Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 21/03/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 93. p. 160
En el comienzo de la Primera Carta a los Corintios, San Pablo, refiriéndose a la Cruz, dice que es locura para los gentiles y escándalo para los judíos.
El que fuera escándalo para los judíos es comprensible. Escándalo significa, no lo que entendemos nosotros, que es una realidad más bien moral, sino “piedra de tropiezo”. Es una piedra en la que uno tropieza en el camino y te impide seguir adelante. La Cruz era para los judíos una piedra de tropiezo para creer en Jesús. Porque Jesús había sido condenado a muerte por el supremo órgano del judaísmo, por el Gran Sanedrín (era algo parecido a lo que nosotros entendemos por la Santa Sede), por tanto, sus juicios eran considerados por el mundo judío como el juicio de Dios. Y cuando alguien era condenado por el Gran Sanedrín no había apelación posible. (…)
La razón profunda por la que Jesús había sido condenado era por blasfemia, porque se hacía Hijo de Dios, como dicen claramente los sinópticos. En todas sus palabras, y en todos sus gestos y en todas sus obras, había realmente una pretensión única, que está expresada en el Evangelio de San Juan al decir “Yo soy el camino, y la verdad y la vida”, o “Yo soy la resurrección y la vida”, o “Cuando Yo sea levantado en alto comprenderéis que Yo soy”, o “Antes de que Abraham viviera, existo Yo”. Frases que lo que contienen es la expresión de una conciencia propiamente divina por parte de Jesús, y que justifica, más que de sobra, una condena a muerte. (…) No se puede arrancar del Evangelio esa pretensión divina de Jesús que aflora en todas sus palabras y en todas sus acciones.
Si Jesús había sido condenado a muerte por el Sanedrín, ningún judío podía creer en Él. El Sanedrín había pronunciado el juicio de Dios. Jesús era un blasfemo. El Sanedrín no condenó a Jesús injustamente. Lo condenó aplicando la Ley de una manera estricta. Uno no se podía presentar como Dios sin ser acusado de blasfemia y condenado a muerte. Y, de hecho, Pablo dirá que sólo el encuentro con Cristo resucitado camino de Damasco fue capaz de quitar de él el escándalo.
Pero para los gentiles la crucifixión es locura. Y para la razón moderna, vuelve a ser locura. ¿Por qué? Porque los gentiles, el mundo griego, no podían imaginar que en una persona concreta, singular, que ha padecido bajo el mandato de Poncio Pilato, pudiese habitar corporalmente la plenitud de la divinidad. El griego podía imaginar la divinidad como presente en todo el cosmos, pero si ya tenían una dificultad enorme para imaginarse que la divinidad pudiera relacionarse con algo personal, mucho menos podían pensar que estaba en un hombre. Eso no podía ser más que un sinsentido absurdo.
Para la razón moderna vuelve a pasar lo mismo. Que un punto de la Historia sea el criterio de la Historia entera, que pueda abrazar la Historia entera; que un punto concreto de un lugar del Imperio Romano, en un momento preciso de la Historia, sea el centro del cosmos, es algo inaceptable para la lógica de la razón moderna. Es algo que hace saltar nuestras categorías.
Y, sin embargo, no hay forma de explicar el acontecimiento de Cristo, no hay forma de explicar racionalmente los orígenes del cristianismo si no es porque lo que el Señor predicaba y lo que los discípulos testimoniaron después de su resurrección es verdad.
Sólo cuando uno acepta ese testimonio, comprende además que, precisamente en ese acontecimiento, Dios se revela de la manera más plena, más adecuada, a las exigencias de nuestra razón humana. Haciéndolas saltar, porque, si no, no sería Dios, pero, al mismo tiempo, dando sentido a todas las cosas: a la Creación, al pecado, al bien, a nuestros deseos de infinito, a la realidad del amor, a la realidad de la enfermedad y de la muerte.
La Pasión de Cristo, que acabamos de escuchar, es el relato del centro de la Historia. Es el punto del que pende la esperanza del mundo. Los primeros cristianos lo expresaban de una manera sencilla: “Jesús ha sido el anzuelo con el que Dios ha cazado a la muerte, a nuestro Enemigo, a Satán”. Al asumir el Hijo de Dios la condición humana, Satán vino a morder, primero en las tentaciones y luego en la Cruz, a quitarlo de en medio, como había hecho con todos los hombres. Y, sin embargo, la divinidad que estaba oculta en aquel Hombre, cuya apariencia era la de cualquier otro hombre, enganchó a Satán. Y él, que venía a morder, fue en realidad el mordido. Fueron Satán y la muerte los que fueron derrotados en la muerte de Cristo. Y no sólo para Él, sino para nosotros.
Cuando nosotros estos días leemos la Pasión, cuando celebramos el acontecimiento redentor, estamos celebrando algo que nos pasa a nosotros, que nos ha pasado en Él. Es nuestra muerte la que ha sido vencida en la muerte de Cristo. Es nuestro pecado el que ha sido derrotado en la muerte de Cristo. Son nuestras miserias las que han sido perdonadas en la muerte de Cristo.
Por eso el día de Viernes Santo adoramos la Cruz, y lo hacemos con un gesto análogo al que hacemos con la Eucaristía. Porque la Cruz de Cristo es la prenda, por así decir, de nuestra participación en la vida divina, la prenda de nuestra libertad, de nuestra condición de hijos de Dios, de nuestra esperanza. Es el arma con la que Dios ha vencido a nuestros enemigos y nos ha abierto el ámbito de nuestra verdadera vocación, del verdadero significado de nuestra vida. (…)