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El orden de las cosas

XI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Fecha: 09/06/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 454 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 641



Mateo 9, 36-10, 8
En aquel tiempo, al ver Jesús a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos:
-«La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies.»
Y llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia.
Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judás Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones:
«No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel.
Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis.»



¿Cuántas veces hemos oído decir, a un compañero de trabajo o a un vecino, que él cree en Dios, que incluso cree en Jesucristo, alguien muy grande que luchó por sus ideales, pero que no cree en la Iglesia? Aparte de la ambigüedad y la imprecisión en el significado de la palabra creer, hay en estas confesiones, por lo general ingenuas, algo muy digno de atención.

Se trata de una visión del cristianismo según la cual éste consiste en unas determinadas ideas sobre Dios, y sobre cómo hay que ser bueno en la vida. Esas ideas tienen en la Iglesia su parafernalia, pero son en el fondo tan simples que casi cualquier hombre podría hacerlas suyas sin dificultad. Luego, resulta que Jesús (en estos casos se suele usar Jesús, más que Jesucristo) es el primero que predicó estas ideas, y murió por ellas. También aquí la Iglesia habría añadido luego mucho montaje (la divinidad de Jesucristo, la Encarnación, los sacramentos y que sé yo cuántas cosas más). Pero, en el fondo, la verdadera Iglesia sería algo mucho más sencillo: algo así como la agrupación de los que aceptan esas ideas o estos valores de Jesús, y se esfuerzan por vivir según ellos. En este modo de comprender el cristianismo, la Iglesia es innecesaria, y Jesucristo casi también. Queda un vago deísmo en el que Dios se parece, al principio, cada vez más a lo que cabe en mi cabeza (o lo que es lo mismo, en la cultura dominante), y luego, por lo general, desaparece.

Este cristianismo está domesticado por la cultura secular para su propio servicio. Es un cristianismo reducido a ideología, para acceder al dudoso privilegio de ser tolerado en la buena sociedad. En un contexto cultural muy diferente, se parece mucho al arrianismo del siglo IV. Lo más importante, sin embargo, es hacer notar que esta fe residual en Dios, de muchos que han dejado la Iglesia, tiene un paralelo casi idéntico en la de tantos otros que se consideran muy católicos. Hay un cierto catolicismo, incluso apasionado, tan similar al deísmo y a su moralismo asfixiante, que la frontera entre la fe y la falta de fe, fácilmente, se vuelve psicológicamente imperceptible (y no sólo psicológicamente). El rasgo más común de estos dos estereotipos es que para ninguno de los dos la Iglesia significa gran cosa. Para ninguno de los dos es la Iglesia, la comunión de la Iglesia, lo que da cuerpo a la experiencia de Dios.

El orden de las cosas, sin embargo, es otro. Los hombres nos comunicamos a través de la corporalidad, de los gestos y las palabras, y no existe acceso al yo –al tú– que no pase por el cuerpo. Además, el cuerpo no es como una primera fase, que luego ya se trasciende y tras la que uno trata después directamente con el yo de los demás.

La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Ser cristiano es integrarse en este Cuerpo, en esta comunión que empezó con los Doce. Ser cristiano es amar a este Cuerpo como lo más precioso en la tierra, porque es el Cuerpo de mi Señor, el lugar donde me alcanza la Vida.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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