Santa Iglesia Catedral de Granada.
Fecha: 18/05/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 94 p. 294
Con el Domingo de la Santísima Trinidad, la Iglesia hace algo que nosotros hacemos muchas veces cuando oramos, y es terminar el año litúrgico con una especie de “Gloria al Padre”. Ese es su significado. Primero hemos celebrado los misterios de la Navidad, el nacimiento de Dios. Después, el fruto de que el Hijo de Dios se hiciera hombre, en la Pasión, en la muerte y en la Resurrección. Y, por último, el fruto grande de todo ese don que el Hijo de Dios ha hecho de su vida para nosotros en el regalo magnífico del Espíritu Santo. Y ahora, la Iglesia entera dice: “Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo”, que son Quienes nos ha redimido.
Cuando se habla de la Trinidad, estamos tan acostumbrados a que lo que más se subrayara era el hecho de que era un misterio, que, incluso a veces, en el lenguaje vulgar, cuando se quiere decir que algo es muy difícil de entender, se dice: “eso es como el misterio de la Santísima Trinidad”, es decir, incomprensible. Y eso hace que nos desentendamos. Si no se puede entender, mejor es no pensar en ello.
Y es no es así. Porque cuando la Iglesia dice misterio, no quiere decir una cosa oscura o difícil. Dice una cosa luminosa y bella, aunque inabarcable. De la misma manera que nuestro propio corazón, para cada uno de nosotros, es un misterio; o que la amistad o el amor humano son un misterio. Pero el que sean un misterio no quiere decir que no sean bellos. También pueden no ser bellos. También puede nuestro corazón ser un abismo de miseria. Pero eso no es lo más importante. Lo más importante es nuestra capacidad de amar. Pero esa capacidad de amar nunca es como un mecano, o como un aparato construido por un ingeniero, que el ingeniero conoce perfectamente. No. Nuestra propia vida, y nuestras relaciones, son misteriosas, en el mismo sentido en el que Dios es misterioso. El amor entre un hombre y una mujer es extraordinariamente misterioso, en el mismo sentido en el que Dios es misterioso. Y uno nunca llega a conocerse a sí mismo, o a conocer a la otra persona, como un ingeniero conoce la máquina que ha construido. Nunca. Y nunca el amor a las otras personas, el afecto, es algo que uno pueda dominar. Y la prueba de que eso es así es que, cuando lo pretendemos, o cuando alguien lo pretende sobre nosotros (que es cuando experimentamos mejor muchas cosas de la vida), nos rebelamos interiormente. Y nos rebelamos porque no estamos hechos para ser dominados, manipulados.
Es verdad que la Trinidad es un misterio, pero es un misterio de luz. Y un misterio de luz que ilumina todo en nuestra vida, cosas muy importantes. Por tanto, no hay que olvidarse de la Trinidad, porque si nos olvidamos de ella, terminaremos pensando en una idea de Dios abstracta, que es incapaz de sostener la vida, de servir de meta para nuestras obras, para nuestros deseos y nuestros afectos; incapaz de sostenernos en una vida bella por la que merezca la pena dar gracias.
Y para explicar esto os voy a contar una pequeña historia. Desde que el hombre existe sobre la tierra, desde que destella en el ser humano el más mínimo brote de razón, el ser humano ha estado abierto a lo divino, a lo sagrado, a lo misterioso. El más mínimo destello de razón (que es un salto cualitativo con respecto al animal) hace posible que el hombre pueda prometer, cosa que un animal no hace, y guardar una promesa, o romperla. Hace que el ser humano se sienta culpable, cosa que un animal no hace. Y que el ser humano se interrogue, reaccione ante la muerte, o ante el riesgo de la muerte, de una forma que no reacciona ningún animal. En los restos más antiguos que llegan hasta nosotros hay prácticas rituales sobre la muerte que muestran que el hombre tiene una conciencia de lo sagrado, de algo especial, misterioso, a lo que quizá no sabe dar nombre.
Los hombres fueron identificando ese sagrado con ciertas criaturas que se imponían por su poder, o porque eran extremadamente peligrosas, o llenas de dones para la vida del hombre. Por ejemplo, en los países de lenguas semíticas era frecuente que el toro fuese un animal sagrado, porque era el símbolo de la fecundidad y, al mismo tiempo, de la fuerza, del poder. Y, aunque adorasen imágenes de esos animales sagrados, no es que la gente pensase que el toro era Dios. El toro era el símbolo de algo más grande. Cuando los israelitas en el Desierto del Sinaí se hicieron un becerro de oro, no era porque pensasen que el becerro era Dios. Ellos sabían que era de oro, y el oro lo habían puesto ellos. El becerro era como una imagen, y el ser humano tiende siempre a apoderarse, o a querer apoderarse, de Dios. Y eso es más fácil si de lo que nos apoderamos es de imágenes hechas por nosotros.
Cuando la razón da un paso mayor en la Historia de los hombres, los hombres se empiezan a dar cuenta de que Dios tiene que ser alguien que sea capaz de explicar todas las cosas, y por lo tanto no puede haber muchos dioses. Dios tiene que ser un primer principio que explique realmente todo. Eso surge al principio de lo que llamamos la filosofía griega (que lo mal llamamos filosofía; es la teología griega). Además, los griegos, en su contacto con los persas, y con los fenicios, se dieron cuenta de que había más religiones, y dijeron: “Estos son dioses por costumbre, y hay que buscar quién es el Dios por naturaleza. Y el Dios por naturaleza será el que podrá explicar de dónde vienen todas las cosas. Es decir, el primer principio de todas las cosas”. De modo que se llegó a la conclusión (y se llegó a la conclusión en muchos sitios a la vez) de que Dios sólo podía ser uno, porque si había dos, había que preguntarse de dónde nace esa dualidad y, por lo tanto, el primer principio estaría más atrás.
Esa matemática funciona para explicar por qué hay cosechas, por qué hay estrellas, por qué existe el mundo físico. Pero hay algo que el que el primer principio tenga que ser uno deja sin explicar. Y lo que deja sin explicar es el amor humano. Deja sin explicar la paternidad, o la maternidad. Y deja sin explicar el amor esponsal. Sirve para explicar cómo nace el mundo físico, pero no sirve para explicar el amor. Pero los seres humanos no se dieron cuenta de eso. De hecho, ni siquiera los primeros cristianos. Ellos reconocieron que Dios es Amor por el encuentro con Jesucristo, y fueron poco a poco sacando las consecuencias.
Descubrir que Dios es una comunión de Personas tiene dos consecuencias enormes para la vida humana. La primera de todas, que Dios ya no es un ser solitario, que a lo mejor estaba aburrido y necesitaba un juguete para entretenerse, sino que Dios es un desbordar de Amor; y la Creación no es para cubrir ningún vacío de Dios, sino para comunicarse. Que Dios es Amor hace entender que la vida y el ideal de la vida humana es donación. Y que la persona humana no es ante todo una burbujita que luego entra en relación en función de lo que le interese a cada una de esas burbujitas, sino que la persona humana es, ante todo, relación. Somos relación, y somos personas en la medida en que somos relación. Eso es tan importante que determina cómo se entiende la libertad. Si se tiene el concepto de persona humana como burbujita aislada, que sólo entra en relación libremente y cuando él quiere con otras burbujitas en función de sus intereses, las relaciones humanas tenderán siempre a ser relaciones de poder: qué intereses de qué burbujita prevalecen sobre los de qué otra burbujita. ¿Y quién tiene más poder? ¿Quién se impone sobre los demás? De esta forma, las relaciones no nos constituyen, y la libertad es no tener relaciones estables, sino sólo las que me interesan y en la medida en que me interesan.
Pero si mi ser persona está constituido por una relación, lo que más me importa para ser más libre es cuidar esas relaciones que me constituyen: la relación con mis padres, en primer lugar, o con la familia, la amistad. Y sólo cuidando esas relaciones será posible tenerlas a su vez. Es decir, sólo quien ha aprendido a ser hijo es luego capaz de ser padre. Sólo quien ha aprendido a ser hermano es capaz de ser compañero en el trabajo.
Al final, el ideal del Dios que conocemos se transporta necesariamente sobre todas las relaciones, sobre toda constitución de la vida social, y hasta de la vida política. Y la conciencia de un dios solitario que sólo se relaciona con el mundo en términos de poder (porque es el más poderoso, porque es el omnipotente) hace que nuestras relaciones humanas terminen siendo también relaciones de poder y, por tanto, de dominio y de sumisión. En lugar de ser relaciones de gratuidad, de donación, de amor, en las distintas formas que tienen esas relaciones. No es la misma donación la de una madre que la de un esposo o una esposa; ni es la misma donación ni la misma gratuidad la que tienen los hermanos entre sí que la que tienen los compañeros de trabajo o los amigos, o los conciudadanos. Pero el ideal de una sociedad constituida como una comunidad de personas que se aman, yo diría que hoy es un ideal como visionario. Y ese ideal sólo puede construirse sobre la Trinidad.
Ese ideal aflora en la Historia humana como fruto de la experiencia redentora de Cristo. Y donde falta la experiencia redentora de Cristo y la experiencia de que Dios es Amor (no de que es capaz de amar, o de querer, o de que tiene entrañas de misericordia, sino que constitutivamente Dios es una comunidad de Amor), inevitablemente las relaciones humanas se deterioran. Y la imagen de la vida social se convierte en una imagen de poder. Y la idea misma de lo que es una persona queda modificada por esa experiencia de lo que es Dios, que es, ante todo, poderoso, una afirmación de poder, hasta en la misma vida de la familia. Después del Prefacio diré: “Confesamos tres Personas distintas e iguales en su dignidad”. Y es verdad que los roles del padre y de la madre y de los hijos son diferentes en la vida familiar, pero todos (padre, madre e hijos), en una tradición cristiana (no estoy diciendo en la tradición que hemos conocido, que quizá no era cristiana), tienen la misma dignidad. Sus tareas serán diferentes, su misión en la constelación familiar será distinta, sin duda, y ni es suplible la madre, ni es suplible el padre (y en este mundo de hoy, tan roto, está más ausente el padre que la madre, a pesar de que sobre la madre recae la doble tarea de su vida familiar y su vida social), pero la ausencia del padre es tan dramática para los hijos como la ausencia de la madre. Y sin embargo es evidente que son funciones distintas, iguales en su dignidad, pero distintas.
¡Cuántas cosas podríamos aprender si, con un corazón sencillo, nos acercásemos a esa luminosidad desbordante que es la comunión de las Personas en Dios! Un padre que se da constantemente, eternamente. Porque, a diferencia de nosotros, nosotros nos damos poquito a poquito, a lo largo del tiempo, y en cambio Dios se da en un solo acto, por entero, en un solo acto eterno, que sucede eternamente. Y el Hijo recibe la vida del Padre también en un solo acto, entera, de tal manera que es todo lo que es el Padre, no menos, no más pequeño, no más débil, no menos Ser. Todo el Ser del Padre se lo da al Hijo. Y el Hijo es exactamente igual que el Padre excepto en una cosa: que no es Padre, que es Hijo. Y en ese Amor entre los Dos hay una fecundidad sin límites de tal manera que, en esa donación mutua, surge esa tercera Persona que es Amor y que es fuente de la Creación. El Génesis, en el comienzo de la historia de la Creación, dice: “Y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas”. Es decir, la Creación se atribuye al Espíritu Santo, es decir, al flujo inagotable de Amor entre el Padre y el Hijo que eternamente se hipostasiza en la Persona del Espíritu Santo en una fecundidad sin límites.
Asomaos un poco al misterio de vuestro propio corazón y estaréis arañando la superficie del misterio de Dios. Y si os asomáis a la lectura de los Evangelios con un corazón abierto a lo que los Evangelios nos dicen de Dios, empezaréis a comprender cuánta belleza brota de ese Misterio para nuestra propia vida, para nuestro propio modo de mirarnos unos a otros, para nuestro modo de trabajar, para nuestro modo de entender el matrimonio, la familia, la vida entera, la comunidad social, todo.
Señor, que nosotros que hemos sido creados a imagen tuya, que hemos sido creados para vivir para el amor, para darnos, porque somos imagen tuya y Te hemos conocido a Ti como el Amor, sepamos encarnar en nuestra vida algo de tu preciosa luz, de tu preciosa verdad, para que, en un mundo donde el amor se convierte cada vez en un bien más escaso, podamos representar una presencia experimentada, gustosa, atractiva, amable del Amor de Dios por cada uno de los hombres, por todas sus criaturas.