V Domingo de Pascua. Ciclo A
Fecha: 21/04/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 447 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 634
Juan 14, 1-12
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.»
Tomás le dice:
-«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»
Jesús le responde:
-«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.»
Felipe le dice:
-«Señor, muéstranos al Padre y nos basta.»
Jesús le replica:
-«Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.»
El párroco había previsto que, de aquel hospital comarcal, visitase sólo unas cuantas habitaciones, porque no daba tiempo a más. Fue imposible. Las familias, sin embargo, corrieron la voz, y al final, visitamos toda la planta. Lo que yo les comunicaba, a los enfermos y a las familias, era sólo una cosa: Dios te quiere, no estáis solos. El Señor está con vosotros, abridle el corazón. Había algunos enfermos terminales. Cuando ya nos íbamos, una de las enfermeras venía por el pasillo con el carro de las medicinas: «Me tiene usted que decir qué medicina les ha dado. ¡Me los ha puesto usted de un contento…!» Yo conocía a la enfermera. Le dije: «Esa medicina la tienes tú también. Se llama fe».
No estamos acostumbrados a ver la fe como medicina. La vemos más bien como ideología, o por lo menos como ideario. Como un conjunto de convicciones personales, legítimas porque privadas, y por lo tanto, en el fondo, arbitrarias, sin relación con la realidad y con la verdad de la vida o de las cosas. En definitiva, como algo subjetivo, y que tiende a ser visto y vivido como una elección, como una producción, como una construcción humana. Hasta tal punto la razón secular, en su versión liberal o en otras, se ha adueñado de nuestra inteligencia y de nuestros ojos.
Pues bien, la fe no es nada de eso. Por lo menos en la medida en que es fe, y en que es cristiana. Con esto no digo que no abunde lo otro, la ideología. Al revés, estamos saturados de ella. Cuando oís hablar mucho de valores abstractos, y del Reino, y del compromiso, y de Jesús de Nazaret, y poco de Jesucristo y de la gracia, y de la comunión de la Iglesia y del cuerpo de Cristo y de los sacramentos, estamos ante la ideología. Un paisaje con restos de lenguaje cristiano, pero que en el fondo ya no es cristiano, y que ya no es fe.
La fe cristiana es la experiencia –y uso la palabra experiencia con toda la fuerza, con toda la densidad posible– de la vida acompañada por Cristo, que vive, que actúa, que tiene un cuerpo, y nos toca y nos habla y nos consuela y nos perdona y nos acaricia y se nos da en ese cuerpo, que es su Iglesia. La fe es ser tocado por ese cuerpo de un modo que cambia la vida para bien, que la hace florecer. Y la misión no puede ser sino el desbordar de esa experiencia, la decisiva en la vida. Y que por eso no se oculta, se grita. La misión es ser parte de ese cuerpo, y acompañar y amar a los hombres como uno es acompañado y amado.
«Al menos, creedlo por las obras». Sobre la ideología, la fe no crece. No puede crecer. Se vuelve un campo sembrado de sal, un desierto estéril. Sobre la ideología no crece la Iglesia. La ideología no sabe llegar al corazón. No cura nuestras heridas. No cambia nada.
Porque corazones turbados, acobardados, sin Cristo, los tenemos todos. Sin Cristo, todos estamos, o terminamos estando, enfermos. «Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida». Para que la vida florezca, necesitamos de la compañía de Cristo. Como del aire para respirar.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada