Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 08/06/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 94 p. 307
Muy queridos hermanos sacerdotes,
muy queridos hermanos y amigos,
El Evangelio de hoy es uno de aquellos que más pone de manifiesto que el Evangelio es una buena noticia, es decir, una alegría para nosotros.
Pocas cosas hay más esponjosas para el corazón que el oír al Señor que Él no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Y que Él, el Médico, tiene como misión curar a los enfermos, y no estar sencillamente con los sanos. ¿Por qué? Porque todos nosotros somos pecadores, y porque todos nosotros somos enfermos que tenemos necesidad de la medicina del Señor.
Si Él hubiera dicho: “A Mí me importan los justos”; si Él hubiera sido lo que imaginaban los fariseos que debería haber sido la Presencia de Dios, marcada por una justicia castigadora del pecado, todos tendríamos derecho a dudar de que fuera Dios. Sería demasiado parecido a nosotros.
Nosotros ponemos muy fácilmente, entre unos y otros, toda clase de divisiones: las divisiones de la lengua, de la raza; algunas extraordinariamente artificiales, como entre las naciones, creando muchas veces las fronteras por circunstancias absolutamente irracionales de la Historia…
Una de las más insidiosas de las fronteras, porque nos aleja a unos y otros de Dios, es la frontera que solemos establecer entre buenos y malos. O la frontera que, arbitrariamente (más arbitrariamente que ninguna otra), establecemos entre aquellos que nosotros juzgamos “malos”.
¿Por qué es perniciosa esa frontera? ¿Por qué nos aleja a unos y otros de Dios? En primer lugar, porque pone de manifiesto que nosotros merecemos, de algún modo, la atención del Dios, o el amor de Dios, o el cariño de Dios, justamente porque nos consideramos “buenos”. Y excluimos de ese cariño, o de esa misericordia, a aquéllos que nosotros consideramos malos.
Cuando el Señor dice que, lo que son nuestras “deudas” entre unos y otros, son nada comparado con la infinita deuda que cada uno tenemos con Dios, y que el Señor ha saldado esa deuda infinita (¡como para que nosotros pongamos tantas barreras tan fácilmente entre unos y otros!), ahí Dios se revela como Dios. Ahí pone Dios de manifiesto su grandeza, su distancia con respecto a lo que nosotros tendemos a pensar o a calcular. Nosotros tendemos a imaginar la grandeza de Dios como una proyección de la grandeza humana, y el resultado de tales imaginaciones es siempre un pobre Dios.
Dios se revela en esto como tal. El Evangelio está traspasado de ese amor insondable justamente por el más débil, por el más pecador. Jesús sólo usó una vez el látigo (hizo un látigo, y expresó su cólera), y fue justamente para echar a los mercaderes del Templo, no para la mujer adúltera, no para los pecadores en cuyas casa entraba provocando escándalo. Porque un judío que se preciase de su condición de judío no entraría en casa de un pecador, ni aceptaría que un pecador entrase en su casa, aunque fuera su propio hijo. La parábola del hijo pródigo es sumamente escandalosa porque ningún padre judío haría lo que dice Jesús que hizo el padre de la parábola. Ningún padre judío, cuyo hijo se ha hecho pastor de cerdos (y esa era una profesión que implicaba la apostasía y, por lo tanto, de algún modo, en la mentalidad farisea, la expulsión de la comunidad judía), correría y le montaría una fiesta para recibirle. Y Jesús describe a Dios, al Padre, matando el ternero cebado, llamando músicos y corriendo (otra cosa que no haría ningún anciano oriental ni aunque se le estuviera quemando la casa) para, sencillamente, abrazar a su hijo. Ese Dios es creíble.
El Dios que es sólo omnipotente, el más grande, pero nada más que el más grande, es demasiado pequeño si no es capaz de abrazar al pecador en su misericordia. Es demasiado parecido a nuestras imágenes de grandeza, como para no dudar de que no haya nacido de algún modo en nuestra mente.
Y, repito, el Evangelio no podría ser arrancado de este amor de Jesús por los pecadores sin quedar absolutamente vacío de contenido.
Desde el primer momento, eso fue una ocasión de escándalo tremenda. Fue a Zaqueo, el jefe de publicanos de Jericó, y le dijo: “quiero comer en tu casa”. Comer en el mundo judío es algo más que un gesto de hospitalidad, o de amistad. Es un gesto de comunión. Y Zaqueo era un pecador público, por el hecho (como en el caso del pastor de cerdos) de tener una profesión que implicaba la apostasía de la comunidad judía. Jamás un publicano, o la mujer de un publicano, o los hijos de un publicano serían recibidos en la casa de un judío que se preciase de ser un buen judío, de cumplir con los mandamientos de la Ley de Dios y de ser minucioso en el cumplimiento de la Ley. Y Jesús quiere entrar en su casa, y come con él.
Y, probablemente, si uno hurga en el testimonio de los Evangelios en las causas que le llevaron a Jesús a la Cruz, probablemente ésa es la más importante. No sólo por el hecho de la violación de la Ley que suponía, y del escándalo público que suponía el que prestara una particular atención a los pecadores, por encima de la atención que reclamaban los que creían que tenían derecho a esa atención, que eran los “justos”. Sino por el hecho de que, cuando era acusado de hacerlo, Él decía: “Yo sólo hago lo que Le he visto hacer a mi Padre”.
El Evangelio de San Juan dice esto con toda claridad, pero las parábolas de la misericordia lo expresan de igual modo: “Hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Ningún pastor deja a las noventa y nueve en el desierto para irse a buscar la oveja perdida. Pero Dios es así, porque cuando uno va en busca de la perdida, las noventa y nueve no quedan abandonadas.
La imagen más querida por los primeros cristianos es precisamente la imagen de Jesús con la oveja perdida sobre sus hombros. El Buen Pastor con la oveja sobre sus hombros, una imagen bellísima, de la que tenemos necesidad todos: de sentirnos alguna vez cogidos sobre los hombros del Señor y llevados de nuevo al hogar, a la Casa del Padre, allí donde pertenecemos, donde nos aguarda la mesa caliente y preparada por la misericordia infinita e inagotable de Dios.
Hoy, como ayer, este aspecto es probablemente el más revolucionario de la vida cristiana. Y nosotros, el Cuerpo de Cristo, tendríamos que distinguirnos por no trazar ese tipo de fronteras. ¡Y es tan fácil volverlas a trazar de nuevo…! Quien pertenece a mi comunidad, y quien no pertenece; quien viene a la iglesia y quien no viene; quien es cristiano o quien no lo es… ¡Como si el ser cristiano fuera un mérito nuestro! O el rechazar en la casa o en la familia a una persona que no está casada con tu hija o con tu hijo, y negarte a recibirlos. Eso no es de Dios. No puede serlo. No es lo que haría Jesucristo, sin duda alguna. Otra cosa que es tú puedas expresar en privado, quizá ante tu hijos, para educarles, que “el matrimonio para los cristianos es una cosa muy sagrada y esto no está bien”. Una vez dicho esa vez, la única posibilidad para esa persona de acercarla a Cristo es abrazarla. Si tú la excluyes de tu casa, estamos actuando como los judíos, no como actuó el Señor.
No empecemos con la gracia para volver a la Ley, como decía San Pablo a los Gálatas. No desvirtuemos el Evangelio haciendo de él un grupo, haciendo de la Iglesia una secta, es decir, una gente que se separa. “Fariseo” significa precisamente eso: separado del mundo para no contaminarse, presuntuoso ante Dios. “Yo cumplo con las cosas y estos malditos no conocen la Ley”. ¡Dios mío! Eso Dios lo vomita, lo aborrece.
La única actitud es lo que nos decía San Pablo: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús que, siendo Dios, no tuvo esa condición de ser igual a Dios como algo digno de ser retenido, sino que se vació de Sí mismo por nosotros, que éramos pecadores”. Si Dios nos hubiera tratado como nosotros tratamos a los que consideramos pecadores, todos estaríamos fuera de la Iglesia. Y nadie podría creer en ese Dios, porque se parecería demasiado a nosotros, y a nuestras miserias, y a nuestra humanidad, en lo más pobre y en lo más mezquino de esa humanidad.
No. Dios se revela como Dios justo porque su amor no tiene límites, justo porque su amor no excluye a nadie, a todos abraza, a todos quiere acoger, a todos quiere recibir, en cada uno quiere descubrir aquello que podría ayudarle a crecer y a florecer como persona, a todos quiere hacer partícipes de la vida divina.
Y, es curioso, porque no se pueden leer los Evangelios sin caer en la cuenta de que, muchas veces, los pecadores entendían mejor a Jesús que los que se creían justos. Aquella mujer que entró en la casa del fariseo, y se puso a besar los pies de Jesús, y a derramar perfume sobre sus pies, y a enjugárselos con sus cabellos. Imaginaos la escena en un mundo oriental, y en las circunstancias de la cultura judía, el escándalo que suponía aquello, y era una mujer pecadora (no hay que imaginar nada raro porque fuera pecadora, quizá era sencillamente la mujer del publicano del pueblo), pero ha recibido el perdón de Jesús y rompe todas las barreras, y Jesús la bendice, Jesús la acoge, se deja querer por aquella mujer pecadora, no piensa en el escándalo que puede producir a los demás. Al contrario, muestra cómo ese escándalo es un escándalo que les tiene a ellos alejados de Dios, mientras que esa pobre mujer ha entendido el anuncio del Reino, ha entendido la misericordia, que Dios quiere misericordia, y no sacrificios.
¿Qué significa eso? Que Dios no necesita de las obras que nosotros hacemos por Él. Quienes se consideran justos siempre piensan: “yo me he casado”, o “yo me he hecho sacerdote”, o “yo vivo según la ley de la Iglesia, ¿por qué me hace a mí Dios esto?”, o uno, en el fondo de su conciencia, piensa que Le puede pasar el recibo a Dios por lo que ha hecho. ¡Dios mío, eso es no haber entendido nada, ni de nuestra vida ni de quién es Dios! Gratitud infinita por haberle conocido, y un Amor (si el Señor nos diera su Espíritu) infinito por quienes no Le conocen, o por quienes Le niegan. Porque si Le niegan es por alguna herida que hay en su corazón y que nosotros, como médico, como Cuerpo de Cristo, tendríamos la necesidad de acariciar, de cuidar, de lavar, de limpiar, de besar.
Mis queridos hermanos, yo os aseguro que, si el Señor nos diera un grano de mostaza de ese Espíritu suyo, la evangelización, la expansión del cristianismo en nuestro mundo sería algo mucho más sencillo que todas las complicaciones que nosotros nos hacemos. Mucho más sencillo. Porque en una conducta así, uno ve resplandecer el Amor de Dios sencillamente. Y el Amor de Dios es una belleza difícilmente resistible para el corazón humano cuando el corazón humano está abierto y lo ve, y lo descubre. ¡Qué difícil es no pegarse a ese Amor cuando uno lo encuentra! Si tantos hombres se alejan de la fe, siempre tendríamos que preguntarnos si no es porque, cuando nos ven a nosotros, no encuentran ese reflejo del Amor de Cristo por todos y cada uno de los hombres, y especialmente por aquellos que están más lejos de Dios, aquellos que ellos mismos se sienten más lejos de Dios, que ellos mismos se machacan muchas veces la vida porque piensan que están lejos de Dios.
Señor, danos un grano de mostaza de tu Espíritu, danos un grano de mostaza de tu Amor, Tú, que nos das tu Amor entero cada vez que participamos de la Eucaristía.