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Homilía en la institución del Ministerio de Acólitos. V Domingo de Cuaresma

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 09/03/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 93. p. 139



Muy queridos hermanos sacerdotes,
muy queridos seminaristas de los tres Seminarios que nos acompañáis,
queridos Francisco Javier y Francisco Manuel,
familiares, amigos,
cantores, que ponéis una nota de alegría en esta celebración,
queridos hermanos y amigos,

Yo me he preguntado muchas veces en mi vida ante hechos que suceden, ante personas, en circunstancias en las que ves a otros o te ves a ti mismo, si la experiencia del amor humano es una experiencia que tienen todas las personas o no. Cuando me refiero al amor humano, no me refiero a la satisfacción o al gusto que satisface una cierta necesidad afectiva o sexual, sino a ese acto del juicio, de la libertad, del afecto, por el que uno reconoce el misterio de la otra persona y el valor de su vocación, y se da para que ese misterio pueda cumplirse en la vida. Y tengo la impresión (y es una opinión muy subjetiva) de que muchas personas se mueren sin haber conocido el amor. E intuyo que mucha de la fatiga de nuestra vida, de los dolores que la acompañan, de una especie de desasosiego de la propia existencia, en lo más hondo del corazón (que hoy, en las antiguas tierras cristianas, es un fenómeno muy extendido), tiene que ver con el hecho de que sólo conocemos formas más o menos contrahechas del amor para el que está hecho nuestro corazón. O, cuando las conocemos, es un punto tan extraño en el panorama cotidiano, que nos parece como algo de otro mundo, que no puede ser la regla de la vida cotidiana.

En realidad, basta ese destello mínimo para comprender que el corazón está hecho para un amor así. Pero, justamente, la experiencia de ese destello es la única que puede hacer comprender que una vida sin un amor así es un infierno. Es necesario tener experiencia del amor verdadero para comprender que estamos hechos para el amor, y que una vida sin amor no merece la pena ser vivida.

Y no es necesario haber hecho cursillos sobre el amor para reconocerlo. Porque, perdonad el ejemplo, no es necesario haber hecho cursos de enología para reconocer que un vino excelente es excelente. Ni es necesario haber hecho ningún curso sobre jamones para reconocer que un pata negra es exquisito. Tampoco es necesario haber hecho ningún curso sobre el amor humano para poder verificar que, cuando uno encuentra un amor verdadero, la vida crece, florece de tal manera que uno se da cuenta de que aquello es la razón de la vida, lo que la llena de contenido y por lo que vale la pena vivir. Hasta el punto de que, cuando uno se encuentra un amor verdadero, se pregunta: “¿Pero qué he hecho hasta ahora? ¡Qué vacía ha estado mi vida hasta este momento!” O quizá tiene la conciencia de que ha vivido toda la vida para ese momento, para encontrar a esa persona.

Pero quien no ha tenido esa experiencia (y por desgracia creo que hay muchas personas que no la tienen, y que no la tienen nunca: que sólo conocen formas interesadas del amor y, por lo tanto, formas deformes del amor, y eso genera ese cinismo, esa actitud escéptica, y ese malestar que invade nuestras sociedades), no puede tener conciencia de lo que le falta. Se siente mal, pero no sabe por qué. Es necesario tener la medida del amor verdadero para darse cuenta, primero, de que eso es el amor de verdad, y segundo, que sin eso uno viviría muy mal.

Perdonad que me haya extendido tanto en este ejemplo del amor, pero es que me parece que es exactamente lo mismo que sucede con la vida cristiana. Y eso es lo que nos dice el Evangelio de hoy: que es necesario tener la experiencia de que Cristo es la vida para darse cuenta de que la vida sin Cristo es estar muerto. Y yo creo que muchos de los problemas que vivimos los cristianos en el mundo contemporáneo es que, muchas veces, tenemos las ideas cristianas, pero no tenemos realmente la experiencia de que Cristo es nuestra vida. Y nuestra conversión no es tanto decir “voy a tener un temperamento mejor” o “voy a luchar contra este defecto” (como muchas veces entendemos el trabajo de la Cuaresma o de la conversión), cuanto pedirLe al Señor que pueda encontrarLe de forma que pueda saber que Él es la vida. Que pueda encontrar realmente aquello para lo que estoy hecho. Cada uno de nosotros está tan hecho para Cristo y para el amor infinito que es Cristo, que sólo a la luz del amor de Cristo, incluso el amor humano (con sus límites, con sus imperfecciones, con sus bellezas) es capaz de ser colocado en su sitio. Y uno lo puede gozar sin ninguna fisura amarga, y dar gracias por él. Y uno puede percibir sus limitaciones sin que ello constituya una tragedia.

Es necesario haber gustado la vida, tener alguna experiencia del Cielo, para entender que, sin eso, la vida sería un infierno. Si uno no sabe lo que es el Cielo, tampoco sabe lo que es el infierno, no sabe lo que es perderse aquello que llena la vida. Si uno no tiene la experiencia del amor de Jesucristo, uno vive mal, y muchas veces sin tener siquiera conciencia de que vive mal, sin saber lo que le falta. Porque si tuviera conciencia de lo que le falta, ya lo habría encontrado. San Agustín decía: “No me buscarías si no me hubieres encontrado”. Los hombres buscamos ser felices, y no sabemos cómo, y lo buscamos a tientas, como en una habitación oscura donde, de vez en cuando, se cuela un rayo de luz de alguna parte, y no podemos aferrar ese rayo de luz. Sólo cuando uno encuentra a Jesucristo, uno percibe hasta qué punto vivía en tinieblas antes. Uno percibe hasta qué punto la vida sin Cristo es muerte.

Justo antes del misterio pascual, la Iglesia nos propone la resurrección de Lázaro. “Yo soy la resurrección y la vida”, dice Cristo. Y este año coincide este V Domingo de Cuaresma con vuestro paso a recibir el ministerio del acolitado. Uno de esos pasos en los que la Iglesia, con su pedagogía maternal, os va preparando para recibir el Orden Sacerdotal. Y coincide también, puesto que el día de San José cae en la Semana Santa, con la celebración del Día del Seminario. Es, por lo tanto, un día grande para nosotros. Yo os invito a que deis gracias por nuestros Seminarios. Son tres los que tenemos en este momento: los dos Seminario Mayores, el de San Cecilio y el Redemptoris Mater, y el Seminario Menor. Y entre los tres nos acercamos ya a los cincuenta seminaristas. E incluso sé que hay niños que, cuando les preguntas: “¿Y tú qué eres?”, te dicen: “Yo soy seminarista, pero es que todavía no tengo la edad”. Es decir, que hay niños que, desde muy pequeños, saben que quieren ser sacerdotes. Y os lo dice alguien que fue al Seminario a los once años, y que no se avergüenza en absoluto de la educación y de la experiencia que vivió, sino que da unas gracias inmensas por ella, a pesar de que mis formadores tenían defectos, ¡cómo no los iban a tener!, igual que los que nos estábamos formando. Pero eso, ¿qué tiene que ver?

Dad gracias por el don de Dios. Y pedidLe al Señor. El Día del Seminario es un día para pedir. Y lo que yo pediría es, justamente, sacerdotes que sean capaces de ser testigos en primera persona de esa experiencia de que Cristo es la vida, de que Cristo es el Amor de los amores. Y quizá os suene la frase a ese himno del Congreso Eucarístico: “Cantemos al Amor de los amores”. Y eso es cierto. La experiencia de Cristo es lo que llena de sentido la vida humana, desde el amor de los esposos hasta el de los padres y los hijos, los hermanos, los amigos, la vida, el trabajo, todo. Y sin Cristo, sin que nos demos cuenta, se instala en nuestra sociedad poco a poco una cultura de la muerte, donde la vida transcurre bajo la sombra de la muerte.

El Papa Juan Pablo II hablaba con frecuencia de una cultura de la muerte que se inserta en nuestro mundo cristiano cuando perdemos a Cristo. Y todos hemos vivido con mucho dolor el atentado terrorista de antesdeayer. Y el fenómeno del terrorismo es un ejemplo típico. Y el fenómeno masivo de la droga, del aborto, de la eutanasia, son rasgos característicos de la cultura de la muerte, del desprecio por el valor de la vida humana, de la imposibilidad de vivirla con alegría, de transmitirla con esperanza, de la dificultad para amar la vida. Lo que ocurre es que el fenómeno es tan poco a poco, tan día a día, que no nos damos cuenta hasta que se convierte en una epidemia. Y cuando nos damos cuenta, estamos ya tan absolutamente deshechos que nuestra capacidad de reacción a la epidemia es mínima.

Por eso tenemos que orar todos. Vamos a vivir el misterio pascual, el don del amor infinito de Cristo y la comunicación de su vida a nosotros para poder vivir nuestra vida sostenidos por la vida del Hijo de Dios, por la vida divina, por el don de su Espíritu Santo.

Señor, renueva en nosotros la experiencia del encuentro Contigo, de forma que podamos tener un criterio con el que podamos poner las cosas de la vida en su sitio. Que podamos tener un criterio que llene de sentido los trabajos, y los días, y los segundos, y todo lo que somos y hacemos. Y danos sacerdotes que puedan ser testigos vivos de que Tú estás en medio de nosotros.

Para eso, pedid. El Señor no nos dijo que hiciéramos otra cosa. “La mies es mucha”. Y la mies es mucha, como si estuviese comenzando en este momento. Imaginaos que somos los Doce, o los setenta y dos, y que el horizonte del mundo se abre delante de nosotros. “La mies es mucha y los obreros pocos, pedid al Señor de la mies que envíe obreros a sus mies”. No nos dijo el Señor otra cosa más que pedir.

¿Qué tienen que hacer esos obreros? Ser testigos. Y eso os lo digo a vosotros, que vais a recibir el ministerio del acolitado. Sed testigos de que Cristo entrega su vida por los hombres, de que ama a los hombres sin límites, creyentes y no creyentes, amigos y enemigos. Quizá no hay expresión más concreta, y al mismo tiempo dramática, de ese amor infinito de Cristo, que la de la Cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.

Sed testigos de ese amor. Y para eso no hay más que un camino, y es que vosotros tengáis en vuestra carne, en vuestra vida, en vuestra experiencia humana, en vuestra humanidad concreta, la experiencia de que Cristo es la resurrección y la vida. Y de que sin Él no hay vida. Y entonces, basta querer a las personas que tienes cerca para desear comunicarles esa vida. Basta querer a tus vecinos, a los fieles que el Señor os confíe, al pueblo o a la ciudad donde tengáis que ejercer vuestro ministerio, para tener la pasión, no de una comunicación ideológica, ni de unas ideas o de unas reglas o unos modos de vida, sino la pasión por su vocación, por su vida, y la disposición a dar la vida, como Cristo, por la vida de esas personas.

En el paso anterior, previo a recibir el sacramento del Orden, la Iglesia os propuso la Palabra de Dios, la Historia de la Salvación, como instrumento educativo. Hoy os propone la Eucaristía. Dejaos enseñar por la Eucaristía, por ese abismo inagotable que es “tomad, comed, esto es mi Cuerpo”. No basta la vida para penetrar esas palabras. “Esta es mi Sangre, derramada por vosotros”. Son palabras de amor. Son palabras esponsales. Son palabras de las que todo cristiano puede aprender todo: desde el significado de la vocación matrimonial, hasta el significado de vuestro ministerio sacerdotal. “Esta es mi Sangre, derramada por vosotros para el perdón de los pecados”. Y vuestras vidas son eso. Con torpezas, con límites, con meteduras de pata, con errores, pero con una pasión invencible por la vida de los hombres, con un amor invencible a la esperanza de los hombres.

El Señor hará que vuestro pobre “sí” sea tan fecundo como el “sí” de la Virgen, de modo que pase de generación en generación. Y es muy sencillo. No se trata de ejercicios complicados, ni de pensamientos excesivamente difíciles. Se trata de dejarse enseñar por el Misterio del altar, por ese fuego de amor que es cada Eucaristía. Todo lo que sucede en la Eucaristía es como un rito de cortejo (como sucede en las sevillanas), que nos descubre el horizonte del amor infinito de Dios, el único que es capaz de dar sentido a la vida y a la muerte, a todo, también a nuestro pecado y a nuestras miserias, absolutamente a todo.

Yo no Le pido al Señor otra cosa para vosotros. Si además de eso os da el Señor erudición, sabiduría, ciencia, ¡bendito sea Dios! Si os da unas cualidades humanas que arrastran a la gente con vosotros, para mí no habrá mayor alegría. Pero sólo una cosa es indispensable: que Cristo sea la vida de vuestra vida. Y que, por esa experiencia que habéis tenido del amor de Cristo, podáis desear constantemente que sea la vida, y la alegría y la esperanza de cualquiera que se cruce con vosotros. Eso es ser sacerdotes de Jesucristo. Y nada más que eso. Y nada menos que eso. ¿Cómo no vamos a pedir que nuestra Iglesia tenga sacerdotes así? Y no es mucho el número que necesitamos (¡también nos hace falta el número!, porque para acompañaros en la vida, el Pueblo cristiano es muy grande, y se siente a veces muy abandonado y muy solo), porque vale más un verdadero sacerdote en quien, en medio de su pobreza, se transparenta la Presencia de Cristo, que mil funcionarios que cumplen bien su trabajo, pero que no aman. O, como decía Péguy, “se creen que aman a Dios porque no aman a nadie”. Necesitamos un tipo de sacerdote que realiza en su vida cotidiana el misterio de la Eucaristía, que prolonga en su vida cotidiana el don de Cristo a los hombres, el amor de Cristo a los hombres. Y un amor que late, que calienta vuestras venas, que sufre con las miserias de los hombres, y goza con su alegría.

Quiera el Señor concedernos, a los que somos sacerdotes y a los que os preparáis para serlo, ser sacerdotes así. Sólo así vuestra vida será un gozo enorme, en primer lugar para vosotros mismos. Yo os puedo dar el testimonio de que la mía es un gozo así. Y sé que tengo mil defectos, y mil limitaciones, pero ese gozo no me lo puede arrancar nadie: el gozo de haber conocido a Jesucristo. Mi lema de presbítero era: “todo lo tengo por nada al lado de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas para alcanzarLe a Él y la herencia de su resurrección”.

Sólo Cristo es capaz de llenar la vida. Gritadlo con todo lo que hagáis y con todo lo que seáis.


Monición antes de la Bendición final:

Hay algo que no he dicho antes, y es que el Seminario necesita oraciones, y es lo que más necesita, os lo aseguro. Pero también hay que apoyarlo económicamente, porque lo tenemos que sostener un poco entre todos. Los chicos comen, y a esa edad, mucho; y estudian, y necesitan libros, y una buena biblioteca. Nuestro Seminario es el más antiguo de toda la Iglesia, y su biblioteca tiene libros de 1497. Y cuando el Concilio de Trento impuso a toda la Iglesia el que se creasen Seminarios en cada Diócesis, dijo “que se creen Seminarios y Colegios Eclesiásticos como el que se ha creado en Granada”. Por lo tanto, hay que cuidarlo, y hay que hacerlo entre todos. Todos tenemos que sentir el Seminario como nuestro, porque es parte de nuestra vida de la Iglesia, es parte de la garantía de nuestra esperanza, la Presencia del Señor en medio de nosotros. Podéis ayudarlo en cualquier momento, pero sed generosos en eso, para que el Señor nos ayude. Es una forma de limosna importante.

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