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Solemnidad de la Ascensión

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 04/05/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 94 p. 281



Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,
saludo también a todos aquellos enfermos, personas mayores,
o aquellos que, por un deseo de una mayor comunión, se unen a través de las cámaras de Localia a esta Eucaristía,

La fiesta de hoy, como todas las fiestas del Señor, es una de esas fiestas que están cargadas de sentido, y un sentido siempre bello, que es siempre un motivo de acción de gracias.

La Ascensión del Señor está vinculada doblemente al hecho de la Encarnación. En primer lugar, porque la Encarnación del Hijo de Dios no fue un revestirse de un cuerpo tal y como hace un actor de teatro, por ejemplo, que se pone un traje determinado para la representación de una obra. En la vida del actor no sucede nada, simplemente se disfraza, y actúa como si fuera. El Hijo de Dios, cuando se encarna, se hace verdaderamente hombre, asume nuestra condición humana. Es cierto que hay cuatro adverbios en los que el Concilio trató de expresar el misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre sin mezcla, sin confusión, sin división y sin separación. Aplicar estos adverbios al misterio de la Encarnación es expresar, sencillamente, lo incomparable del modo en el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, la unidad inefable de la divinidad y de la humanidad en su Persona. Unidad para la que no tenemos analogía en la experiencia humana: la menos lejana sería la unidad entre los esposos. Pero incluso ésa es terriblemente pobre para expresar esa realidad de la unión hipostática de lo divino y lo humano en la Persona de Cristo, que no deja de ser Dios y que, sin embargo, se hace plenamente, verdaderamente, absolutamente hombre, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado.

Subrayo este aspecto de la Encarnación porque me parece muy importante. Porque cosas como la reencarnación, o ese disfrazarse de la naturaleza humana, no podría haber sido imaginado en la cultura judía, cosa que era impensable, pero quizá sí en las culturas del entorno, más o menos lejanas, como en el mundo de la India, o en el mundo Persa, no tan lejano del mundo judío a través de las caravanas de la seda y de las especias. Y sin embargo no. La Encarnación de Jesucristo es tan absolutamente seria que tiene lugar de una vez para siempre, es irrepetible, y Dios se da a Sí mismo por entero a nosotros en esa humanación de su Hijo.

Además, aunque lo comprendemos a posteriori, lo contrario no sería propio de Dios, el que Dios se nos diera a trocitos (que es el modo en el que nos damos nosotros, a trocitos, porque somos limitados). Cuando Dios dice “te quiero” no hay distancia entre la palabra y el hecho, no hay distancia entre su Palabra y la verdad de la donación de su Ser. Todo Él se nos da por entero en el don de su Hijo. En la muerte de su Hijo, el Amor infinito de Dios ha sido dado a la Historia humana. Y ha sido dado a cada uno de los que componemos esa Historia, aunque seamos millones y millones, sin que en ninguno de nosotros disminuya la infinitud de ese Amor.

Pero eso significa también que la Encarnación tenía un fin. Cristo, desde el momento de su Resurrección, ha triunfado sobre la muerte, ya no pertenece propiamente a este mundo. O, como decían algunos de los Padres de la Iglesia, se ha unido a este mundo y lo ha tomado Consigo para introducirlo en el mundo de lo divino. El mundo de la experiencia humana, que se había separado de Dios, ha sido reintroducido en el Cielo por la muerte y la Resurrección de Cristo. Y, por tanto, ese retorno al Cielo del Hijo de Dios significa, por una parte, la seriedad de la Encarnación. Jesús no podía quedarse permanentemente con nosotros como un verdadero hombre: no sería un verdadero hombre si se hubiera quedado físicamente, temporalmente, con su cuerpo físico, permanentemente entre nosotros. Y tampoco sería verdaderamente Dios, porque no expresaría la unidad entre Persona y acción que se dan en Dios y que no se dan en nuestra condición humana.

Sin embargo, en la Ascensión, Cristo nos ha introducido allí. Ha introducido la condición humana, nuestra naturaleza humana. Su humanidad es la Cabeza de un Pueblo, la Cabeza de un Cuerpo nuevo que ha sido constituido en la tierra por el don del Espíritu Santo.

Y de aquí sale el segundo pensamiento. Acabamos de escuchar, en el final del Evangelio de San Mateo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. No del modo en el que estaba junto al pozo de Siquem, cuando se encontró a la samaritana, o como cuando estaba en Jericó y se encontró a Zaqueo subido al sicómoro, pero está en nosotros no de un modo menos real, permanece con nosotros mediante el don de su Espíritu, en los sacramentos de la Iglesia. En la comunión de la Iglesia, a quien lo acoge con un corazón sencillo, la presencia del Espíritu nos prueba una y otra vez la presencia y la capacidad de recrearnos por dentro que tiene Cristo y la redención del Cristo.

Y, en ese sentido, al mismo tiempo, es estrictamente histórica (sucedió de una vez para siempre) y estrictamente contemporánea, en cuanto que nos llega y se nos da a cada uno de nosotros.

Y se nos da como compañía. “Yo estoy con vosotros todos los días”. Los días buenos, los malos, los regulares y los mediocres; aquellos en los que resplandece la esperanza y el sol, y aquellos nublados, en los que las cañadas de la vida los hacen más oscuros o nebulosos, o más confusos. Hasta en el momento de la muerte, Cristo no nos abandona, está a nuestro lado. Más que a nuestro lado, está con nosotros, está en nosotros.

Pero al mismo tiempo, la Ascensión de Cristo y esa unión con nuestra condición humana nos desvela cuál es nuestra verdadera Patria, cuál es nuestro verdadero hogar. Nos desvela que aquí estamos de camino, que aquí somos peregrinos. Nos desvela que nuestra vida no nos ha sido dada simplemente para aquellas cosas que somos capaces de realizar aquí (y que, normalmente, el paso del tiempo, el decaimiento de la vida y de la salud, nos obliga a todos a abandonar).

Los cristianos antiguos usaban un precioso salmo para referirse a la Ascensión de Cristo: “subiste a lo alto llevando cautivos”. Es como si Cristo hubiera venido a nuestra cautividad y nos hubiera arrancado a todos, cautivos de la muerte, y nos hubiera llevado Consigo al Cielo. La Ascensión de Cristo nos abre, nos muestra el horizonte permanente de nuestro ser, de nuestra vocación. La meta, el Destino, la finalidad de ese don que hemos recibido, que es el don de la vida. Esa finalidad es sólo participar de la vida divina. Esa finalidad es ser introducidos en esa comunión de amor (Padre, Hijo y Espíritu Santo) de la que nos será dado, por la misericordia de Cristo, gozar y vivir para siempre. Y no de una manera anticipatoria, misteriosa, sacramental, como nos es dado en el banquete de la Eucaristía, que anticipa de algún modo el banquete del Reino de los Cielos, sino cara a cara. Con nuestra carne resucitada, con nuestras relaciones humanas recuperadas, con todo lo que constituye nuestra humanidad, sin que nada se pierda, porque esa humanidad ha sido ella misma abrazada y rescatada por Cristo redentor.

Apenas se asoma uno al misterio de Cristo, uno tiene la impotencia de las palabras para expresarlo, la impotencia de nuestras energías para vivirlo. Casi lo único que se le ocurre a uno es decir: “¡Ven, Espíritu Santo! Permítenos experimentar esa Presencia de Cristo, esa fuerza salvadora de Cristo, que haga posible que vivamos en la alegría y en la acción de gracias todos los días de nuestra vida, hasta lleguemos a aquél lugar donde Él será todo en todas las cosas, donde el banquete estará siempre preparado y Dios mismo se ponga a servirnos la mesa”. Que así sea para todos los hombres.

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