está casi totalmente ausente del mundo del cine y de la televisión actuales— juega un papel importante en la vida de muchas personas. La imagen de la vida que reflejan la televisión o el cine es en gran parte una imagen artificial, creada expresamente para orientar la sociedad en una determinada dirección. Es decir, la televisión y el cine son instrumentos poderosísimos de propaganda y de transformación social.

Pero no es menos cierto que esa propaganda no tendría valor alguno si no partiese de situaciones reales, y si no conectase con tendencias y con actitudes que están ya muy arraigadas en el corazón del hombre contemporáneo. En este sentido, el mundo de la televisión es ya, en cierta medida, nuestro mundo, y está cada vez más en el origen de pautas de comportamiento y de modos de afrontar la vida que son nuestros, o que lo van siendo cada vez más.

La imagen de la vida que se refleja en la televisión ejerce su influencia no sólo en las grandes ciudades: en muchos aspectos, su influjo es aún mayor en el mundo rural, especialmente en la juventud. El mundo rural, en efecto, no dispone con frecuencia de propuestas alternativas a un modo de vida que se le presenta como la verdadera realidad de aquellos que "saben vivir".

La televisión, y su prolongación en los pubs y las discotecas, se han convertido para muchos jóvenes en el factor educativo determinante con el que se trata de llenar –o de matar– una vida que carece casi por entero de sentido y de raíces. El fenómeno de las "movidas" de cientos de miles de jóvenes los sábados por la noche, de discoteca en discoteca y de litrona en litrona, tiene unas causas bien precisas, que habría que analizar y reflexionar. Es todo un fenómeno social y político. Y económico. Y un interrogante tremendo a nuestra pastoral. Esos jóvenes se pasan la noche del sábado –y cualquier otro rato libre que tengan– deambulando de un lugar a otro, descontentos de sí mismos y enfadados con la realidad, porque nadie les ofrece nada más valioso que hacer con su vida.

5. El mundo de la televisión es un mundo sin Dios. Un mundo en el que el cristianismo ya no juega ningún papel, ni siquiera marginal. Y, cuando lo juega, muchas veces es para hacer de él objeto de burla. Es un mundo en el que se vive, y se muere, sin referencia alguna a la fe, o a aquellos valores y formas de vida nacidos de la fe, que han configurado la cultura europea durante dos milenios. Pero –y es importantísimo caer en la cuenta de esto–, ese mundo es, al mismo tiempo, un mundo que se deshumaniza progresivamente.

Para percibir la magnitud del deterioro, por ejemplo, en el cine, basta comparar cualquier buena película de la primera mitad de siglo –Casablanca, por ejemplo, o El tercer hombre– con la mayor parte de la producción cinematográfica contemporánea. En el cine anterior a los años sesenta, aunque no se hablase expresamente de Dios, o aunque se mostrasen conductas inmorales, el hombre estaba todavía en el centro, el hombre era tomado en serio. La verdad y el bien eran los protagonistas de muchas películas, aunque no apareciesen en la lista final de personajes. Aun el cine de humor o de entretenimiento se tomaba en cierto modo al hombre en serio. La vida era percibida como un drama, y el drama sólo es posible cuando la vida se vive en presencia de Otro y, por ello, también en una relación verdadera con los demás. Mientras que en la inmensa mayoría de las producciones actuales no hay drama, no hay historia, o si la hay, esa historia no es, o es sólo apenas, una historia humana. Se trata, muchas veces, de una sucesión inconexa de efectos especiales, de escenas destinadas a provocar sensaciones, de acción sin pasado ni futuro, sin causas ni consecuencias, sin sentido y sin esperanza.

Ese deterioro que se percibe en el cine refleja un deterioro similar en la vida de las personas, y en la realidad social. El mundo en que vivimos es un mundo que ha censurado al hombre —al hombre concreto y real—, y su cultura pone de manifiesto por doquier la pérdida del valor central de la persona y de lo humano en la vida. Pone de manifiesto el deterioro de la razón y de la libertad –que son lo específicamente humano– en beneficio de la explotación y el cultivo de los instintos que el hombre comparte con los animales.

El contenido de la vida, en ese mundo, parece reducirse a dos cosas: la evasión (generalmente por medio del sexo o del disfrute de bienes materiales), y la violencia. El trabajo, en lugar de ser un espacio de realización y de crecimiento humanos, es sólo el instrumento de compra-venta por el que uno adquiere los medios necesarios para evadirse, para "divertirse". Evasión y violencia no son sino dos caras diferentes del mismo demonio, porque el corazón y la mente están hechos para amar y abrazar la realidad, y cuando uno tiene que huir de lo real, porque lo real no tiene sentido, o se hace insoportable, esa huida sucede siempre con violencia, y genera violencia. A su vez, la violencia soterrada que llena la vida cotidiana incrementa constantemente el apetito por la evasión. Es un círculo vicioso, en el que el único perdedor es el hombre, su vida, su familia, y todo aquello que verdaderamente le importa. Al final, ese hombre, desesperado y fatigado de luchar por una alegría que no encuentra, se arroja en los brazos del poder. Es el hombre que el poder “cultiva”. En ese caldo de cultivo psicológico y espiritual crecen los totalitarismos.

Incluso los debates televisivos, tan seguidos y tomados tan en serio por muchas personas, sirven raramente para clarificar un problema. Por lo general están orientados a que prevalezca una determinada manera de pensar, y esa manera de pensar es siempre la del poder. Aun en los casos en que no es así, lo único que hacen es mostrar la existencia de posiciones divergentes e incompatibles entre sí. Como no hay referencia alguna a la verdad del hombre y a su condición moral, el resultado es una eficacísima siembra de escepticismo intelectual y moral, que mina las certezas de las personas y banaliza los problemas. En cuanto a los "reality shows", que en apariencia se interesan por el hombre, y por el drama de su vida, convierten el sufrimiento y el dolor humanos en un objeto de espectáculo y de negocio, que degrada tanto a las personas que participan en ellos como a quienes los presentan.

Repito que soy plenamente consciente de que el mundo del cine y la televisión no refleja del todo el mundo real. Pero el mundo real tiende a parecerse, cada vez más, al que nos pintan el cine y la televisión. En el crecimiento increíble de la delincuencia y la violencia entre los jóvenes, por ejemplo, no se puede negar que algunos medios de comunicación juegan un papel decisivo. Un día, alguien tendrá que pedirnos responsabilidades a todos —a los responsables de los medios y a los que los “consumimos”.


III. En busca de algunas causas.

6. A mi juicio, la mera posibilidad del nacimiento de una cultura así en un mundo que ha sido cristiano nos lanza un interrogante tremendo: ¿Dónde hemos estado, dónde estamos nosotros? ¿Qué hemos hecho de nuestra fe? ¿Cómo incide esa fe en la vida real de los hombres? Estoy profundamente convencido de que la condición actual del mundo, y del hombre en el mundo, constituye una grave acusación a nuestra vida cristiana, es decir, al modo en que nosotros comprendemos y vivimos nuestra fe. Dicho con otras palabras: la condición actual del mundo es consecuencia directa de la descristianización, y el sujeto de la descristianización lo somos en primer lugar nosotros mismos, no el mundo. Si el mundo que un día fue cristiano ha dejado en buena medida de serlo, es porque nosotros los cristianos hemos dejado en buena medida de ser cristianos. El cristianismo ha dejado de ser, para todo un sector de nuestra sociedad, una posibilidad real de vivir la vida humana, porque primero ha dejado de serlo para nosotros mismos. En esas condiciones, el cristianismo sólo puede "sobrevivir" como un "residuo" curioso y "folklórico" del pasado, sin apenas incidencia en la vida.

¿Cómo se produce la descristianización? ¿Cómo pasa un mundo de ser un mundo cristiano a ser el mundo sin Dios y sin verdad en el que vivimos? He de reconocer que no me he encontrado nunca con nadie que haya rechazado la fe como consecuencia de un análisis del cristianismo que, teniendo en cuenta todos sus factores, haya llegado al convencimiento de su falsedad. Los razonamientos con los que, con frecuencia, se trata de "refutar" el cristianismo no son la razón de una pérdida de la fe, sino la consecuencia. Son razonamientos que tratan de razonar y de justificar a posteriori una decisión o un proceso existencial cuya razón verdadera está en otra parte. Pero también se percibe otro fenómeno, sobre todo en los autores más honestos (quiero decir, en los que no viven de una ideología anticristiana): el cristianismo que rechazan no es "el cristianismo de verdad", tal y como se expresa y se comprende a sí mismo en las fuentes de la revelación y en el magisterio de la Iglesia, y como lo viven los santos de ayer o de hoy, sino una deformación más o menos grosera de él. Aunque es, las más de las veces, el cristianismo que han conocido en nosotros, el que nosotros vivimos. Y que seguimos llamando cristianismo por rutina, aunque a veces sea poco más que una cáscara vacía.

7. Antes de seguir adelante, quisiera deshacer un equívoco. En los estudios sobre la descristianización o la secularización hechos por cristianos no es infrecuente atribuir estos fenómenos a causas de fuera, externas a la Iglesia, es decir, externas a nosotros mismos. Así, se atribuye muchas veces la descristianización de nuestra sociedad a razones políticas, a la falta de apoyo o, incluso, a la oposición a la fe de los gobernantes o de los medios oficiales.

Este planteamiento me parece engañoso. No porque no sea verdad que en nuestra sociedad española actual hay una política anticristiana, que la hay. La libertad religiosa está muy lejos de tener un reconocimiento efectivo en nuestra sociedad. La política cultural y educativa, por no poner más que un ejemplo, es militantemente laicista, discriminatoria para la Iglesia, y hace burla de un derecho fundamental de los padres. El status jurídico que, de hecho, se da a la Iglesia en muchos aspectos, es el de una entidad puramente privada, lo que no corresponde ni a la historia de España, ni al estatuto jurídico de la Iglesia, ni a la realidad social. Sin duda estas actitudes de la Administración del Estado tienen una repercusión, y muy grave, sobre la situación religiosa del pueblo español. Pero estas políticas sólo son posibles porque la Administración tiene delante un pueblo cristiano que vive su fe de una manera débil y mortecina. Con un pueblo cristiano que fuera consciente de las implicaciones de la fe para su vida, una legislación educativa como la de la LOGSE, por ejemplo, no se habría podido implantar jamás.

También es frecuente atribuir la descristianización al progreso científico y tecnológico, como si la pérdida de la fe fuese una consecuencia inevitable de él. Y también este tipo de razonamiento es falso. El progreso científico, en efecto, deja intacto el problema humano, el problema del hombre, del sentido de su vida y de su felicidad. Ninguna generación ha dispuesto de tantos medios para ser feliz –si fueran los medios los que produjesen la felicidad–, y en ninguna generación se ha sentido el hombre más solo y desamparado ante la vida.

El hombre busca en los medios científicos, y en la tecnología, algo que no le pueden dar: que le resuelvan el drama de su propia existencia. Y lo que sucede, con mucha frecuencia, es que el hombre sacrifica su vida, su familia, su libertad, a ese "progreso" de las cosas, que no coincide para nada con su "progreso" como hombre. A veces, esos poderosos medios tecnológicos se vuelven contra el hombre, amenazan su vida, se convierten en medios de destrucción. Atribuir la descristianización al desarrollo tecnológico es un útil sofisma: más bien, el modo como se ha producido el desarrollo tecnológico, las causas a las que se aplica y los fines a los que sirve, son ya un testimonio de la descristianización. Pues ese mismo desarrollo, en un pueblo cristiano, se aplicaría al bien del hombre, a una distribución más solidaria de los bienes de este mundo, a una ayuda eficaz a los más necesitados, y no sólo al servicio de los intereses del mercado y de los poderosos de este mundo.

Estas dos explicaciones, muy difundidas pero falsas, tienen la virtud de eximir a los cristianos de toda responsabilidad en el hecho de la descristianización. Ya se sabe que hacer examen de conciencia es siempre difícil, y más en un contexto cultural que, por una parte, exalta la libertad, pero por otra reniega de ella, porque elimina del concepto de libertad toda conexión con la verdad y, por tanto, toda idea de responsabilidad, sin la cual la libertad se disuelve en puro capricho instintivo. La descristianización de Europa no le nace a la Iglesia desde fuera: es, al menos en gran medida, la descristianización de la Iglesia, la descristianización de los cristianos. Ya el Concilio Vaticano II recordaba a los cristianos que "el ateísmo, considerado en su integridad, no es un fenómeno originario, sino más bien un fenómeno surgido de diferentes causas, entre las que se encuentra también una reacción crítica contra las religiones y, ciertamente, en no pocos países, contra la religión cristiana. Por ello, en esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña, en cuanto que, por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo"

Y esa descristianización de la propia conciencia de los cristianos se produce de una manera casi imperceptible, sin que nos demos cuenta. De algún modo, surge en el hombre la conciencia de que el cristianismo no puede tomarse en serio como algo "real", no puede constituir el camino de la vida. Y por eso, cuando se abandona la fe, eso sucede en muchos casos sin que se produzca aparentemente ningún drama, como si uno se desprendiera de un vestido que ha dejado de servir.

8. Para ilustrar este punto, quisiera citar tres textos de pensadores contemporáneos, o casi contemporáneos. Todos ellos son autores no creyentes, aunque de tendencias filosóficas y políticas contrapuestas. F. Nietzsche, el padre del nihilismo contemporáneo, escribía ya a finales del siglo pasado: "Se han examinado todas las posibilidades de la vida cristiana, las más serias y las más superficiales, las más exageradas y las más equilibradas: ha llegado la hora de probar algo nuevo". El segundo texto es de G. Gentile, un pensador del fascismo italiano: "Quien aún habla de religión —dice—, o es un clerical o es un místico; es decir, o pertenece a un mundo acabado para siempre, o pertenece a un mundo diferente del mundo en que todos viven". Y, por último, Gramsci, teórico del último marxismo occidental y padre del "eurocomunismo", escribía que, en el mundo contemporáneo, "todos tienen la vaga intuición de que se equivocan al hacer del catolicismo una norma de vida, aunque se declare católico. Un católico integral, esto es, que aplicase en cada acto de su vida las normas católicas, parecería un monstruo, lo cual es, pensándolo bien, la crítica más rigurosa del catolicismo y también la más perentoria”.

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