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En las Bodas de Plata de la Parroquia “Santa María Madre de la Iglesia”

Fecha: 01/12/1997. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, VIII-XII de 1997. Pág. 259



Veinticinco años no son muchos años para una parroquia. No son muchos años para la vida de la Iglesia, este pueblo que nació del costado abierto de Cristo, la mañana de Pascua, pronto hará dos milenios. Pero veinticinco años son una parte muy importante de la vida de las personas. Hace veinticinco años que D. José María Cirarda, que era entonces Obispo de Córdoba, creó la Parroquia de “Santa María, Madre de la Iglesia”, junto con otras diez parroquias. Esa creación ponía de manifiesto la preocupación de la Iglesia, y de su pastor, por que la vida nueva que Cristo nos ha dado estuviese lo más cerca posible de los lugares donde los hombres nacen y mueren, luchan, trabajan, aman y sufren.

Nombrado párroco de ella desde el momento de su creación, D. Bartolomé Borrego ha gastado lo mejor de su vida y de su ministerio sacerdotal al servicio de esta porción de la diócesis de Córdoba, cumpliendo lo que dice el Concilio Vaticano II: “Los colaboradores principales del Obispo son los párrocos, a quienes se les encomienda, como a pastores propios, el cuidado de las almas en una determinada parte de la diócesis, bajo la autoridad del Obispo” (Christus Dominus, 30).

En esta misión suya ha tenido siempre la eficaz ayuda de las Hijas de María Inmaculada, que han contribuido generosamente a la vida de la parroquia desde el principio.

Yo doy gracias hoy a Dios por estos veinticinco años de existencia de la parroquia de “Santa María, Madre de la Iglesia”, y por todas y cada una de las personas -sacerdotes, religiosas y fieles cristianos laicos-, que, con su entrega al Señor y con su trabajo han contribuido a que Jesucristo, vida de los hombres, sea conocido y amado, y a que los hombres y las familias puedan vivir conforme al designio de Dios, y a la verdad de su destino.

Al mismo tiempo, pido al Señor que la Parroquia sea cada vez más ese hogar de la familia de Dios donde los hombres pueden experimentar la gracia y la compañía de Cristo de un modo concreto, visible y plenamente humano. De este modo, la comunidad parroquial entera -signo de la redención de Cristo y realización concreta de la Iglesia en el seno de la Diócesis-, podrá tener ese impulso misionero que caracteriza a la Iglesia cuando vive la fe con sencillez, y que la situación del mundo de hoy nos urge a recuperar. Los hombres encontrarán en vosotros esa vida nueva y verdadera que todos buscan, y que sólo Jesucristo da. Pero la da, no lo olvidéis, a través de nosotros, que hoy somos su “Cuerpo”. Un cuerpo frágil y débil como somos los hombres, pero vivificado, esto es, sostenido en la fe, la esperanza y el amor, por el Espíritu Santo que Jesucristo nos ha dado.

Jesucristo, en efecto, se da a nosotros, nos comunica la vida, y se la comunica a los hombres, a través del milagro de nuestra unidad, expresada misteriosamente en la Eucaristía. Unidad en la fe de la Iglesia Una. Unidad en la esperanza de compartir la misma herencia, la gloria del Hijo Unigénito, la vida eterna. Unidad, sobre todo, en el amor mutuo, en la misericordia y el afecto por todos los hijos de Dios dispersos. Es esa unidad la que pedimos todos los días en la Eucaristía, inmediatamente después de la consagración, y que en la tercera Plegaria Eucarística se expresa así: “Que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”.

Es esa unidad, posible porque Cristo está entre nosotros, la que pido para vuestra Parroquia, y para todas las parroquias, y para toda la Diócesis de Córdoba. Sin ella no somos nada: sólo hombres apresurados que corren tras el viento. Que buscan afanosamente la felicidad y la vida donde no está.

María, Madre de la Iglesia, Tú que recibiste de Cristo en la cruz la misión de cuidar a la iglesia naciente, y la acompañaste en sus primeros pasos, cuida hoy de tus hijos. Cuida de esta querida porción de tu Iglesia, de su párroco, de los demás sacerdotes que le ayudan, de las religiosas, de todos sus fieles. Cuida de los matrimonios y las familias, de los niños y los jóvenes, de los ancianos, de los enfermos, de los desalentados, y de todos los que sufren. Cuida de todos nosotros, e intercede por nosotros al Señor, para que a todos nos dé abundantemente su Espíritu, “para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,12-13).

Os bendigo a todos de corazón.

† Javier Martínez
Obispo de Córdoba

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