Seminario Mayor San Cecilio
Fecha: 12/05/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 94 p. 290
Hoy damos gracias a Dios por nuestro sacerdocio. Yo creo que eso es lo primero que tenemos que hacer. Y es una bendición, casi a final de curso, poder agradecer al Señor este precioso ministerio que realmente constituye un privilegio.
Alguien me decía no hace mucho, “¡puedo celebrar la Eucaristía, y es un don tan grande!” Efectivamente, qué valor que supone, aunque hubiera sido sólo una vez en la vida, el haber podido celebrar la Eucaristía, o el haber podido perdonar a alguien sus pecados y devolverle la paz y la alegría de saberse hijo de Dios; aunque hubiera sido sólo una vez en la vida, el haber acogido a alguien en la Iglesia, o acompañar a salvar a un matrimonio, o a que su amor sea un signo más expresivo del amor de Dios por nosotros…
Todo eso, más que algo que hacemos nosotros por el Señor, es algo que el Señor hace por nosotros. Nuestra vida moral está siempre precedida por la gracia, es suscitada por la gracia, por el regalo que esponja el corazón y que a uno le da el deseo de vivir más para el Señor, de agradecerle más al Señor, de vivir más contento por lo que el Señor nos da.
Yo creo que ése es el sentimiento primero que hay que pedirle al Señor que inunde nuestros corazones esta mañana. Gracias por nuestro ministerio sacerdotal. Yo, en nombre del Señor, y en mi pobreza, se las doy especialmente a quienes hoy celebran los cincuenta años de sacerdocio (que se dice pronto, pero que es casi toda una vida). Yo siento una alegría especial, y no me quiero privar de decirlo, por el hecho de que ahora Alfonso esté tocando el armonio en esta Eucaristía, en esta celebración familiar. Y también por los dos que celebran los veinticinco años.
Para cada uno de nosotros (con la excusa de la fiesta de San Juan de Ávila) es una ocasión de pensar que, si nadie es digno de ser cristiano, mucho menos de ser sacerdote. ¡Si la desproporción que hay entre nuestras capacidades (incluso las del más capaz o el más valioso de entre nosotros) y el hecho de ser hijos de Dios es infinita! Uno sólo puede proclamarse cristiano con una gratitud que la vida entera sería demasiado corta para expresar. ¡Cuánto más el que nuestra propia humanidad, con sus límites, pero también son su riqueza expresiva, haya sido asumida por el Señor para hacer de nosotros una Presencia viva suya! Es algo que, cuando uno lo piensa, le sobrecoge. “¿Quién soy yo para que Te hayas podido fijar en mí para darme este poder que sobrepasa infinitamente cualquier capacidad humana?” Un solo perdón de los pecados, una sola celebración de la Eucaristía, un solo gesto de paternidad sacerdotal en el que pueda resplandecer el amor de Cristo sobrepasa infinitamente las posibilidades de cualquiera de nosotros.
Por eso, nuestras distancias o nuestras diferencias son como las de los dos siervos del Evangelio: aquél al que le habían perdonado diez mil talentos y luego se ofendía porque no le daban unos pocos denarios que un compañero suyo le debía. Comparado con la misericordia que el Señor ha tenido con nosotros, todo lo que pudieran ser diferencias entre nosotros no pasan de ser realmente minucias, porque es incomparablemente más grande el don que hemos recibido.
Y por eso damos gracias por él. Yo Le pido al Señor cada día el poder darlas. Y Se las doy con mucho gusto, porque pienso que mi vida, de una manera absolutamente inmerecida, está llena de dones del Señor. Pero Le pido poder dárselas con más conciencia de lo que estoy haciendo, de lo que estoy viviendo, de para qué se me ha dado lo que se me ha dado.
Ahí es donde hago también una súplica. La hago para mí, y os invito a que la podamos hacer, justo porque el momento en que vivimos es un momento delicado para la vida de la Iglesia. Estamos en el contexto de una cultura muy seriamente paganizada. En muchos casos todavía con una serie de barniz, o de vocabulario, o de cosas que recuerdan a la tradición cristiana, pero que ya significan otras cosas, que tienen poco que ver con la historia de nuestra experiencia de Dios. Y, sin embargo, hasta en su misma desazón y en su misma ansiosa búsqueda de la felicidad proclama que tiene necesidad de Dios y de Jesucristo.
En un momento así, yo Le pido al Señor que nos dé sabiduría. Esa es la referencia que quería hacer a la Primera Lectura. Necesitamos sabiduría. La necesitamos para que en nuestra pastoral, en nuestro trabajo (cada uno el que sabemos hacer, el que podemos hacer, el que vemos como más adecuado), sea el que sea, los hombres puedan reconocer algo del amor de Cristo por ellos. Que las personas puedan reconocer que son amadas por Cristo, que son tratadas con respeto, con afecto, que son acogidas cariñosamente en la Iglesia. Aunque les tengamos que decir que no a cosas, o les tengamos que corregir en determinados aspectos. Pero que, cuando se encuentren con nosotros, puedan encontrar algo de lo que reconocieron los pecadores que se encontraron con Jesús.
Esa es la sabiduría que me parece que necesitamos. ¿Cómo hacer eso, por ejemplo, en medio del lío de las comuniones en las parroquias, o en las tensiones entre las distintas cofradías de una misma parroquia, o en las distintas circunstancias que se dan en cada parroquia? Esa es nuestra súplica.
Yo recuerdo siempre aquel pasaje del Concilio que decía que el ateísmo no es una experiencia primaria ni espontánea en el ser humano (no recuerdo si es la Gaudium et Spes 18 ó 19), sino que hay que buscarle las raíces. Y entre esas raíces no hay que descontar nunca la responsabilidad que podemos tener los cristianos de haber velado, en lugar desvelar, el rostro de Dios.
Al pedir sabiduría, lo que pedimos es justamente esto: “Señor, que nuestras vidas (tengamos el ministerio que tengamos, empleemos nuestros días en lo que los empleemos) puedan ser una expresión sencilla, transparente, lúcida, ciertamente consciente y libre, de tu amor redentor por nosotros”.
A pesar de todas las apariencias, el mundo necesita ese amor más que nada. Lo necesita como el aire para respirar. Y a nuestra pobreza se nos ha confiado el tesoro de ese oxígeno, de esa vida que esponja el corazón y la vida de las personas. Que quien se acerque a nosotros pueda ser esponjado de esa manera, porque se ha sentido objeto de un amor que no está en nuestra capacidad, sino que expresa algo del amor que nosotros mismos recibimos.
O, con las palabras de San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios, “consolar con el consuelo mismo con el que nosotros somos consolados por Dios”. Esa sería la súplica. Y si la hacemos juntos con fe, el Señor no dejará de escucharnos y de producir frutos al treinta o al sesenta o al ciento por uno. Seguro que lo hace.