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La Evangelización de Cultura, obra del Espíritu

Conferencia pronunciada en el simposio “La cultura y la esperanza cristiana”, organizado por el Consejo Pontificio para la Cultura, en el paraninfo de la Universidad de Sevilla

Fecha: 13/03/1998. Publicado en: La verdad del hombre 1, Obispado de Córdoba. Aparece también publicada en el Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 1998. Pág. 321



1. El deseo de un significado global y la cultura.

El hombre, a través de su razón, está llamado a tomar conciencia de la realidad que le circunda y en medio de la cual desarrolla su vida. Tomar conciencia quiere decir aferrar el significado de las cosas, atisbar y formular (explícita o implícitamente) la conexión de cada aspecto de la realidad con todos los demás y con el todo; comprender la utilidad que ofrece y el sacrificio que implica cada fragmento de la realidad, para que la vida siga un camino positivo de construcción, hacia el cumplimiento de una plenitud que todo hombre desea e intuye. Que ningún ser humano –y tampoco nosotros que estamos aquí– puede dejar de desear e intuir. En los niños, abiertos a todo, que lo quieren todo y desean comprenderlo todo, es donde ese deseo se pone de manifiesto de un modo más transparente.

Un hecho vivido hace unos días puede iluminar concretamente este deseo del que hablo. En una conversación con una muchacha de diecisiete años, que se me había presentado inicialmente como “atea”, ella me decía: “Lo tengo todo: una familia que me quiere, me va bien en los estudios, no hay problemas económicos en casa, tengo buenos amigos, ¿por qué estoy tan vacía?” “Estás buscando algo, ciertamente”, le dije. Me corrigió rápidamente: “Algo no, a alguien”. “Acaso lo que necesitas es un buen novio”, comenté yo, algo sorprendido por la finura de su corrección. Lo que ella me dijo entonces había de sorprenderme todavía más: “No, lo que yo necesito es a alguien que sea novio, y padre y madre, y marido, y amigo y compañero, e hijo, todo a la vez”. Intervine de nuevo: “Laura, ése es Dios. Tú estás buscando a Dios”. Movió la cabeza y me respondió, como decepcionada: “¡Hmm! No. Alguien que se pueda tocar”. Esto ya no me sorprendió. Mis palabras le habían sonado a algo sabido, y ya probado como insuficiente. Es evidente que en su conciencia Dios era sólo una idea, algo que no corresponde a la vida, sin realidad experimentable. Volveré más tarde sobre esta conversación. Ahora sólo la traigo aquí porque ilustra preciosamente el irreprimible deseo de una realidad, y de una realidad personal, que pueda dar significado a la vida, y a todo. Laura no había censurado aún el deseo, como en nuestro mundo se nos enseña  a hacer a los adultos. Ese deseo nos constituye como personas. La cultura, en tanto que realidad específicamente humana, tiene su punto de arranque precisamente ahí.

El hombre trata de dar respuesta a su deseo, y de comprender la realidad con su razón, lo mejor que sabe. Cuando la percepción que el hombre tiene de la realidad se convierte en una conciencia crítica y sistemática, en una experiencia de lo real que se puede articular, compartir y comunicar, podemos hablar con propiedad de “cultura”. Esa experiencia es probada y verificada en el curso del tiempo, en confrontación con otras culturas y, sobre todo, con la realidad. Por eso las culturas nacen, se modifican y transforman a lo largo de la historia, y mueren cuando ya no responden al anhelo del hombre de comprender el significado de lo real. Esa experiencia se transmite de generación en generación a través de la tradición. Toda cultura es una tradición, es un acerbo de experiencia humana que se recibe, y se acoge o se rechaza, en todo o en parte, más o menos conscientemente. Aunque pudiera dar la impresión de que no es así, precisamente porque se comprenden a sí mismas frente a la categoría de “tradición”, también la cultura liberal, también la cultura nihilista o las llamadas “anti-culturas” constituyen una tradición. Por último, esa experiencia se plasma siempre en formas de convivencia y de vida, en valores compartidos, en expresiones artísticas y en creaciones político-sociales.

Toda cultura contiene un punto sintético de valoración, una especie de clave de bóveda que puede ser más o menos consciente en cada persona, pero que define efectivamente el valor de cada cosa. Esta clave, que establece el nexo y la proporción entre cada circunstancia particular de la vida y su significado total, se convierte en principio de conocimiento y de acción. No se trata de un principio filosófico abstracto, sino de un verdadero centro vital, como observaba agudamente Santo Tomás de Aquino: “La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el cual encuentra su mayor satisfacción1. Desde ese centro pensamos y obramos, nos relacionamos con las personas y con las cosas, nos entendemos a nosotros mismos y nuestra tarea en el mundo, comprendemos el pasado y trabajamos por el futuro.

Conviene todavía subrayar que esa “clave” desde la que el hombre piensa y vive, que es su cultura, y que en el fondo dice su relación con toda la realidad y con su significado, la expresa el hombre constantemente, en todo lo que hace. La expresa y la dice en todos sus gestos, en todas sus acciones. La expresa en las relaciones que establece con las personas y las cosas, y en las obras que construye, desde las más modestas hasta las más grandes. El hombre está siempre expresado al obrar. Se expresa a sí mismo y expresa su cultura.


2. La “evangelización de la cultura”: alcance de la frase.

Este preámbulo nos permite quizás entender mejor en qué sentido habla la Iglesia de “evangelizar la cultura”, ya que, en sentido estricto, sólo las personas pueden ser objeto de evangelización. Cuando la Iglesia recuerda la urgencia de una “evangelización de la cultura” quiere subrayar que la evangelización, si es verdadera, integral, no puede dejar de alcanzar ese nivel de la experiencia y de la acción de cada hombre que llamamos su “cultura”. Si las palabras con que la Iglesia anuncia a Jesucristo significan lo que dicen, tocan precisamente ese centro vital de la persona donde se reconoce el significado de la realidad. Cuando una persona se encuentra verdaderamente con Jesucristo, su “yo” es transformado de tal modo, que surge “una criatura nueva” (cf. 2 Co 5, 17). Es, en efecto, un volver a nacer, del que surge “un hombre nuevo”, que vive de un modo nuevo todas las cosas (Col 3, 10-11; Ga 3, 27-28).

Podemos constatar precisamente que, cuando la evangelización no llega a trasformar esta dimensión de la existencia humana que denominamos “cultura”, la fe suscitada es frágil. Entonces se vuelve incapaz de iluminar las circunstancias concretas de la vida, y de sostener al hombre en ellas. Pasa a ser algo exterior a la vida: adorno estético, ritual ya no comprendido en su significado humano, código moral ininteligible, mantenido por fidelidad a una “tradición” a la que uno se aferra de un modo voluntarista, o por nostalgia, pero que ya no se corresponde con el corazón y con el significado de la realidad. Éste se recibe de otra “clave”. Y es esa otra clave la que determina la vida (el pensar y el obrar), mientras que la fe se percibe cada vez más como una “superestructura” superpuesta (o impuesta) a la vida; como algo que termina siendo irrelevante, de lo que se puede prescindir sin que en realidad suceda nada.

Éste es nuestro reto principal en el mundo de hoy. La experiencia cristiana, en efecto, ha sido en nuestra historia europea una experiencia humana “explosiva” en cuanto a su capacidad de generar cultura en el sentido apenas descrito. Ha configurado el lenguaje, ha generado a lo largo de los siglos formas de vida resplandecientes de verdad y de belleza, e innumerables expresiones literarias, artísticas e institucionales sin las cuales es efectivamente imposible comprender la cultura europea, en lo que tiene de más grande y verdadero. Eso hace que nuestra vida esté todavía, en cierto modo, rodeada de “formas” culturales y de “obras” que son la expresión cultural de la fe de un tiempo. Nuestras raíces son ciertamente cristianas. Y nuestro horizonte cultural es todavía en parte cristiano, tras tantos siglos de fe, si bien los elementos cristianos de ese horizonte aparecen más y más como vestigios residuales y dislocados en un mundo del que ya no forman parte, y donde para muchas personas ya no tienen cabida, a no ser como museos, o como esas reservas indígenas que se conservan artificialmente, para atracción de turistas en búsqueda de algo exótico que rompa la banalidad atroz y el vacío de la vida en las sociedades desarrolladas.

Puede pensarse que exagero. Ciertamente, se podría matizar interminablemente la proporción real de los elementos cristianos en nuestra cultura de hoy. Soy consciente de que la situación no es la misma en todas las regiones. También soy consciente de que en nuestro mundo hay testimonios espléndidos de la humanidad que brota del encuentro con Jesucristo, y muchos buenos cristianos. Y soy católico, no en virtud del número proporcional de católicos que dan las encuestas, sino porque tengo la certeza de que sólo en Jesucristo, tal y como la Iglesia lo ha anunciado y testimoniado desde el principio, en culturas muy diferentes, se nos da el significado de lo real de un modo que corresponde a todas las exigencias de la razón, y por tanto, de que sólo en Jesucristo se nos da la posibilidad de una vida, de un mundo, plenamente humanos.

Lo único que trato de decir es, en el fondo, una obviedad: que a lo largo de los últimos siglos se ha producido una ruptura cultural de gran alcance, que ha hecho surgir en Occidente una imagen del hombre y de la sociedad –una cultura– caracterizada por una sospecha y un prejuicio crecientes respecto de dicha tradición. Lo “cristiano” primero, y lo “religioso” después, se empezó a percibir como un aspecto parcial de la vida, o como perteneciente a un “orden” situado fuera de la realidad, hasta el punto de que muchos han llegado a considerar la fe como enemiga del hombre, como un obstáculo para la realización del hombre. A lo largo de nuestro siglo, emergen posiciones culturales que ya no tienen apenas, o no tienen en absoluto, conocimiento o relación con la tradición cristiana.

No es éste el lugar de trazar, ni siquiera a grandes rasgos, la historia de este proceso. Puede uno preguntarse, como hacía el poeta inglés T. S. Eliot a principios de siglo, “si es la humanidad la que ha abandonado a la Iglesia, o si es la Iglesia la que ha abandonado a la humanidad2. Lo cierto es que esa ruptura cultural tiene mucho que ver con el modo como muchos cristianos, durante este período, hemos comprendido la fe, y su significado para el hombre. Así lo afirmaba ya el Concilio Vaticano II3. Si el mundo se opone a la fe, o no se interesa por ella, es, al menos en parte, porque los cristianos hemos vivido y propuesto la fe como algo exterior al hombre y a la realidad, como algo que no tiene que ver con el centro de la vida. Una fe así no genera cultura, en el sentido verdadero de la palabra, y los hombres, o la perciben como una impostura, o buscan la razón de su vida en otra parte. El problema del futuro de la cultura, y de la posibilidad de una cultura humana, agudamente dramático en el momento histórico que nos ha tocado vivir, remite inevitablemente a la cuestión de la fe: es un reto a la fe, y sin duda una ocasión providencial para que los cristianos, en primer lugar, podamos descubrir de nuevo su significado humano.

En las reflexiones que siguen sólo quiero ahondar en algunos aspectos de la evangelización de la cultura, tal como la hemos esbozado hasta ahora, de modo que podamos ser más conscientes de las condiciones de la misión en el mundo en que vivimos. Eso nos permitirá también comprender mejor por qué el Espiritu Santo, “protagonista de la evangelización”, es también el autor de la evangelización de la cultura. Para entender mejor en qué consiste la evangelización de la cultura, describamos primero brevemente la génesis de toda cultura.


3. La pertenencia como fuente de cultura.

Una primera evidencia que se impone a la razón (no como una idea, sino como un hecho) es que el hombre no se hace a sí mismo, no se da a sí mismo la vida, ni las circunstancias en que acontece la vida, ni el significado y la consistencia del propio vivir. El hombre “recibe” la vida, y con ella recibe también la primera hipótesis sobre su significado, una hipótesis que está llamado a hacer suya a través de un proceso de verificación y personalización de la tradición recibida.

Esto es lo que sucede de forma natural en la familia y en cualquier forma de comunidad auténticamente humana: la persona es introducida en la totalidad de lo real a través de una tradición que permite reconocer el valor de cada aspecto particular en función de un significado total. En esa tradición, la persona es introducida desde que nace (o incluso antes de nacer), a través del modo de actuar de sus padres y de otras personas de su entorno. Es importante destacar que no se trata de una mera transmisión de conocimientos, de una instrucción, sino de una relación humana que permite a la persona reconocer el valor de todo. Se trata de una pertenencia, sin la que el hombre no puede subsistir. Por eso la cultura, en el sentido en que la hemos descrito, se da en una pertenencia (a la familia, a la nación, a la Iglesia). No hay cultura sin pertenencia, porque el hombre, a través de lo que venimos llamando “cultura”, lo que expresa es precisamente aquello a lo que pertenece.

Si la cultura nace, pues, de una pertenencia, de una relación, en la que la persona recibe la hipótesis del significado de la realidad, toda cultura requiere un vínculo vivo con una historia humana, con una comunidad de personas. Es en este ámbito donde se educa la conciencia de la persona, su mirada sobre la realidad. La consecuencia más importante de esto es que la educación –como lugar de introducción a lo real y a su significado–, es la tarea más importante de un pueblo a quien le importa su propia vida y su futuro.

Es obvio que no todas las pertenencias tienen el mismo valor. Pertenecer a un club deportivo, o a un estilo de música, o de vestir, no determina la vida del mismo modo que la familia, o la nación, o la profesión. O no debiera determinarla, en una sociedad normal. Porque puede ser que en nuestro mundo uno pueda destruir sus relaciones más sagradas en función de una de esas pertenencias parciales. Uno de los rasgos de la cultura actual, que ha destruído en buena medida las pertenencias genuinamente humanas, es el sustituir esas pertenecias por otras, ficticias y artificialmente creadas, para que la persona, desarraigada y sola, no pertenezca más que al Estado. Ahí es donde se sitúan las “ideologías” totalitarias del mundo moderno. Y para quien ya no puede creer en ellas, están esas otras pertenencias que señalábamos más arriba, que tienden a cumplir la misma función.

Porque la persona pertenece siempre a algo o a alguien. Podríamos retomar aquí la frase de Santo Tomás citada más arriba: la consistencia de la vida del hombre se identifica con el “afecto que principalmente le sostiene”. Ese afecto expresa cómo la libertad se adhiere a lo que la razón reconoce como el significado de la vida. En el Evangelio, el Señor dice esa misma verdad acerca de la existencia humana cuando afirma: “donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6, 21). Entendemos aquí el término “corazón” en el sentido en que lo usa la Escritura, no como la sede de los sentimientos, sino como la sede de la inteligencia, de la libertad y del afecto, como ese centro de la persona desde el que el hombre se relaciona con la vida. Así, el hombre pertenece a “su tesoro”, a lo que ha identificado como la meta y el objeto de su deseo, como lo que puede cumplirlo. Su “tesoro” puede ser algo inadecuado a su deseo, y entonces es un ídolo. Los ídolos siempre devoran al hombre. T. S. Eliot, en el pasaje ya citado de Los coros de «La Roca», escribía: “Los hombres han dejado a Dios, no por otros dioses, sino por ningún dios; y eso no había ocurrido nunca... Los hombres han olvidado todos los dioses, excepto la Usura, la Lujuria y el Poder”4. Los ídolos de la Usura, la Lujuria y el Poder están devorando el mundo. Pero lo que no puede el corazón humano es dejar de pertenecer, de tener un centro. Porque es para lo que está hecho. El corazón está hecho para adherirse y pertenecer a algo que está fuera de él, y que reconoce como el significado que da consistencia y plenitud a todo. La tragedia del hombre de nuestro tiempo es precisamente que las ofertas que le hace la cultura dominante –las pertenencias de que hablábamos más arriba– no son portadoras del significado de la realidad, y por eso no corresponden –no pueden corresponder– a la búsqueda del corazón. Por eso el rasgo más determinante de la “cultura real” del hombre de nuestro tiempo es la frustración y la violencia.

Y no caben dos centros, porque ésa es nuestra condición. El corazón sólo reconoce “un tesoro”, y a ese tesoro subordina todo lo demás, ordena la vida en torno a él, en función de él. También el Señor ha expresado preciosamente esta verdad de la condición humana, cuando dice: “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno, y despreciará al otro” (Mt 6, 24). Esto no es una abstracción, es un hecho, perfectamente verificable en la vida.

¿De qué modo, supuestas estas reflexiones sobre la pertenecia como el lugar en que se da la cultura, es la fe cristiana generadora de cultura? Una vez más, a través de una pertenencia determinante: la pertenencia a Jesucristo, el Señor, vivida en el presente a través de la pertenencia a la Iglesia, ese pueblo donde el Señor vive, porque obra el milagro de una humanidad verdadera. Ser cristiano consiste en pertenecer a una persona, y a una persona que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), el significado de todo: “todo ha sido creado por él y para él, ... y todo tiene en él su consistencia” (Col 1, 16-17). Ser cristiano es pertenecer a Cristo. Y eso, ya desde la fórmula de fe más antigua que podemos discernir en el Nuevo Testamento: “Jesús es el Señor” (1 Cor 12,‑3). Decir “Jesús es el Señor” es decir “Jesús es aquél a quien mi vida pertenece, porque es hoy, en este instante, el fundamento y el cumplimiento de mi vida, y de todo”. Hoy, aquí y ahora, porque no es una bella “historia” que les sucedió a unas personas hace dos mil años. Lo que sucedió hace dos mil años es el centro de la historia porque sigue siendo verdad hoy. Porque tiene el poder de cambiar la vida hoy.

Por supuesto, este pertenecer del que estoy hablando no es una mera agregación, una afiliación a una asociación o a un club, y menos aún a una ideología, sino un vínculo ontológico que expresa la verdad del propio ser: “Te pertenezco, Señor, porque Tú eres el Origen y el Destino de mi vida, Aquel que únicamente puede hacerla plena. ¿Quién soy yo? Yo soy Tú que me haces. Yo soy Tú que me das a mí mismo, y que cumples tu promesa, y que te das a mí para que la vida se cumpla, y haces posible que la vida no sea una sucesión banal de experiencias inconexas, de fragmentos rotos. Que el bien y el gozo no dejen el resabio de amargura de lo que está destinado a morir, y que el sufrimiento no destruya. Tú que haces posible vivir cualquier circunstancia de la vida de un modo positivo, es decir, con esperanza. Yo te pertenezco, Señor, porque Tú eres el origen y el destino, y la consistencia y la plenitud de mi vida”. Por ello, la pertenencia a Cristo es la más determinante de todas: más que el ser hijo de esta familia, o el ser marido y mujer, o el pertenecer a esta nación o tener esta lengua, más que ninguna otra cosa que pueda suceder en la vida. Literalmente, más que la vida misma, porque cuando se ha encontrado a Jesucristo, se comprende que la vida no sería nada sin él. “Tu gracia vale más que la vida” (Sal 63, 3). Esa es también la racionalidad profunda de aquellas palabras del Evangelio: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37). Una frase así, o está dicha por un demente, o quien la dice tiene la conciencia de ser el significado de todo, el Misterio hecho carne. Aquél a quien Laura buscaba, sin saberlo.


4. El acontecimiento de Cristo como fuente de pertenencia determinante.

La “pretensión” con la que Jesús de Nazaret se presenta ante quienes lo escuchan, en efecto, no deja lugar a dudas. No sólo en las palabras del Evangelio de S. Mateo que acabamos de citar, sino en todo su modo de ponerse ante el hombre, ante el Padre, ante la realidad. Por eso es imposible a la larga eliminar la pretensión divina de Jesús de los Evangelios mediante los recursos de la crítica histórica o literaria, apelando a procesos de redacción: al final, hay que prescindir de todo el testimonio de los Evangelios y del Nuevo Testamento, y la razón queda de nuevo ante un enigma no resuelto: de dónde nace una experiencia así, cómo es posible un testimonio así.

Sí, Jesús reclama una adhesión total de la mente y del corazón, precisamente porque él es la revelación definitiva de la sabiduría y de la misericordia del Padre. Nos interesa especialmente recordar ahora la recriminación que Jesús dirige a los hombres de su generación, comparándolos con la disponibilidad de la reina de Saba para acoger la sabiduría de Salomón: “Cuando sean juzgados los hombres de esta generación, la reina del Sur se levantará y hará que los condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón” (Lc 11, 30-31). Jesús se presenta como el único capaz de “salvar”, es decir, de satisfacer, de dar cumplimiento, de “hacer perfecta” la vida del hombre: “Todo aquél que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos, mujer o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno, y heredará la vida eterna” (cf. Mt 19, 28-29p.). Él mismo es el “Reino” cuya venida anuncia, es decir, el cumplimiento de las promesas de Dios que se leen en los profetas del Antiguo Testamento.

El Evangelio de S. Juan dice lo mismo de otro modo: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a tí, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). La vida eterna –o perdurable, como decía una versión antigua española del Credo, mucho más expresiva que la actual–, no es sólo “la otra vida”. La vida eterna empieza aquí, con el “ciento por uno”. No que desaparzeca el dolor, o las circunstancias adversas, o el mal que hay en el corazón. Pero uno ha encontrado y tiene algo infinitamente más grande que el mal y que el dolor, algo definitivo y verdadero, y con él “la esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5). Si uno pudiera encontrar eso en este mundo, ¿no daría la vida por ello?

El testimonio del carácter absoluto y definitivo para el hombre del encuentro con Cristo llena el Nuevo Testamento. Es, para ser más exactos, el contenido de la experiencia humana que comunica el Nuevo Testamento, y lo único que lo explica adecuadamente. El libro de los Hechos lo formula así: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que hayamos de ser salvos” (Hech 4, 12). Los pasajes podrían multiplicarse sin fin. Como dirá San Pablo a los Corintios, “él ha muerto por todos, para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para aquél que ha muerto y resucitado por ellos” (II Cor 5, 15). Aquí podemos entrever una posible definición de cultura: para quién vive el hombre. En el fondo, todo puede reconducirse a esta pregunta: ¿para quién vive el hombre? Y aquello para lo que vive, ¿es verdadero? ¿Corresponde al corazón?

La adhesión a Cristo provocaba un cambio en la forma de mirar y concebir todo, y de relacionarse con todo: el campo, los enfermos, el marido y la mujer, el poder de Roma, el trabajo de cada día... Tanto que San Pablo definía el ímpetu existencial derivado de pertenecer a Cristo de este modo imponente: “Por tanto, ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1Cor 10, 31). Y en otro lugar: “Todo lo que hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre” (Col 3, 17). Cualquier aspecto de la experiencia cotidiana del hombre, incluso el que pudiera parecer más banal, se torna relevante y significativo en relación con Él, se convierte en ocasión para construir su designio de bien en la historia. El hombre afronta la realidad, “se apropia” de ella con una conciencia nueva, que nace precisamente de la pertenencia a quien es el Significado de todo: “Todo es vuestro, Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y vosotros, de Cristo; y Cristo, de Dios” (1 Cor 3, 22). “El cuerpo no es paraa la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1 Cor 6, 13). “Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte, somos del Señor” (Rm‑14,‑8).

La fe en Jesucristo es fuente de cultura precisamente porque se convierte en principio de percepción y conocimiento nuevo del mundo, tal como encarecía San Pablo a los Romanos: “Y no os conforméis con este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, de modo que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 12,  2). Es importante no reducir ni atemperar la fuerza de estas palabras de Pablo, que describen la raíz del cambio cultural operado por el cristianismo: aquí “renovación  de la mente” no se refiere a un simple cambio de unas ideas por otras, sino al surgimiento de un sujeto nuevo, de un nuevo protagonista de la historia.


5. El Espíritu y la esposa.

La historia que se inició con Juan y Andrés, con Pedro y los demás discípulos, y la Samaritana, y Zaqueo, no ha dejado desde entonces de estar presente en el mundo, de ser para los hombres una posibilidad real, un hecho identificable. Jesús unía a sus discípulos consigo y les hacía partícipes de su Espíritu de santidad de tal modo, que ellos hacían los mismos signos que el Señor. Luego, tras su victoria sobre la muerte, nos “entregó” el Espíritu, definitivamente y para siempre: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

El acontecimiento de Cristo, la irrupción del Hijo de Dios en la historia, nos alcanza en el presente a través del signo eficaz de su presencia en el mundo: la unidad visible de aquellos que él ha reunido mediante la fe y el Bautismo, la Iglesia. Signo eficaz, es decir, sacramento. La Iglesia es el sacramento de Cristo, el lugar donde Cristo actúa la salvación del hombre, y donde puede ser encontrado. Eso es lo que significa también la imagen de la Iglesia como “cuerpo” de Cristo: esta “carne”, esta realidad humana, totalmente humana, incluso excesivamente humana, es portadora de la Cristo, como lo fue María (“tipo” de la Iglesia), y como lo fue su propio cuerpo. La novedad que supone en la historia –y al decir historia decimos todos los aspectos de la vida humana– la aparición de esta comunidad nueva que es la Iglesia, radica precisamente en haber sido constituida por el don del Espíritu Santo, el mismo Espíritu que vivificaba la humanidad de Cristo. La novedad no radica, por tanto, en un esquema ideológico nuevo en oposición a otros, ni en las cualidades de un grupo de personas extraordinarias, sino en la iniciativa de Dios que suscita en hombres y mujeres de todas clases una novedad imprevista, una plenitud fuera de los esquemas, que sólo puede ser fruto de su don: “Yo rogaré al padre y os dará otro Consolador para que permanezca con vosotros para siempre” (Jn 14,  16).

Desde el primer momento la Iglesia ha tenido plena conciencia de ser una comunidad humana invadida de una “fuerza de lo alto” (cf. Lc 24, 49), y llamada a ser signo de la salvación de Dios en medio del mundo. Es importante destacar que la novedad suscitada por el Espíritu es claramente apreciable –perceptible, “tangible”– para cualquier observador atento y libre de prejuicios, en el testimonio de los santos, es decir, de quienes “pertenecen” incondicional y enteramente a Cristo. Lo que me interesa resaltar en este momento es que el origen de la novedad no son los proyectos de los hombres, ni sus esfuerzos, incluso morales: la vida no se cumple como consecuencia del trabajo del hombre, el hombre no puede darse a sí mismo ese cumplimiento. Es otra evidencia de la experiencia y de la historia, tan inmediata como el que el hombre no se da la vida a sí mismo. Por ello, la novedad de humanidad que se da en la Iglesia no tiene su origen en el hombre: la Iglesia no es una obra de los hombres, sino de la fuerza misteriosa del Espíritu, que se ha vinculado a un signo carnal y experimentable, al cual puede tener acceso cualquiera sin más condición que la sencillez de corazón.

Es ahora el momento de retomar el título de esta conferencia: “La evangelización de la cultura, obra del Espíritu”. El Papa Juan Pablo II ha recordado en su gran encíclica Redemptoris missio  que “el Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial”, y ha subrayado que en ella siempre se hace patente “la certeza dada por el Señor de que en esa tarea ellos [los apóstoles] no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar su misión; en esto está la presencia y el poder del Espíritu y la asistencia de Jesús”5. Precisamente porque la evangelización de la cultura no significa una mera sustitución de unas ideas por otras, de unos valores por otros, ni la realización de un “proyecto” cultural, sino el surgir de una humanidad nueva, el renacer del yo y de la persona (y con él, el de la sociedad), el protagonista sólo puede ser el Espíritu del Señor.


6. El sujeto nuevo.

Decía hace un momento que la fuerza misteriosa del Espíritu se ha vinculado a un signo carnal y experimentable. Un signo tangible. Los cristianos hemos hablado tanto de la fe cristiana como “misterio” (cuando ya no entendíamos el significado cristiano del término, y lo único que decíamos con ello es que la fe era incomprensible, expresando así nuestra falta de fe), y hemos colocado el lugar del misterio y de la fe tan fuera de la vida, que la observación de Laura, en la conversación comentada al principio de esta conferencia, no podía extrañarme. En este punto preciso, casi todo el mundo en nuestro entorno piensa como pensaba Laura. Nadie, a menos que el encuentro con Cristo haya sido de un modo u otro una experiencia real en su vida, espera que la fe tenga que ver con algo de carne y hueso, con algo “que se pueda tocar”.

Y, sin embargo, es así. “El Verbo se ha hecho carne, y habita entre nosotros” (Jn 1, 14). Se ha hecho “carne”, es decir, algo tangible. Y permanece entre nosotros también en una realidad “carnal”, es decir, tangible. Es el único modo que corresponde plenamente al hombre, y el el modo que Dios ha elegido para implicarse en nuestra historia. El Verbo de Dios es hoy “tangible” en un doble sentido: en primer lugar, porque me llega y me “toca” a través de un “cuerpo vivo”, de la Iglesia; de unas personas vivas, que son signo de su presencia y de su gracia. Y también porque yo puedo experimentar, verificar, “tocar” su acción en mí, hasta tal punto que para negarla tendría que arrancarme los ojos, negar la evidencia de que existo.

Quien ha encontrado a Cristo, en efecto, tiene la certeza –y una certeza perfectamente razonable– de que Cristo vive, porque es evidente que el cambio que se opera en el corazón y en la vida no nace del propio yo, no le es posible al yo. Es, literalmente, obra de “Otro”. Y, sin embargo, lo que hace ese cambio es generar un “yo” nuevo. Más exactamente, es “regenerar” el “yo”. Es hacer posible que pueda decir “yo”, y “tú”, y “nosotros”, y “te quiero”, con una consistencia que era imposible antes. Dicho de otro modo todavía, lo que ese cambio hace posible es que se realice la propia humanidad. Cristo conduce al hombre a sí mismo, hace que sea él mismo, plenamente. El sujeto nuevo –que sólo el Don de Cristo puede crear– coincide con la plenitud del yo.

¿Cómo se da y como crece esa certeza, cómo se “toca” la obra de Cristo, que hace razonable esa certeza? La respuesta es importante, porque en esa certeza consiste la fe. Pero aquí no puedo sino apuntarla. La fe nace y crece como certeza precisamente en el espectáculo de humanidad que es ese sujeto nuevo, obra del Espíritu, en uno mismo y en los demás. El cambio que Cristo obra en el tiempo en quienes le siguen y se adhieren a los signos vivos de su presencia consiste, ante todo, en un crecimiento de la razón y de la libertad, y en consecuencia, del afecto por todos y por todo, hasta que ese afecto no tiene ningún límite, ni siquiera el de los enemigos. Crece la razón, no porque siguiendo a Cristo sé “más cosas” sobre el ADN o las partículas subatómicas, sino porque comprendo mejor la realidad. Y crece la libertad, porque en la medida en que pertenezco más a Cristo estoy menos determinado por la suerte, o por las circunstancias, o por lo que sucede. Soy más libre, soy más plenamente yo, y soy más capaz de darme a mí mismo, y de darme con más gusto. Ese “darme con más gusto” dice también el crecimiento del afecto: el seguimiento de Cristo tiene como señal el gusto por la vida, un invencible amor a la vida. En este crecimiento de la persona es donde el hombre tiene la certeza más tangible de la verdad: la persona no crece, no se construye nunca sobre la mentira.

La fe que genera cultura representa así un abrazo nuevo al mundo, que trae más belleza y más utilidad a todas las cosas; de esta fe surge también la sugerencia de una praxis sobre toda la realidad: un modo de responder a las necesidades, de vivir la familia y la nación, de trabajar, de organizar la convivencia civil, de proteger a los más débiles... ¡La fe no es reductible a ninguna de esas posibles soluciones, ni se agota en ellas! Por otra parte, esta praxis social no se deduce unívoca y mecánicamente de la fe, como si fuese la solución única y definitiva que se deriva del cristianismo, a manera de una fórmula ya hecha, que no habría sino que aplicar. No, la fe permanece como la fuente de criterio y de energía, el punto de juicio y de corrección de todas las iniciativas, en la trama de la historia. Así es también como el magisterio reciente nos pide comprender la Doctrina Social Cristiana6. Una vez más debemos recordar que la novedad no es otro esquema ideológico, ni consiste en aplicar unas ideas, tal vez con más rigor o generosidad, sino el cambio que sucede en la persona más allá de los esquemas, por el que mira con una profundidad inusitada todas las cosas, y las abraza con la perspectiva del designio bueno de Dios, revelado en Cristo y manifestado en el presente mediante la fuerza del Espíritu que actúa en la Iglesia.


7. Una propuesta humana fascinante: el itinerario de la evangelización de la cultura.

Evangelizar la cultura consiste, pues, en que el acontecimiento de Cristo presente pueda alcanzar el núcleo de la mentalidad de cada hombre y mujer, y transformarlo con su fuerza salvadora. Si no toca ese núcleo, si permanece fuera de él, la “evangelización de la cultura” es un espejismo. No sólo porque es imposible que una fe que no “toca” el centro de la persona genere una veradera cultura, sino sobre todo porque en ese caso no se puede hablar de fe; al menos, no de la fe cristiana. Y menos aún de “evangelización”. En su Carta abierta a los cristianos de Occidente de 1970, el teólogo de Praga ya desaparecido Josef Zverina nos avisaba de un riesgo que treinta años después ha podido mudar de rostro, pero que sigue vigente:

“Hermanos, tenéis la presunción de que vais a ser útiles al Reino de Dios si asumís en la mayor medida posible el
saeculum,  su vida, sus palabras, sus eslóganes, su modo de pensar. Pero reflexionad, os lo ruego, en lo que significa aceptar esta palabra, saeculum (“mundo”). ¿No significa que os habéis perdido lentamente en él? Por desgracia, parece que es eso exactamente lo que estáis haciendo. Cada vez resulta más difícil descubriros y distinguiros dentro de vuestro extraño mundo. Probablemente todavía podemos reconoceros porque en ese proceso vais lentos, por el hecho de que os asimiláis al mundo, despacio o deprisa, pero siempre con retraso. (...) Tenemos muchos motivos para admiraros, por eso podemos y debemos dirigiros esta advertencia: “No os conforméis a este mundo, sino transformaos con la renovación de vuestra mente, de modo que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”  (Rm 12, 2) (...) Para decirlo brevemente: todo esquema, todo modelo exterior es vacuo (...) No se cambia según un modelo, sea cual sea, que de todas formas está ya siempre pasado de moda, sino por una novedad plena con toda su riqueza. No cambia el vocabulario, sino el significado (...) No podemos imitar al mundo precisamente porque debemos juzgarlo, no con orgullo y superioridad, sino con amor, del mismo modo que el Padre ha amado al mundo (Jn 3,  16), y por ello ha pronunciado sobre él su juicio. (...) [El camino] no consiste en fronéin  (pensar), y en conclusión hyperfronéin (especular), sino sofronéin  (pensar con sabiduría). Ser sabios de tal forma que podamos discernir cuáles son los signos de la voluntad y del tiempo de Dios. No lo que es consigna del momento, sino lo que es bueno, honesto, perfecto...7

Me atrevería a decir que este texto es una verdadera carta de navegación para la evangelización de la cultura. Porque ese “juicio sobre el mundo”, realizado con amor, con verdadera estima hacia cada fragmento de la realidad, es parte irrenunciable de cualquier evangelización auténtica. De este modo, la fe en Cristo vivida en la Iglesia, se convierte en conciencia crítica de toda la realidad: “examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tes 5,  21). Cuando en un lugar y en un momento concreto de la historia cuaja de esta forma la experiencia de la fe, surge una cultura nueva con su variedad de expresiones en todos los campos.

Quiero detenerme un momento todavía en poner de relieve el itinerario concreto de esta fe irreductible que cambia la mirada sobre todas las cosas. Y lo haré con la respuesta que ofrecía un misionero comboniano a la pregunta sobre cómo afrontaba el problema de la poligamia en la  comunidad que tenía encomendada en Uganda. Podríamos decir que es un caso-tipo para entender la evangelización de la cultura:

“Cuando alguien encuentra una realidad cristiana fascinante, esa compañía de cristianos se vuelve centro de decisión y afecto de la propia vida; si la situación existencial  es complicada (por ejemplo un hombre que tiene varias esposas), hay que tener paciencia... Si nace un deseo, la persona ve poco a poco cómo adecuar su vida a lo que ha encontrado. El problema es que, según ciertos “pseudo-inculturadores”, ciertas cosas, como vivir un matrimonio monógamo, son imposibles para los africanos”.

Otros seudo-inculturadores dicen aquí, en Occidente, que otras cosas son imposibles para los occidentales. La implicación es siempre que la fe no tiene por qué determinar posturas y actitudes fundamentales, porque se parte del supuesto de que es un añadido, ideológico o estético, a la vida. Como la fe está fuera de la vida, no es Cristo quien la determina, sino que es mucho más decisivo el ser africano, o europeo, o americano. O tener tal o cual ideología. Pero continúo con la respuesta de nuestro misionero:

“Mientras va creciendo la pertenencia a una comunidad cristiana concreta, los problemas familiares se disuelven casi por su cuenta; parejas que desde hacía tiempo eran irregulares, que estaban haciendo el matrimonio por etapas o eran polígamas, han sentido el deseo de crear una familia nueva, y ahora son un ejemplo para todos; todo esto es posible sólo a través de una comunión vivida. Yo no empiezo nunca preguntando a la gente cuál es su situación matrimonial y pidiéndoles que cambien: les propongo que pertenezcan a algo fascinante, y con el tiempo la persona siente el deseo de adecuar su situación a la nueva imagen que se ha formado en ella”8.

El encuentro con Jesucristo en el presente se da hoy en la Iglesia a través de una propuesta humana fascinante. Este encuentro suscita un asombro inicial, y cuando ese asombro hace que la libertad se adhiera a lo que ha encontrado, y da lugar a un seguimiento, en el seguimiento tiene lugar ese cambio que afecta a todas las dimensiones de la vida, y que por lo tanto es germen de cultura nueva. Pero este encuentro humano es imposible de programar o controlar. Se da, donde y cuando se da, por pura gracia, como un don del Espíritu, lo que no tiene nada que ver con un espiritualismo etéreo, ya que este don resplandece en una humanidad perfectamente identificable.

Este último paso nos conduce a una cuestión decisiva para la evangelización (¡y por tanto, también para la evangelización de la cultura!), que Juan Pablo II viene subrayando sistemáticamente en sus intervenciones. Me refiero al significado y al protagonismo de los carismas. Si el signo de Cristo vivo es una humanidad verdadera, suscitada en la Iglesia por el Espíritu del Señor, los carismas son el modo como Dios cuida de la Iglesia para que ese signo no le falte, y llegue de un modo persuasivo y pedagógico al hombre.

A lo largo de la historia de la Iglesia ha sido una constante la irrupción de personalidades que han despertado en el seno de la comunidad cristiana el deseo de vivir más y mejor la fe recibida, al tiempo que suscitaban en el mundo el atractivo de la propuesta cristiana. Piénsese en lo que ha significado en la Iglesia de Oriente y Occidente el monacato, en sus múltiples formas, o la tradición benedictina en Europa Occidental, o el movimiento franciscano, o la Compañía de Jesús. La fuerza del Espíritu, que pasa a través de una o varias personas, con su temperamento y circunstancias peculiares, suscita esos dones para la renovación continua del cuerpo eclesial, que incluye como elemento decisivo un renovado y eficaz ímpetu misionero.

Si se comprende bien la naturaleza del acontecimiento cristiano, cuyo fin y cuya consecuencia es que “el hombre viva”, es decir, que cada hombre y cada mujer pueda experimentar con toda su humanidad y hasta el fondo la fuerza vivificadora del Espíritu de Cristo, y si se comprende la sacramentalidad de la Iglesia como la propone la tradición, los carismas no son algo extrínseco a la vida de la Iglesia, algo que habría que limitarse a “tolerar” y “regular”, sino el modo mismo como el acontecimiento cristiano –la Iglesia– se hace presente en la historia de los hombres, cuya autenticidad el ministerio apostólico discierne y sostiene con la medida que el Señor le ha dado para discernir todo en la vida de la Iglesia: la comunión en la fe y en la caridad. Esa comunión es a la larga condición también de fecundidad misionera para las mismas realidades institucionales nacidas de los carismas.

En la tarea urgente de una evangelización que permita a los hombres encontrar gozosamente a Cristo como clave de la vida, y como fuente por tanto de cultura, los carismas que el Señor está suscitando hoy en la Iglesia, y que a veces designamos con el nombre de “nuevos movimientos”, “nuevas comunidades”, o “nuevas realidades eclesiales”, son un don inestimable. Porque constituyen en esta hora (como lo han sido también las Órdenes y las congregaciones religiosas en los momentos de su mayor vitalidad cristiana) una especie de paradigma, que ayuda a la Iglesia a comprender mejor su naturaleza y su misión. Así lo decía el Papa en su homilía de Pentecostés de 1996, en la que lanzaba la Gran Misión para la Ciudad de Roma: “Confío en que ellos [los Movimientos], en comunión con los pastores y en unión con las iniciativas diocesanas, querrán llevar al corazón de la Iglesia su riqueza espiritual, educativa y misionera, como preciosa experiencia y propuesta de vida cristiana”9

Por eso, el itinerario ideal de una fe que genera cultura que hemos descrito es una llamada a todos, y debiera poder reconocerse en todas las realidades de la Iglesia: en la pastoral de las parroquias, en los servicios diocesanos de cualquier tipo, en la acción caritativa y social, y en la vida y la acción de los institutos de vida consagrada.


8. La cultura del hombre nuevo.

Apuntaré ahora, para terminar, algunos rasgos de la cultura del hombre renovado por el Espíritu Santo, especialmente relevantes para nuestra condición actual. Acaso pueden resultar soprendentes desde nuestra comprensión habitual del término “cultura”, pero son notas características de la cultura del hombre cuya percepción de sí mismo y de la realidad, viene decidida por la adhesión a Cristo, presente en la Iglesia. Cada una de estas notas señala un aspecto que se introduce en la trama de la vida y la fecunda allí donde está presente con verdad y sencillez el cuerpo de Cristo. Antes que ser una exigencia moral, estas notas son algo que sucede cuando sucede la pertenencia a Cristo.

a) El valor sagrado de la persona en tanto que persona.
El primer fruto de la gracia de Cristo es la conciencia de la dignidad del propio destino, de la propia vida, de la propia persona. “Ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ga 4,‑6). Y también: “En efecto, todos los que son guiados por el Espítitu de Dios, son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rm 8,14-17). La gratuidad de Dios con la propia vida hace posible la libertad, y genera, como forma de vida, la gratitud (eucharistía ). Y esa gratitud por un amor incondicional, que toca a la raíz de la existencia y al destino, permite reconocer que toda persona humana es objeto de ese mismo amor y está llamada al mismo destino. La gratitud por la redención es la fuente del reconocimiento de la dignidad de la persona humana en tanto que persona humana, no en tanto que perteneciente a una raza, a un pueblo, o a una comunidad religiosa. Por eso ha podido escribir el Santo Padre: “El profundo estupor respecto al valor y a la dignidad de la persona humana se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo”10.

Jesús demuestra en su existencia una pasión por el individuo, un impulso hacia la felicidad de cada uno, que nos lleva a considerar el valor de la persona como algo inconmensuralbe e irreductible, de modo que el problema del mundo es la felicidad del hombre concreto: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt 16, 26). Así pues, la persona más pequeña vale más que el mundo entero, goza de un valor y un derecho en sí misma que nadie puede atribuirle o quitarle. De aquí nace una cultura que afirma y defiende el valor de la persona frente a cualquier intento de dominio, frente a la pretensión de cualquier poder mundano.

b) La dependencia original de Dios.
Un uso leal de la razón conduce al hombre a reconocer que la realidad es signo del Misterio. Así lo expresaba L. Giussani en un encuentro con J.‑Guitton que tuvo lugar en la Universidad Complutense de Madrid:

El hombre se ve conducido por la realidad misma que toca a un punto en el que dice: tengo que ir más allá, pero no lo consigo, no puedo. Y sin embargo, lo que está más allá de esta orilla, aunque sea inaferrable, pertenece a la experiencia del hombre. Ese punto que falta, que enaltece el valor de los demás factores, tengo que llamarlo “misterio”, y éste es el punto en el que se advierte el sentido religioso que toda acción humana contiene11

Por otra parte, el mismo uso leal de la razón permite reconocer en el corazón del hombre un “punto de fuga” análogo al que se percibe en la realidad, y que se corresponde con él. La realidad está ahí, pero apunta siempre más allá de sí misma, al Misterio. Desde la más grande hasta la más pequeña –el rostro de una persona que uno tiene delante, las estrellas, la luz del día, un árbol, un insecto. Y el corazón del hombre está hecho para ese Misterio al que todo apunta, al que todo conduce, y que él no puede dejar de anhelar sin destruirse. En esa correspondencia entre el corazón del hombre y el Misterio consiste la irreductible realidad de la persona humana, del “yo”. Por eso, el sentido religioso constituye al hombre como hombre, y pretender marginarlo, o eliminarlo de la vida –y de la cultura, por tanto– es un crimen de lesa humanidad. Es la peor violencia que se puede hacer al hombre, y la fuente de todas las demás.

La relación del hombre con el Misterio es dramática. Porque, por una parte, el hombre lo anhela inevitablemente, y ha de reconocer su dependencia con respecto a él. Ese reconocimiento es el reconocimiento de una inmediatez –todo, absolutamente todo, dentro y fuera del hombre, remite a él como origen y como plenitud–, y a la vez, de una distancia infinita: siempre está más allá de lo que se puede aferrar, no se puede dominar ni manejar, no se puede disponer de él. Sólo se puede acoger como don, si el Misterio se diera. En este drama, además, se inserta otro factor: una herida de la libertad y la razón que hay en el hombre desde el comienzo de la historia, y que se llama “pecado”. Por el pecado, el hombre se afirma a sí mismo frente al Misterio, y se instala en la mentira, que le destruye. En virtud del pecado, al hombre le resulta extraordinariamente difícil vivir adecuadamente su relación con el Misterio. O lo relega fuera de las realidades de la vida, o lo percibe como un adversario ante el que siente pavor y angustia, o se hace la ilusión de que lo domina con sus pensamientos y sus imágenes, con sus obras y sus “prácticas”.

Pero el Misterio se ha dado al hombre, se ha revelado a sí mismo, no ha dejado al hombre sólo en su dificultad. En la historia del pueblo de Israel, Dios ha ido educando al hombre a vivir la relación con el Misterio de forma más adecuada, revelándose como fidelidad y misericordia incondicionales, y preparándole a recibir el don pleno de sí mismo que Dios ha hecho a los hombres en su Hijo Jesucristo y en el don del Espíritu Santo.

Jesús –sin suprimir o dejar de tener en cuenta ningún aspecto del drama humano (¡Dios mío, ahí está la cruz!), y sin reducir en nada la incondicionalidad del Misterio ( es más Misterio desde Cristo que como lo imaginaban los hombres)– permite al hombre vivir la relación con Dios de un modo absolutamente nuevo, justo verdadero. En primer lugar, Jesús, en su relación con todas las personas, pone de manifiesto que existe en el hombre una realidad irreductible, que no se deriva del análisis fenomenológico de los factores que uno puede reconocer en su existencia (por ejemplo, su cuerpo, su necesidad de comer, sus conocimientos, su temperamento, su historia familiar o personal), sino que está en relación directa y exclusiva con Dios. Es una relación misteriosamente personal que no está condicionada a una clase social, a un status , ni siquiera “religioso” o “sacerdotal, o a una categoría intelectual, a “los sabios y entendidos” (Mt 11,‑25). Esa relación constituye al hombre como hombre, llega hasta el ser humano más pequeño: “Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rosotro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18, 10).

Por otra parte, quien entra en relación con Jesús puede vivirlo todo con la conciencia de una dependencia radical de Dios, porque no hay nada en la vida que no tenga que ver con él: “¿No se venden dos pajarillos por una pequña moneda? Pues bien, ni uno de ellos cae a tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados” (Mt 10, 30). Pero esa dependencia no produce terror, ni es obstáculo a la realización del hombre, sino la fuente de su libertad. En Jesucristo, el Misterio innombrable se ha revelado Amor infinito, como una comunión personal de amor que desborda fuera de sí en la creación y en la redención del hombre. La experiencia más próxima que los hombres podemos tener de una realidad así es la familia. Por eso, quien encuentra a Cristo es introducido en una relación “familiar” con Dios: es hijo con el Hijo, y puede dirigirse al Padre –puede vivirlo todo– con la confianza de un hijo. La invitación de Mt 6, 25-34, a vivir con la despreocupación respecto a las cosas de la vida con que viven las aves del cielo o las flores silvestres, y a buscar sólo “el Reino de Dios y su justicia” es una invitación a esa libertad confiada de los hijos, en cualquier circunstancia. “Porque si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13).

Por eso, la cultura que nace del seguimiento de Cristo tiene como factor determinante la religiosidad en cada gesto humano, es decir, el reconocimiento de que toda la realidad es signo del Misterio de Dios, y de su designio de amor para el hombre, que se ha revelado plenamente en la humanidad de Jesús, el Verbo de Dios hecho carne.

c) La razón como apertura.
La razón es el instrumento mediante el cual el hombre toma conciencia de la realidad. Y, por paradójico que parezca, a la Iglesia le corresponde hoy la tarea de defender y sostener la razón, en todo su alcance, teniendo en cuenta todos su factores. Ya en la antigüedad el hecho cristiano no quiso ser comprendido –no podía serlo– como una religión más en el mercado multicolor de las religiones del mundo helenístico, y así se presentó como “filosofía”, esto es, como un hecho dirigido a la razón del hombre, y que daba respuesta a su búsqueda.

La cultura que podemos seguir llamando “moderna” se ha presentado a sí misma en la historia como la cultura de “la razón”, y precisamente concebida como algo que se opone a la “fe”. En la parábola de la modernidad, sin embargo, la razón ha terminado por ser vilipendiada, según un proceso que ha sido ya descrito como inevitable, dadas las premisas de que se partía: una concepción de la razón, no como apertura a la realidad, que es siempre más grande, y siempre puede sorprender, sino como medida de todas las cosas. Así la cultura brota de la ideología, de un esquema que descarta a priori estos o aquellos factores, y provoca forzosamente violencia. En nuestra cultura –fuera de las formalidades de la cultura oficial–, ya no es la razón lo que rige la vida, sino la voluntad de poder. De la razón permanece culturalmente reconocido sólo un aspecto ínfimo, que es una caricatura de la razón humana: la razón reducida a razón instrumental, a razón procedimental, esto es, a método para manipular y dominar la realidad.

La fe en Jesucristo tiene una relación intrínseca con la razón del hombre. Porque el acto de fe exige que el hombre ponga en juego hasta el fondo su razón, y porque, como he dicho más arriba, el encuentro con Jesucristo ensancha y hace crecer la razón. Cuando Jesús se presenta a sus contemporáneos no requiere de ellos condiciones especiales de instrucción, sagacidad o especulación; tan sólo reclama apertura y sencillez: una disposición de ánimo que no interponga nada entre la mirada del hombre y lo que se presenta ante él, que esté abierta a reconocer la verdad de lo que tiene delante incluso cuando desafía sus prejuicios o desborda sus esquemas anteriores. Por eso la adhesión de los apóstoles a Cristo es plenamente razonable. Continuamente se veían abocados a decir: “aunque no entendemos del todo, aunque nos descoloca en nuestras viejas seguridades, si no creemos a este hombre, no podremos ya creer en lo que vemos”. Aun no entendiendo todo, y aun reclamando al hombre a una disponibilidad absoluta (precisamente por ello el “sí” a Cristo requiere un ejercicio hasta el fondo de la razón), la verdad encontrada en Jesucristo es de tal manera decisiva para que la vida tenga sentido que un día en que a los discípulos se les hizo especialmente difícil comprender lo que oían, y el Señor les preguntó si querían dejarle, Pedro respondió: “Señor, ¿y a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).

Frente a la razón constituida en medida previa de todas las cosas, la cultura definida por el acontecimiento cristiano abraza continuamente la realidad tal como es, sin censuras previas, partiendo siempre de una hipótesis positiva: porque toda la realidad es signo del Misterio bueno de Dios y cualquier circunstancia es ocasión para que se manifieste.

d) La libertad como adhesión.
La libertad es el mayor misterio de la existencia humana porque evidencia su participación en el Misterio de Dios. “La libertad es el escándalo de la creación”, escribía G. Bernanos12. Hoy puede decirse que el testimonio más evidente de la historia de nuestro siglo es precisamente que el deterioro o el abandono de la tradición cristiana llevan consigo una terrible disminución de la libertad. Y no sólo por la emergencia de regímenes totalitarios, que jamás habrían tenido el poder que han tenido sin la complicidad de millones de personas, sino sobre todo porque el hombre le tiene miedo a la libertad, y al riesgo que entraña. La palabra “libertad” llena una buena parte del discurso cultural de nuestro tiempo (o más bien, se habla de “libertades”, lo que supone ya un terrible recorte, y conlleva la imagen de algo que los hombres pueden mercadear, y a veces, que es una especie de concesión benévola del Estado). Pero el hombre contemporáneo ha perdido en gran medida el gusto por la libertad: no sabe qué hacer con ella.

Y, sin embargo, la libertad es el sello de la grandeza del hombre, la definición más adecuada de la dignidad de su ser. Pero la libertad no indica, ante todo, una indeterminación: que el hombre puede elegir indefinidamente, sin estar determinado por nada, sin comprometerse con nada. Se ha dado con respecto a la libertad en nuestra cultura un proceso análogo y paralelo al que hemos visto darse con respecto a la razón. Porque ese pobre concepto de libertad que la identifica con la indeterminación, con la no pertenencia a nada, y que la desvincula de la verdad y de la razón, termina por hacer al hombre esclavo, de su propia instintividad, y del Poder.

La libertad significa que el hombre tiene la capacidad de adherirse a la realidad cuya verdad percibe, no constreñido por ninguna violencia humana, sino sólo por el “esplendor de la verdad” que la razón reconoce. La libertad significa, en el fondo, que su caminar en la vida consiste en secundar el designio de Dios sobre ella, en decir sí a la iniciativa de Dios, para que así se cumpla la plenitud que espera su corazón. Por ello, la libertad religiosa es la fuente de todas las demás libertades, y el termómetro exacto del reconocimiento de la dignidad del hombre en una sociedad determinda.

“Para ser libres nos ha liberado Cristo” (Gl 5, 1). En Cristo, el Misterio se ha acercado y manifestado al hombre, se ha dado al hombre. “Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31). La verdad definitiva y total sobre el hombre se ha manifestado en Cristo, de manera que el hombre puede en Cristo adherirse al Misterio y ser libre de un modo jamás imaginado antes, y jamás realizado después, fuera de Cristo. La libertad que Jesucristo revela y hace realmente posible para el hombre es adhesión al Ser, que coincide con la satisfacción del deseo constitutivo del corazón del hombre. Por eso, la mirada que nace del encuentro con Cristo reconoce que la libertad es la definición misma de la persona. La libertad como definición de la persona es un rasgo inequívocamente cristiano en la historia. Donde cuaja la experiencia cristiana, donde la Iglesia vive su pertenencia a Cristo como la condición de la verdad de su humanidad, crece, no sólo el respeto, sino el aprecio por la libertad, y por la libertad de todos. Una “cultura de la verdad y del amor” es sólo posible como cultura de la libertad. Como una cultura en la que los hombres, libres porque no determinados por instancia alguna de poder, libres porque pertenecientes sólo a Dios, cuyo amor y cuyo designio bueno conocen, pueden darse plenamente a sí mismos, y amar todas las criaturas de Dios como Dios las ama.

e) El don de sí, como norma suprema del obrar.
Jesús de Nazaret ha revelado el rostro del Misterio de Dios como Padre. En Jesús, el Misterio de Dios se ha vuelto presencia y compañía perenne para los hombres de todos los tiempos: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,  20). Esta es la afirmación suprema del amor del Creador, un amor cuya única traducción posible es la palabra misericordia: Dios, por encima de cualquier debilidad, olvido, error o maldad del hombre, le ama.

El don gratuito y desbordante de Sí define a Dios, al Creador, y define al Dios hecho hombre, que se ha entregado y ha muerto por cada hombre. De aquí arranca el significado de la caridad, que es la forma cristiana de toda relación humana. En la caridad el otro es amado porque existe, por su Destino manifestado en Cristo: “Amaos unos a otros, como Yo os he amado” (Jn 13, 34).

Por lo tanto el hombre cristiano tiene como ideal, como norma suprema de su acción el don de sí mismo. La “cáritas”, la gratuidad y el libre don de sí son la realización plena del ser del hombre, imagen de Dios. De todo hombre, en cualquier estado de vida, en cualquier circunstancia. Y esa realización es hecha posible por la experiencia vivida de la caridad divina, de la misericordia hecha carne en el encuentro con Cristo. Por eso podemos decir que la caridad es el signo supremo de la plenitud de la vida, y a la vez el sello inequívoco de una realidad cristiana: “En eso conocerán todos que sois discípulos míos, en que os amáis los unos a los otros” (Jn 13, 35). Ese “amor” no es un sentimentalismo, sino un juicio sobre la dignidad y el destino del otro, un reconocimiento del Misterio en él.

Así, la caridad es siempre matriz de una cultura nueva. El hombre que pertenece a Cristo en la forma histórica en la que él se hace presente hoy por la fuerza del Espíritu, es un factor de cambio permanente de la realidad. De un cambio que humaniza la vida. Ese cambio podrá tener la figura espléndida de obras que asombran al mundo (como las casas de Madre Teresa y los hospitales de San Juan de Dios, como los Monasterios benedictinos o la pintura de Giotto), o tal vez las circunstancias no permitan que resplandezca más allá de la propia familia o el círculo de los más cercanos. Pero es siempre la caridad la que hace que el mundo sea humano, que corresponda al deseo. Así la caridad (el testimonio del cambio que produce la fe) sirve a la civilización como ninguna otra cosa, porque sin caridad la civilización, incluso cuando se ve impulsada por un intenso progreso técnico, se ve abocada a la confusión y la violencia.

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Quisiera terminar con una cita, de un poeta cristiano del siglo IV que vivió en Oriente, en la Alta Mesopotamia, en la frontera con lo que entonces era Persia. Y con esa cita continuar la conversación con Laura, y con todos aquellos que le buscan. En la preciosa Homilía sobre Nuestro Señor, centrada en el episodio de la pecadora perdonada del Evangelio (Lc 7, 36-48), S. Efrén de Nisibe escribía: “Todo el motivo por el que [Nuestro Señor] había descendido de aquella altura a la que el hombre no alcanza, es para que llegasen a él pequeños publicanos como Zaqueo; y toda la razón por la que aquella Naturaleza que no puede ser aprehendida por nuestras manos se había revestido de un cuerpo, es para que pudiesen besar sus pies todos los labios, como hizo la pecadora13. Todo el motivo del hecho más grande de la historia, que le da sentido y la salva como verdadera historia, es que el hombre viva. Porque Dios se ha hecho “tangible” en su Hijo, porque Dios ha abierto en Jesucristo un camino humano para “tocar” el Misterio, una cultura plenamente humana ya no será nunca una utopía. Porque aquél que la hace posible habita en medio de nosotros.


NOTAS

1. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-IIae, q. 179, art. 1.

2. Cf. T. S. Eliot, Collected Poems 1909-1962, Faber and Faber: London, 1974, 178 (versión española en Poesías Reunidas 1909/1962, Alianza: Madrid, 1978, 182-183). La comprensión de ese proceso, llamado a veces “proceso de secularización”, ha ido creciendo a lo largo de nuestro siglo, a medida que la modernidad ponía más claramente de manifiesto su lado más inhumano (sobre todo en las culturas totalitarias de los regímenes fascistas o marxistas), y la incapacidad de su propuesta, supuestamente “racional”, o “científica, o “progresista” para ofrecer un significado humano a la vida y una razón adecuada para un trabajo cultural verdaderamente humano. De las muchas aproximaciones que se han hecho a este tema, me permito recomendar el excelente artículo sintético de F. Botturi, “Le tappe della secularizzazione”, en La Chiesa del Concilio. Studi e Contributi, Istra-Edit: Milano, 1985, 153-164. Desde una perspectiva teológica son fundamentales todavía hoy las obras de H. de Lubac, sobre todo Le mystère du surnaturel, Aubier: Paris, 1965 (versión española: El misterio del sobrenatural, Encuentro: Madrid, 1991), y Le drame de l’humanisme athée (7a edición revisada y ampliada), Du Cerf: Paris, 1983. De esta edición existe una versión inglesa, The Drama of Atheist Humanism, Ignatius: San Francico, 1995. En cambio, la versión española está basada sobre la segunda edición francesa: El drama del humanismo ateo, Epesa: Madrid, 1967. Algunas de las intuiciones claves de De Lubac han sido recogidas por el magisterio del Concilio y de los Papas, especialmente por el de Juan Pablo II. Desde un punto de vista filosófico, cf. A. MacIntyre, After Virtue (2d ed.), University of Notre Dame: Notre Dame, Indiana, 1982 (versión espñola: Tras la virtud, Crítica: Barcelona, 1987); y Three Rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genealogy and Tradition, University of Notre Dame: Notre Dame, Indiana, 1990 (versión española: Tres versiones rivales de la ética. Enciclopedia, Genealogía y Tradición, Rialp: Madrid, 1992). Una visión extraordinariamente sugerente y lúcida del problema, e inmediatamente utilizable en el trabajo con personas no especialistas en filosofía o en teología, son las obras de L. Giussani, La coscienza religiosa nell’uomo moderno, Jaca Book: Milano, 1985 (versión española, La conciencia religiosa del hombre moderno, Encuentro: Madrid, 1986); y Alla ricerca del volto umano, Rizzoli: Milano, 1995 (versión española, El rostro del hombre, Encuentro: Madrid, 1996).

3. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual “Gaudium et spes”, n. 19.

4. T. S. Eliot, loc. cit. Cf. supra, nota 2.

5. Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris missio, n. 23

6. Cf. Especialmente Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, n. 41.

7. J. Zverina, “Carta abierta a los cristianos de Occidente”, en L’esperienza della Chiesa, Jaca Book: Milano, 1971, 177-78.

8. P. Pietro Tiboni, “Los falsos dilemas de Africa”, en 30 Días , nº 78 (1994), 26-31.

9. Juan Pablo II, Homilía del 25 de mayo de 1996.

10. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 10.

11. L. Giussani, Encuentro con J. Guitton (texto transcrito, mecanografiado y no publicado de las respuestas de J. Guitton y L. Giussani a las preguntas formuladas en el encuentro con los universitarios celebrado el 25 de mayo de 1995 en el salón de actos de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid).

12. “El escándalo del universo no es el sufrimiento, sino la libertad. Dios ha hecho libre a su creación, ése es el escándalo de los escándalos, porque todos los demás escándalos proceden de él”. Cf. G. Bernanos, “Nos amis les saints”, en La liberté pour quoi faire? Gallimard: Paris, 1972, 224.

13. S. Efrén de Nisibe, Sermo de Domino Nostro, XLVIII, cf. E. Beck (ed.), Des heiligen Ephräm des Syrers Sermo de Domino Nostro (CSCO 270), Louvain, 1966, p.46 (texto original); (CSCO 271), Louvain, 1966, p.46 (versión).

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