Solemnidad de la Ascensión. Ciclo A
Fecha: 05/05/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 449 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 636
Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.
Acercándose a .-ellos, Jesús les dijo:
-«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.
Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
Un rasgo de la piedad cristiana moderna es el haber puesto un énfasis tal en el ministerio terreno de Jesús, que la experiencia de la vida entre la Ascensión y el cielo es, ante todo, la de una ausencia. ¡Qué privilegio tuvieron los que convivieron con Jesús, los que pudieron escucharle, verle! Mientras que a nosotros, «¡cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!» Es un dolor tener que comparar el maravilloso poema de Fray Luis con el cínico comentario de un muchacho a un sacerdote en una burlona película irlandesa: «¿Y tú, por qué das la vida por alguien a quien no has visto nunca?» Pero entre esos dos textos sucede la modernidad. En la película, el sacerdote no responde a la pregunta.
El dolor que expresa el poema de Fray Luis es comprensible. Está detrás de algunas reflexiones del evangelio de San Juan. Algún himno de san Efrén –una de las nanas que la Virgen le canta a su Hijo– supone que también los fieles del siglo IV tenían envidia de quienes habían sido contemporáneos de Jesús. Sin embargo, san Efrén le hace decir a la Virgen: «La Iglesia te ve, como te ve tu madre». E incluso más: que «la porción de los que estaban lejos –los que no han conocido a Jesús según la carne– ha sido mejor que la de los de cerca», gracias a la Eucaristía. También San Juan afirma que, aunque el mundo no ve a Cristo, «vosotros sí me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis».
Si se acentúa la ausencia de Cristo, la fe se hace imposible como un acto de la inteligencia, plenamente humano. Desde luego, la fe que queda no es la fe de la tradición cristiana. Pues bien, en la modernidad, Dios es percibido sobre todo como ausente, y también Cristo. La fe se reclama para realidades de las que no se tiene experiencia. Y el deseo de Dios es, ante todo, el deseo de algo que falta. A partir de ahí, la Ilustración hará lo posible por eliminar o reducir ese deseo, y por ofrecer sucedáneos. Hay quien piensa que toda la espiritualidad de esa religión que es el capitalismo consiste en una disciplina del deseo: negar como irreal, y destruir, todo deseo de algo que no se pueda comprar en el mercado. La violencia del hombre contemporáneo (sobre todo consigo mismo) tiene ahí, desde luego, una raíz evidente.
Y, sin embargo, la novedad que se introdujo en la Historia con la Virgen (con la Encarnación), y que continúa en la Iglesia, es ésta: que adorar a Dios coincidía para ella exactamente con querer a su Hijo, y hacer por Él lo que hace una buena madre. La fe no es la afirmación de algo ausente, sino el reconocimiento de una presencia. El reconocimiento de Cristo presente en su pueblo (que es también su cuerpo), en su palabra, en el sacramento. La gracia de su compañía en la vida. Y el deseo de Dios, el deseo del cielo, no es el anhelo de lo que a uno le falta, sino de la plenitud de lo que ya se tiene (que es el ciento por uno). «No me buscarías, si no me hubieras encontrado» (san Agustín). ¿Y si la escasa fecundidad de la misión cristiana en nuestra sociedad tuviera que ver con esto?
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada