Solemnidad de Pentecostés. Ciclo A
Fecha: 12/05/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 450 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 637
Juan 20, 19-23
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
-«Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
-«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. »
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
-«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
«Todo lo que crece tiene que converger». La frase era, creo, de Teilhard, el antropólogo jesuita. El caso es que le sirvió a Flannery O’Connor de título paradójico para una de sus prodigiosas colecciones de cuentos, cuyo protagonista es siempre –decía ella– la gracia. La gracia actuando en nuestra historia. Es decir, Dios metido, enfangado hasta los ojos –hasta la muerte– en nuestra historia y en el barro de nuestra carne.
«Todo lo que crece tiene que converger». Lo divino es converger, lo divino une. La división, la separación –toda separación– es, etimológicamente, dia-bólica. Lo divino es la comunión, ese milagro absoluto, no a lo Hollywood, no a lo Walt Disney, pero precisamente por ello milagro verdadero. Todo lo que existe, existe hacia la comunión. Y nosotros estamos hechos para la comunión. Otra cosa es que no podamos fabricar la comunión, que no podamos construirla con nuestras manos y nuestras fuerzas. Estamos hechos para la comunión, y si no hay comunión, se muere. Por eso, nuestra cultura, que desde hace siglos viene repitiendo que lo que mueve a los hombres es el interés, que el motor de la Historia es la competencia y la lucha, que afirmarse a sí mismo significa negar a los demás, es una cultura que conduce a la muerte. Su futuro sólo puede ser la tragedia, aunque pudiera ser una tragedia sin grandeza, acompañada de la risa huera y de los ojos perdidos y rojos del botellón.
El Hijo de Dios nos ha dado su Espíritu. Es también el Espíritu del Padre, porque la vida del Hijo es toda dada por el Padre. Es la unidad de los dos, y a la vez el fruto personal de esa unidad, como puede intuirse pálidamente también en la unión del hombre y la mujer que se llama matrimonio, y que está constitutivamente abierta a la vida del hijo. Por ello, el día de Pentecostés amaneció una historia nueva. Nació un pueblo nuevo, hecho de todos los pueblos. Comenzó una comunión que no es obra de los hombres, que va más allá de toda otra pertenencia. «Partos, medos, elamitas…» Y también un sentido nuevo del matrimonio, de la vecindad, de la polis. Para un cristiano, la primera comunidad política es la Iglesia: ésa es su nación, su patria. Ésa es su familia. Es en esa familia, es en esa patria, creada por el Espíritu Santo, donde su familia y su nación son liberadas del riesgo y de la servidumbre de la idolatría.
La comunión es siempre un trazo divino. El otro es el perdón, la misericordia gratuita. Los dos son dos caras de la misma moneda: Dios, que es Amor. Dios, que es don. Y por eso, el secreto de la vida humana es también donarse. Quien no se da, se pierde. Es así. La otra cosa que ha empezado a estar en el mundo desde Cristo es el perdón, la posibilidad siempre última, siempre ulterior del perdón. Comunión y perdón, aquí y ahora: los dos signos del sacramento de Cristo, de lo divino en esta carne herida de la Iglesia. Los dos signos de esperanza para un mundo en ruinas.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada