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Ordenación de Presbíteros

Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 29/06/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 94 p. 323



Muy querido Rector del Seminario,
muy queridos hermanos sacerdotes,
querido Diácono, acólitos,
muy queridos familiares de quienes hoy serán ordenados presbíteros,
seminaristas, grandes y pequeños,
queridos hermanos y amigos todos,

En la Iglesia, cuando comprendemos bien su naturaleza, y desde el principio, no existe eso que en el mundo moderno llamamos “algo absolutamente privado”. Es verdad que hay cosas que suceden en el interior de nuestra conciencia. Pero lo que la Iglesia, como experiencia, no reconoce es el hecho de que, dicho con el título de un famoso libro de Thomas Merton, los hombres seamos islas, que cada uno vivamos encerrados en nosotros mismos, como en una burbuja. Todo lo que somos, todo lo que hacemos es relación. Y desde que Cristo nos ha reunido y nos ha unido a su condición de Hijo de Dios por el don del Espíritu Santo, todos formamos un solo Cuerpo, todos estamos vinculados unos a otros por unos lazos invisibles, todo lo misteriosamente que queráis, pero absolutamente reales. Y el más pequeño de nuestros pensamientos repercute en la Iglesia. El “sí” de la Virgen fue dado en el interior de su cámara, y ha cambiado la Historia del mundo. El más pequeño de nuestros “síes” dados al Señor en las circunstancias de nuestra vida tiene una repercusión que va más allá de la comunidad local en la que yo convivo, o con la que yo camino en el camino de la vida; tiene una repercusión en el entero Cuerpo de Cristo.

Y, al mismo tiempo, el más oculto de nuestros deseos, de nuestros “noes” dichos al Señor, de nuestros pensamientos de ira, o de venganza, o de cualquiera de los pecados capitales, que nos divide y nos separa de los demás, o que nos hace pensar en los demás como un objeto de manipulación, o de placer, y no como un hijo de Dios, y hermano mío y parte de mi cuerpo, tiene una repercusión en el cosmos, en el mundo entero, en la Iglesia, en el Cuerpo entero de Cristo.

No estamos aislados. No somos células cuya vida es de sí misma y luego, libremente, establecemos relaciones, con unas más que con otras, según los ámbitos en los que nos movemos. Por el Bautismo estamos vinculados a todo el Cuerpo de Cristo. Y a todo el Cuerpo de Cristo le importa nuestra vida, nuestra felicidad, nuestra participación plena en la caridad divina que el Señor derrama entre nosotros a manos llenas.

Signo de esa caridad divina, regalo inmerecido siempre, es el don de unos nuevos presbíteros para la Iglesia. Y lo que estaba diciendo, que vale para cualquier cristiano, que vale para todos nosotros, se hace más verdad en esta mañana. Vuestra Ordenación sacerdotal no es un acto privado, para vosotros y para vuestras familias. No es un acto privado para las parroquias que os conocen, en las que habéis estado trabajando y donde tenéis amigos, o para vuestros amigos a lo largo de vuestra historia. Es un acto que tiene una repercusión. Es un acto de Cristo, antes que ser un acto vuestro. Vosotros respondéis a un don de Cristo, acogéis un don de Cristo, como en todos los sacramentos. Los sacramentos son acciones de Cristo que nosotros libremente acogemos. Por tanto, el protagonismo, la primacía, la realidad misma de lo que sucede es mucho menos algo que nosotros hacemos por Dios, cuanto algo que Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, vivo en su Iglesia por el ministerio apostólico y por la comunión de los santos, nos da: una participación en la redención de Cristo que Él nos regala.

La participación en el ministerio sacerdotal es una participación especial, distinta a la del Bautismo. Constitutivamente distinta en cuanto que vosotros sois cristianos ya, pero el Señor, por la imposición de las manos y el sacramento del Orden, se apropia (por así decir), Él se da a vosotros y os pide, a cambio, vuestra propia humanidad, para poder ser, en medio de la Iglesia y en medio del mundo, un icono visible, un icono de carne y hueso.

Cuántas veces recuerdo aquél pasaje de San Efrén, al que tanto cariño le tengo, en el que él habla de la Majestad infinita que ningún hombre podría jamás alcanzar; la Altura inaccesible, ni siquiera en nuestros pensamientos o a nuestra imaginación, quiso revestirse de carne para que pudieran llegar a tocarle personas pequeñitas, como Zaqueo, o para que pudieran besar sus pies todos los pecadores, como hizo aquella mujer en casa del fariseo Simón. Esa encarnación del Verbo inaccesible, que tuvo lugar en las entrañas de la Virgen, que le hizo anunciar la buena noticia de que la plenitud de la vida que Dios nos da está ya en la tierra, está ya en medio de nosotros. Esa misma misión la quiere el Señor hacer a través de personas vivas, de personas en las que uno puede reconocer, en nuestra pobreza (y al mismo tiempo en la riqueza personal de cada uno, que nunca es homologable a la de los demás), que Cristo vive, que Cristo está en medio de nosotros, que su amor por los hombres sigue siendo igual de intacto que la primera palabra que el Señor pronunció para vida nuestra.

Eso es un tesoro inmenso para vuestras vidas, en primer lugar, pero después para toda la Iglesia. Porque nuestra esperanza, como hombres y como mujeres (no digo como cristianos), en este mundo, nuestra esperanza para nuestra vida, está vinculada a un solo hecho, del que depende por entero esa esperanza del mundo. Y ese hecho es que Cristo haya vencido a la muerte y esté vivo en medio de nosotros. Y esa conciencia, esa certeza que ilumina el corazón y lo puede hacer explotar de alegría y de gozo, y que uno quisiera comunicar a todas las personas que se pongan en el camino; esa certeza y esa esperanza es aquélla para la que el Señor os dice: “Yo me doy a ti, para que tú seas mi testigo hasta los confines de la tierra. Y para eso necesito toda tu humanidad: tu inteligencia, tu corazón, tus cualidades, tus torpezas”. Porque también en ellas, si Cristo es para ti lo más querido, brillará, resplandecerá, a veces en forma de lágrimas, el amor de Cristo por los hombres.

Cristo os necesita tal como sois. Os quiere tal como sois para darse a vosotros y, a través de vosotros, poder seguir manifestando que Él es capaz de conducir nuestros deseos humanos a esa plenitud que sólo Cristo es capaz de generar, y de comunicarnos, y de llenar con ella nuestras vidas, la vida de nuestras familias, nuestros lugares de trabajo, y hacer un mundo más semejante al designio de Dios.

Mis queridos hijos, no necesito decirlo, para mí es un gozo inmenso el imponeros las manos, y el ungirlas, y el incorporaros así, en el modo de presbíteros, al ministerio apostólico. Ese ministerio apostólico que hoy celebramos de una manera especial al recordar la memoria de esas dos columnas de la Iglesia que son los Apóstoles Pedro y Pablo. En vuestra vida como presbíteros, esas dos figuras tienen mucho que enseñaros, y enseñarnos a todos (en primer lugar a mí, que soy el que más necesito aprender de ellos día tras día, y de la vida de la Iglesia).

Subrayaría de ellos dos aspectos. De Pedro, la desproporción. Yo sé que vosotros hoy sois muy conscientes de la desproporción: el don que recibís no tiene proporción alguna con vuestras cualidades, con vuestros méritos, con vuestras capacidades. Pues permitidme deciros que la súplica que yo hago por vosotros en este orden de cosas es que nunca se os olvide esa desproporción. Que por muchos años que seáis sacerdotes, os siga sorprendiendo, igual que el primer día, la posibilidad de decir en nombre de Cristo “Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros”. Y cuando lo digáis, mirad a las personas que tenéis delante, miradlas con sus rostros, con sus nombres y apellidos, y decidlo exactamente igual que lo diría el Señor, es decir, con el mismo amor por esas personas, con la misma disponibilidad a dar la vida por esas personas con que el Señor las decía justo antes de darla. “Esta es mi carne, este es mi cuerpo entregado por vosotros”, que quiero que sea para vosotros, que deseo con toda mi alma que sea para vosotros. Porque siendo para vosotros, es de Cristo. Porque siendo para vosotros, ejerzo esa preciosa capacidad de donación que va vinculada al corazón del buen pastor según el corazón de Cristo.

Que os sigáis sorprendiendo, auque hayáis celebrado la Misa miles de veces. Y los seres humanos somos seres humanos, y algún día lo haréis distraídos. Pero que, cuando os deis cuenta, podáis decir: “Señor, me acabo de distraer, pero ¡qué grande que pueda yo ofrecer mi vida!, y eres Tú quien la ofrece cuando yo la ofrezco, y eres Tú quien Te das a los hombres cuando yo los amo, y eres Tú quien los cuida y los acaricia cuando yo los acojo con corazón de padre, y con amor”. Son miembros de mi familia, son la familia que el Señor nos da.

¿Y el perdonar pecados? ¿Quién puede perdonar pecados, si somos a lo mejor más pecadores que la persona que viene a nosotros? ¿Quién puede hacer eso más que Dios? Que os sobrecoja el hecho de decir: “Yo te absuelvo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. Y que la persona pueda irse con la alegría con que se fue la mujer pecadora de casa de Simón, o tantos otros que recibieron el anuncio del perdón de los pecados directamente de Cristo. Que puedan sentir el abrazo de Cristo a través de vuestras palabras, de vuestro consejo, de vuestro afecto. No juzguéis nunca los pecados de los hombres o su conciencia. Anunciadles siempre que el amor de Cristo es más grande que cualquier pecado, por muy grande que éste pudiera ser. No dejéis nunca de afirmar eso.

Y si tenéis que ayudar a las personas en su caminar hacia Dios, o percibís que hay una especial dificultad, pedidLe al Señor poder encontrar el camino que más sirva de ayuda. En alguna ocasión tendrá que ser poner delante de las personas la verdad de una decisión que tienen que tomar, y que les confronta con su verdad y con su libertad. En muchas otras, en la inmensa mayoría, tendrá que ser una mano tendida que dice: “Yo sé que caminar por aquí es muy difícil, pero no estás solo, no estás sola, vamos a caminar juntos, y la Iglesia te va a acompañar en ese camino, y ya verás como lo que es imposible para los hombres, no tiene ninguna dificultad para Dios”. Y uno se sorprende de nuevo y dice: “¡Dios mío!, pero ¿quién soy yo para que pueda pasar por mí el perdón de los pecados, para que la alegría y la esperanza de tantas personas a las que uno ha perdonado los pecados en un momento determinado pueda pasar sencillamente por mi propia humanidad, igual de necesitada, o más necesitada de perdón y de gracia que la de cualquier ser humano?” Y, sin embargo, es así. Y uno ve que es instrumento de la alegría y de la esperanza de los hombres. Uno ve que es instrumento de paz, porque es instrumento de perdón, porque es instrumento del amor infinito de Cristo, que requiere de vuestra humanidad para que pueda ser reconocido de una forma humana. Cualquier otra forma no sería la encarnación del Hijo de Dios. La encarnación del Hijo de Dios requiere de nuestro corazón y de nuestra libertad.

Ojalá, yo lo pido al Señor, nunca desaparezca de vosotros el asombro con que haréis vuestra primera confesión o con que celebraréis vuestra primera Misa. Que nunca desaparezca de vosotros el asombro de la misión preciosa que el Señor os da.

Eso, con respecto a San Pedro. Y cuando descubráis, como descubriréis mil veces, que no habéis estado a la altura de las circunstancias, que habéis metido la pata, primero, nunca tengáis reparo en pedir perdón. Y quizá a la misma persona que le habéis propuesto algo que veis que no le está ayudando, decidle: “me equivoqué en esto, la Iglesia propone este otro camino”. No tengáis nunca ningún reparo. Las personas reconocen más autoridad en quien es capaz de reconocer su equivocación que en quien tiene que afirmar constantemente que nunca se ha equivocado. Y cuando no sepáis dar una respuesta: “Voy a pensarlo, voy a rezarlo, y después de rezarlo te diré lo que veo a la luz de lo que la Iglesia enseña”. Y unos días después, cuando tengáis luz, o consultando a otras personas, os acercáis y dais esa respuesta. Y con eso mostráis que aquella pregunta que esa persona os hizo es importante para vosotros. Y eso vale más que la respuesta muchas veces.

Cuando percibáis de nuevo esa desproporción, y que no estáis a la altura de las circunstancias, que sea vuestra la frase de Pedro en el Evangelio: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que Te quiero”. “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que mi única intención al hacer eso era hacerlo lo mejor posible. No ha salido bien, pero Tú sabes que Te quiero”. Y el Señor recupera inmediatamente la posibilidad de actuar de tal manera que no resplandezcan nuestras cualidades sino que resplandezca su gracia.

De San Pablo, sólo una frase de un pasaje precioso de la Carta a los Filipenses: “Todo lo tengo por nada con tal de alcanzar a Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, pero las tengo por basura, con tal de alcanzarLe a Él y la gloria de su resurrección”. Que Cristo sea lo más querido en vuestra vida. Ésa es la enseñanza de Pablo: la pasión por Cristo, unida a la pasión por sus fieles. “¿Quién de vosotros hay que se alegre y yo no me alegre? ¿Quién de vosotros hay que llore y yo no llore? ¿Quién de vosotros hay que tenga fiebre y yo no me abrase?” Eso sólo se puede decir con verdad si el corazón entero es de Cristo, si Cristo es realmente, para vuestro corazón humano, lo más querido, sin separar (ojalá el Señor nos concediera esto a todos los sacerdotes) su amor a Él de su amor su Iglesia.

¡La Iglesia es su Cuerpo! ¡El Pueblo cristiano es el Cuerpo de Cristo! ¿Por qué voy a tratar con tanto respeto quizá el sacramento de la Eucaristía y con tanta displicencia cuando se acerca un miembro del Cuerpo de Cristo a pedirme ayuda, o consejo, o a pedirme simplemente unos papeles porque no saben cómo se hacen esas cosas, si en los dos casos tengo al Cuerpo de Cristo delante de mí? ¿Por qué tendría que ser distinta mi actitud ante un ser humano, cualquier ser humano, creyente o no creyente, pecador o justo? Si me volvéis a dejar citar a San Efrén, en una preciosa nana que la Virgen le canta al Niño Jesús, le dice: “Hijo mío, ¿es que eres un descarado que a todo el que pasa a tu lado te tiras? Y además no distingues si son ricos o pobres, justos o pecadores, si son mujeres buenas o son mujeres impuras. ¿Es esto un descaro tuyo, o es esto tu amor por los hombres?” Es uno de los más antiguos villancicos de la Historia de la Iglesia.

Que los seres humanos, que cualquier persona que se acerque a nosotros pueda descubrir que la tratamos (o que desearíamos tratarla) con el mismo afecto con el que tratamos la Eucaristía.

Que la Eucaristía sea vuestra escuela. Todo lo que un sacerdote necesita saber, todo lo que un sacerdote necesita aprender para comunicar a los demás, para vivir bien su sacerdocio, para gozar inmensamente con su sacerdocio, a pesar de nuestras pequeñeces y de nuestros límites, es dejarse enseñar por la celebración de la Eucaristía. Dejarse enseñar por ese Misterio grande, del que se nos da la gracia de poder estar tan cerca que todo en ella nos enseña: nos enseñan las palabras que decimos en la consagración. Sólo con que nos aprendiéramos esas palabras y las hiciéramos carne de nuestra carne, vida de nuestra vida, tendríamos todo el secreto de la misión y de la vida y del ministerio de un sacerdote. E incluso cuando uno da la comunión, ¿no está uno como servidor, alimentando a la Esposa, alimentando a la familia del Señor? Hacedlo con la conciencia de que realmente estáis sirviendo a la mesa a la Esposa amada de Cristo, que es la Iglesia. Sentíos siervos, y gozosos de serlo, como el Señor se sintió gozoso de lavar los pies de sus discípulos. En cada Eucaristía el Señor nos da la ocasión de hacer un gesto semejante al de lavar los pies, e infinitamente expresivo: dar el Cuerpo de Cristo. Cuando uno ofrece el Cuerpo de Cristo recordando las palabras de la consagración, ofrecerse cada uno a sí mismo por los fieles a los que lo das, mi vida les pertenece, y en eso estará vuestra alegría.

Adentraos en el misterio de la Eucaristía, y os aseguro que tendréis una alegría incomparablemente más grande que ninguna de las alegrías que pueda dar ninguna realidad humana, ni siquiera las más bellas. Al contrario, os permitirá reconocer esas otras alegrías como un signo también de la Presencia de Cristo, o de la promesa de Cristo, o de la gracia de Cristo, o del anhelo de Cristo que hay hasta en quienes están (o se creen que están) más lejos de Él.

Vamos a orar por vosotros, por el regalo que vuestras vidas, por el ministerio sacerdotal, serán para la Iglesia. E invocaremos a toda la Iglesia justamente como signo de que esto no es una celebración privada ni siquiera de la Diócesis de Granada, como cada Eucaristía. La Eucaristía no es nunca una celebración privada. Allí acontece lo que aconteció en el Gólgota. Misteriosamente, en cada Eucaristía se renueva todo el Amor de Cristo por el mundo entero. Y también se renueva ese Amor de Cristo esta mañana en cada uno de vosotros.

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