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Solemnidad del Corpus Christi

19:00 h. Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 25/05/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 94 p. 300



Mis queridos hermanos sacerdotes, diáconos,
queridos hermanos y amigos,

Una vez más nos reunimos para celebrar esta preciosa Eucaristía del Corpus Christi. Y pensando en cómo ayudaros a acercarnos a este misterio tan grande que, como las obras de arte, o mejor aún, como el misterio que somos cada uno de nosotros, no termina uno de aproximarse realmente, no llega uno a conocerlo. Uno se acerca y por todas partes es bello, deslumbra de luz.

Hay un concepto relacionado con las Ciencias Humanas modernas que me parecía que podía sernos útil. Quizá os pueda sonar extraño a algunos, pero es muy fácil de comprender.

En la Economía moderna, hay una categoría que se utiliza mucho, y es el concepto que se llama de “utilidad marginal”. La utilidad marginal hace referencia a lo siguiente. Si uno al que le gusta mucho el dulce tiene hambre y se come tres pasteles, probablemente encontrará una gran satisfacción. Pero si después de comerse esos tres pasteles se come otros tres, probablemente el nivel de satisfacción baja como a la mitad. Y si añades otros tres más, es posible que no haya ninguna satisfacción. Y probablemente si añades otros tres, aparte de ponerte mal no sólo no es una satisfacción, sino que tienen que obligarte a que te los comas.

La Economía moderna, a la hora de ver cómo hay que producir y consumir, estudia cuál es el momento en el que tiene que haber lo necesario para que, con los bienes que hay en el mercado, se alcance la mayor satisfacción posible. Y esos bienes tienen que ser lo suficientemente escasos como para que siga habiendo ganas de más. Porque, en el momento en el que hubiese mucho de cualquier cosa, aunque fuera oro o diamantes, no valdría nada. Si el oro o los diamantes, con toda su belleza, fueran igual de accesibles que la piedra de Sierra Elvira, nadie daría un duro por ello. Habría tanto que nadie lo querría.

Es cierto que con los pasteles nos pasa eso. Y probablemente también con las pantallas de televisión. Nadie quiere tener en su casa veinte pantallas de televisión, porque uno terminaría loco. Eso nos pasa con casi todos los bienes materiales de este mundo. Hay un momento en que el exceso de ellos nos fatiga. Hay un momento en que la saciedad produce hartura. Y la hartura ya no es un bien. Uno no quiere más de aquello de lo que está harto.

Sin embargo, hay otros bienes (bienes creados, de este mundo) que no hartan, que no dejan resaca, cuya satisfacción no tiene límite. Al revés, cuanto más posee uno esos bienes, más hambre tiene de ellos. Por ejemplo, la verdad. Es cierto que quizá a veces no experimentamos por la verdad el mismo ansia que experimentamos por los bienes materiales. Pero también es verdad que la verdad nos da alegría, nos sosiega. Y la mentira nos duele. Si percibimos que alguien nos está queriendo engañar, nos sentimos humillados. Y si vivimos en la mentira, vivimos interiormente como si estuviéramos atrapados en una tela de araña.

Algo parecido pasa con la libertad. No todos los hombres desean la libertad, decía un autor pagano, romano, buen psicólogo, como lo eran muchos de los estoicos. Este autor decía: “Los hombres, aunque hablen mucho de la libertad, no siempre quieren ser libres. Pocos hombres quieren ser libres. La mayoría de los hombres prefieren tener buenos amos.” Y no le faltaba verdad en aquello. La libertad nos produce vértigo muchas veces. Y, sin embargo, es algo tan imprescindible para la humanidad de nuestra vida humana que, cuando uno gusta el sabor de la libertad, desea más de ella. Y nunca nos sentimos lo suficientemente libres. El sentirnos esclavos de lo que sea, aunque sea de nuestros propios sentimientos, o del afecto de una persona que te domina o te manipula, nos humilla como el ser engañados, igual.

De la esperanza, de la alegría, del amor… Sobre todo del amor, que es el bien al que todos los demás bienes de la vida humana conducen. Cuanto más amor tenemos, si ese amor es verdadero, no nos produce hartura. Si el amor es bueno, si no es un amor de posesión, no nos harta. Pero es que la posesión se parece tanto al amor como un milagro falso a un milagro verdadero: las apariencias son iguales, pero no tiene nada que ver lo uno con lo otro.

Los bienes verdaderamente humanos no nos fatigan. Nos sacian, y su saciedad produce sed de más. Y eso refleja algo muy profundo en nuestra vida: el hambre y la sed más profundas que tenemos en nuestro corazón, que son el hambre, la sed de Dios.

Dios es un bien que buscamos a tientas a lo largo de nuestra vida. Y lo buscan todos los hombres, porque todos los hombres buscan la felicidad. Y aunque no sepan que la felicidad se llama Dios, todos los hombres tienden a la felicidad. No es posible no tender hacia ella. Hace falta estar muy enfermo, o muy herido, o muy destruido en la propia historia y en la propia vida para no desear ser feliz. Y desear ser feliz es la forma más inmediata que el ser humano tiene de desear a Dios. Porque sólo Dios es capaz de saciar la sed, el hambre que nos constituye: el deseo de belleza, de verdad, de amor y de bien que es nuestra vida. Y, puesto que el Amor es la suprema Verdad, y la suprema Belleza, y el supremo Bien, es el Amor el que lo resume todo al mismo tiempo.

Cuando celebramos el Corpus Christi, celebramos la Presencia cercana a nuestras vidas, el don a nuestras vidas, de un Pan que nos alimenta sin saciarnos como nos sacian los panes de este mundo. De un Pan que es la vida de nuestra vida. De un Amor que corresponde tan desbordantemente a la necesidad de nuestro corazón que, sólo cuando lo hemos experimentado, podemos comprender que en realidad estábamos hechos para ese Amor. Sólo cuando lo hemos experimentado podemos comprender que ese Amor era la razón de ser última por la que hemos nacido, la razón de ser última de todos nuestros deseos, de todas nuestras actividades, de nuestra capacidad de pensar: que nuestro ser imagen de Dios es, sencillamente, ser una especie de recipiente capaz de recoger ese Amor, y capaz de convertirlo en motor real de nuestra vida, de la vida humana, de la vida personal, de la vida social, de la vida familiar y hasta de la vida política, por muy utópico que eso pueda parecer hoy.

Sólo un Pueblo cuyo alimento es el Amor de Dios es capaz de construir una sociedad plenamente humana. Una sociedad cuya regla fundamental de vida sea precisamente, en medio de las mil debilidades y torpezas de nuestra vida, esa ley del amor, esa ley de la gratuidad, no la de la utilidad marginal, no la de la escasez que nos hace siempre desear lo que no tenemos, sino la de un Amor sobreabundante que nos es regalado para vivir siempre con alegría y con una capacidad infinita de hacerlo crecer, florecer, brillar, alumbrar nuestra vida y nuestro camino, y el camino de aquellos que caminan a nuestro lado.

Que al adorar una vez más esta tarde la Eucaristía, esa adoración no sea simplemente el gesto de reconocer que en ese Pan está el Señor. ¡Claro que sí! Pero está el Señor como Pan, es decir, como regalo para nuestras vidas, como alimento para nuestras vidas, para sostener nuestras vidas en su Amor y hacer de nosotros, en medio de este mundo de desamor y de desesperanza, sencillamente, un Pueblo en el que el Amor, la esperanza, la alegría florecen y resplandecen justo como fruto de la Presencia fiel, permanente, eterna de Cristo en medio de nosotros.

Así, nuestra adoración es, al mismo tiempo, una acción de gracias y una súplica. Es la acción de gracias por haber sido dignos, tan inmerecidamente, de recibir un regalo tan maravilloso y tan grande que llena de buen gusto, y de color, y de alegría la vida entera. Y, al mismo tiempo, la súplica de que nunca nos falte ese Pan en medio del desierto de este mundo. Los israelitas decían “maná”, que significa “¿y esto qué es?” ¿Esto qué es? El Amor de Dios, el alimento que transforma el desierto en un vergel, en un lugar de gratitud que anticipa realmente el Paraíso, en un lugar de gratitud, de comunión, de gozo, de alegría, participando en esta vida mortal ya de la vida divina.

Los Padres y los Doctores de la Iglesia decían siempre que el alimento se convierte en nosotros mismos. Y en este caso, como el alimento es más grande que nosotros, hace que nosotros nos convirtamos en lo que recibimos. Recibiendo el Cuerpo de Cristo, nos convertimos nosotros en Cuerpo de Cristo. Y el mundo puede reconocer la Presencia de Dios en medio de nosotros percibiendo la alegría y el amor que resplandecen en ese Cuerpo que nosotros hemos sido hechos por la gracia infinita de Cristo.

Vamos a proclamar nuestra fe, justamente, llenos de gratitud por ella.


Final de las preces:

La Iglesia celebra hoy el día de Cáritas, y es un día en el que se justifica, por una parte, la existencia de Cáritas como institución de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, Cáritas nos recuerda que la cultura propia del Pueblo Cristiano es la Caridad, es la gratuidad; que la vida nuestra, de unos para con otros, sólo refleja la imagen de Dios cuando es un intercambio bello de dones, de los bienes que el Señor nos ha dado, materiales  y espirituales.

En esta Eucaristía, que pedimos por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo, vamos a pedir también por Cáritas, especialmente por las Cáritas que viven en cada parroquia, para que crezcan y se desarrollen, y así puedan hacer presente a toda la comunidad cristiana que la Caridad es como la denominación de origen del Pueblo cristiano.

Y vamos a pedir de una manera especial por todos aquellos necesitados de todo tipo, no sólo económico, que seguramente hay cerca de cada uno de nosotros. Que el Señor les ayude y que nosotros podamos ayudarles.

La colecta que haremos después será también para Cáritas Diocesana.


Final:

En este momento, ya que no hemos podido hacerlo ni a la entrada ni a la salida, yo sí que pediría a todos un gran aplauso para el Señor.

¡Viva Jesús sacramentado!

Y ahora, todos unidos, si os parece, vamos a rezar tres padresnuestros por tres intenciones diferentes. Luego, la banda de Churriana, que no ha podido tocar antes y se han mojado con la lluvia, va a tocar un himno eucarístico. Y yo les he pedido que, durante la Bendición, toque el Himno nacional. Es un gesto de unión entre españoles.

Los tres padresnuestros son por tres intenciones muy concretas, que yo sé que las lleváis todos en el corazón, y si en este momento le pedimos al Señor todos unidos por ellas, estad seguros de que el Señor nos escucha. Jamás la oración deja de producir su fruto, como la lluvia.

En primer lugar, vamos a pedir por la unión entre los matrimonios, y especialmente por esos matrimonios que tienen más dificultades. Vivimos en un mundo en el que no se les ayuda a los esposos y a las esposas a quererse, y los que sufren son los hijos. Vamos a pedir por ellos para que puedan vencer las dificultades, para que triunfe el amor. Vamos a pedir para que, entre todos, podamos sostener esos matrimonios en dificultad y, al mismo tiempo, que el Señor les ayude a permanecer unidos, a que triunfe el Amor también en la vida de los esposos. Padrenuestro. ¡Viva Jesús sacramentado!

El segundo padrenuestro lo vamos a ofrecer para que el Señor nos conceda vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada que sean sacerdotes que aman a la familia de Dios, al Pueblo santo de Dios, y dan su vida con cariño por ese Pueblo, y vírgenes que muestren que el Amor a Jesucristo es capaz de llenar el corazón de los hombres. Ese signo lo necesitan también los matrimonios para sostenerse en su amor. Por esas vocaciones que necesitamos, que el Señor las conceda abundantemente en esta Iglesia de Granada y en todo el mundo, todos juntos. Padrenuestro.

El tercer padrenuestro es para que desaparezca de nosotros esa terrible plaga del terrorismo, y todos los motivos que hay (o que nos creamos a veces) de división entre españoles. Que el Señor mantenga nuestra patria unida. Padrenuestro.

Y en un momento tan de gracia que el Señor nos ha concedido de estar aquí juntos, podríamos añadir un padrenuestro más, con un avemaría y un gloria, por una intención que el Papa ha pedido recientemente que todos pidiéramos, y es por la Iglesia en China. Yo sé que China está muy lejos de nosotros, y de nuestro conocimiento, y de nuestro corazón. Todos hemos visto estos días las imágenes del terremoto. Lo que no sabemos es que en China hay una Iglesia extraordinariamente perseguida, donde hay muchos cristianos, y muchos sacerdotes, y algunos obispos, que llevan años sin que se sepa dónde están. Y, sin embargo, es el país del mundo donde el cristianismo crece más rápidamente, hasta tal punto que hace poco leí en un libro, de un autor que no es precisamente un católico, que para el año 2050 China podía ser el segundo país cristiano del mundo. Vamos a pedir por esa Iglesia. Que el Señor los sostenga en la persecución y en su misión de transmitir la fe y la esperanza en Jesucristo.

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