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Homilía en la Fiesta de San Rafael

Iglesia del Juramento

Fecha: 24/10/1997. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, VIII-XII de 1997. Pág. 235



“Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en Ti»”. Si personificamos a la Iglesia, el pueblo de Dios que habita en Córdoba, si la representamos como una sola persona, estas palabras del Salmo que acabamos de recitar son perfectamente nuestras. Es la Iglesia, “que habita al amparo del Altísimo”, quien las dice.

“Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en Ti”. Confiar en Dios, que nos ha llamado a participar del ser, que nos ha dado la vida, que ha puesto en nosotros esas exigencias de felicidad, de verdad, de bien y de amor, de fratemidad y de belleza, y que cumple su promesa en nosotros mediante la Redención de su Hijo Jesucristo y el don de su Espíritu, es la suprema sabiduría. Es también la más indispensable para los caminos de la vida. Dios nos da la vida, y nos la da para que se cumpla en la participación de su naturaleza inmortal, en su infinito amor. Los ídolos, en cambio, en los que los hombres ponemos con tanta facilidad la esperanza de la felicidad -el poder, el dinero, la vanidad huera o el placer-, son “hechura de manos humanas”, y no sacian el corazón del hombre. Cuanto más el hombre los sirve, más se “aliena”, más deja de ser él mismo, más pierde de su propia humanidad. Los ídolos devoran al hombre, y lo destruyen. Sólo Dios salva. La mentira, las apariencias, las ilusiones, los sueños, tampoco sostienen la vida. La realidad, en cambio, conduce a Dios, al Dios que quiere al hombre y le redime, y le da la vida eterna.

Leíamos también en el Salmo: “Dios ha dado órdenes a sus ángeles, para que te guarden en tus caminos”. El término español “ángel” se deriva de una palabra griega que significa “enviado”. Y cuando los hombres “vivimos al amparo del Altísimo, a la sombra del Omnipotente”, es decir, cuando el hombre arriesga y pone su vida -su drama- en las manos de Dios, cuando el hombre confía en Dios, nunca faltan de los caminos del hombre los “enviados” de Dios, los signos de su ternura y su misericordia, que curan sus heridas y le acompañan.

Al celebrar, un año más, la fiesta de San Rafael, custodio de la ciudad de Córdoba, en el lugar donde, según una venerable tradición, el arcángel S. Rafael se apareció en 1578 al sacerdote Andrés de las Roelas y le dijo: “Yo te juro por Jesucristo crucificado que soy Rafael, ángel a quien tiene Dios puesto por guarda de esta ciudad”, es necesario recordar de nuevo que esos signos, que esos “enviados de Dios” nos rodean por todas partes a nada que miremos la realidad con ojos limpios. Los signos de Dios están siempre cerca de nosotros.

Los necesitamos, esos signos. Los necesita el hombre siempre. Y los necesitamos en Córdoba. ¡Los caminos del hombres son a veces tan duros y tan difíciles! ¡Los complica tanto el egoísmo y el pecado de los hombres! Pienso en las tremendas realidades sociales que vive Córdoba, fruto de nuestro pecado. Pienso en quienes no tienen trabajo y han de sostener una familia, o en los jóvenes que han de abandonar su tierra porque no lo encuentran. Pienso en las bolsas de pobreza, de miseria y de marginación que hay entre nosotros. Pienso en las familias rotas, en las mujeres y niños abandonados, en la soledad y desesperación de tantos niños, jóvenes y ancianos. Pienso en los enfermos. Pienso en la lacra del alcohol y de la droga, o en el injustificado y abominable crimen del aborto.

Necesitamos los signos de Dios, los enviados de Dios. Al celebrar la fiesta de San Rafael, hemos de pedir al Señor, con verdad y sinceridad de corazón, y por intercesión del Custodio de Córdoba, que esos signos no nos falten, cerca de nosotros, que no le falten a nadie en el camino de la vida. Que no nos falten en la ciudad de Córdoba. ¡Pero si los tenemos! ¡Esos signos los tenemos, están entre nosotros! Porque el gran signo de Dios, el gran “enviado” de Dios, de una vez para siempre, es Jesucristo. En Jesucristo, el Hijo de Dios ha venido a nosotros para revelarnos al Padre, y mostrarnos en su carne -bebiendo hasta las heces el cáliz del sufrimiento humano- la grandeza de nuestro destino. Dios mismo se ha implicado en nuestra vida, y nos ha mostrado en su Hijo querido cómo es posible vivir en este mundo de pecado y de muerte con la libertad gloriosa de los hijos de Dios. En Jesucristo se ha abierto para cada hombre y cada mujer la posibilidad de vivir en la verdad, y la esperanza de la vida eterna.

Y además, Cristo no se ha ido, no se irá jamás de la historia humana. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Pues permanece en medio del mundo en su Cuerpo, que es la Iglesia, que él ha unido a sí por la fe y el don del Espíritu. La Iglesia, esa comunidad humana hecha de hombres y mujeres de todos los pueblos, de todas las culturas y de todas las posiciones sociales, en la que Cristo vive. Y que, en la medida en que ella acoge su gracia y vive de ella, es signo y sacramento de la humanidad verdadera.

La Iglesia, en efecto, existe para acompañar al hombre en el camino de la vida -como San Rafael a Tobías-, y conducirle a su destino, esto es, a la comunión en el amor eterno y misericordioso de Dios. La Iglesia no existe para sostener unas tradiciones culturales, por bellas y valiosas que sean, ni para sostener un sistema social. Al menos, en la exacta medida en que es una Iglesia viva y libre, no sofocada por las “formas”, no reducida a subproducto cultural. El sostener el “imperio” era la función de las religiones en el mundo pagano: las religiones paganas eran sobre todo religiones “formales”, de actos, de circunstancias; eran la religión reducida a espectáculo, y a instrumento al servicio del poder.

Esa religión distrae, pero no sostiene la vida, no da respuesta al drama del hombre ni a su esperanza. Puede fácilmente convertirse en un ídolo más, que también lo devora. Nosotros sabemos, en cambio, que “para ser libres nos liberó Cristo”. Que donde Cristo está, resplandece en la vida cotidiana la verdad y la libertad, la grandeza de la vocación humana, y el amor. Es verdad que también nosotros, los cristianos, podemos comprender y vivir nuestra fe en una clave que yo diría “pagana”, que deja al hombre solo con su soledad. Cuando vivimos el cristianismo así, además de engañarnos a nosotros mismos, traicionamos el designio de Dios, y traicionamos al hombre que Cristo ha venido a salvar. Porque la Iglesia no testimonia a Cristo sino siendo la amiga y compañera del hombre en el camino de la vida, custodiando y defendiendo la vida humana y la dignidad trascendente de la persona contra cualquier instancia que se ponga o que pretenda ponerse por encima de esa dignidad.

Por eso, yo pido al Señor en esta fiesta de San Rafael, y por intercesión de nuestro custodio, en primer lugar, que todos los cristianos de Córdoba seamos testigos libres y decididos de la redención de Cristo, del designio bueno de Dios para el hombre, y de su amor infinito por todos y cada uno de los hombres. Que cada cual, desde su vocación y desde su posición en la vida, contribuyamos, con nuestro modo de vivir y con nuestro trabajo, al reconocimiento de esa dignidad, cuyo olvido está en la raíz de todos los problemas sociales. Que contribuyamos al bien de la persona y del matrimonio, al bien de la familia, al bien común, superando las dificultades y los intereses particulares que puedan obstaculizarlo. Que todos los cristianos nos comprometamos decididamente en la contracción de la civilización de la verdad y del amor, la única en la que el hombre es verdadera y plenamente hombre.

En este contexto, una responsabilidad moral y social especialmente grave, para todo aquel que tiene la posibilidad de hacerlo, es la creación de empleo, y la conservación y la estabilidad del empleo existente, lo que requiere una gran seriedad moral, una solidaridad responsable entre trabajadores y empresarios, y una colaboración decidida de todas las instancias sociales implicadas. Sé que esta petición parece como pedir un milagro, y sé también que Dios no hace nada sin la libertad del hombre. Pero también sé que los milagros existen, y que Dios lo puede todo, y por eso le pido que elimine los obstáculos que hay, para que no se antepongan intereses particulares, partidistas o de grupo, a esta grave urgencia social en la ciudad de Córdoba.

En este día de hoy, pido también por la autoridades municipales de la ciudad de Córdoba. Que el Señor les sostenga, fortalezca y guíe en la búsqueda del bien común, del bien integral de este pueblo noble, grande y generoso, que sabe reconocer el bien y agradecerlo.

La fiesta de San Rafael es también la fiesta de la Policía local. Vuestras inquietudes no me son en absoluto ni desconocidas ni lejanas, porque mi padre sirvió en vuestro cuerpo en Madrid durante más de cuarenta años. Conozco vuestro espíritu de sacrificio, vuestra entrega al servicio del pueblo, de su seguridad, de su vida en paz. Que el Señor os fortalezca en esa entrega, y os recompense como él sólo sabe hacerlo. El año pasado, Soledad Muñoz Navarro y María de los Angeles García García estaban con nosotros en esta Eucaristía de San Rafael en la Iglesia del Juramento. Luego, poco después, las dos entregaron su vida en acto de servicio. Hoy, una vez más, las recordamos ante el Señor, para que las haya acogido en su regazo de misericordia, y estén ya participando de la visión de su gloria en la paz. Y encomendamos también a sus familias: que el dolor no las destruya, y que Tú, Señor, no las abandones nunca. No abandones a ninguna de las familias de este cuerpo de la policía local, que vive para servirnos a todos.

Ni a ellas, ni a ninguno de nosotros. Ni a ninguno de los hombres y mujeres de esta ciudad, a la que has dado por custodio al arcángel San Rafael, como signo de tu predilección. San Rafael, Custodio de Córdoba intercede por nosotros.

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